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OPINION

Confrontaciones

Por J. M. Pasquini Durán

Era inevitable que llegara el momento de la confrontación del Gobierno con la cúpula de la CGT, la novia fea del menemismo. Ojalá este choque pudiera alumbrar un nuevo sindicalismo en sustitución de ese decadente management que pretende perpetuar privilegios privados mientras arrastra un extendido desprestigio popular. La más reciente encuesta de Mora y Araujo indicó que sólo siete de cada cien consultados cree que estos gremialistas defienden el interés de los trabajadores. Sin embargo, la indispensable depuración de los representantes obreros no será por decreto gubernamental: sobrevendrá cuando lo decida la voluntad de las bases gremiales. Por el momento, para un trabajador no hay nada mejor que un empleo, aunque sea a plazo fijo, en blanco, negro o gris; todo lo demás, incluidas las condiciones y horarios de trabajo o los propósitos sindicales, son asuntos de otro orden. Ningún castigo y ninguna traición hicieron tanto daño a la capacidad de resistencia obrera como la acción combinada del desempleo, la precariedad laboral, los bajos salarios y el desamparo.

  La reorganización económica realizada en la última década, con el silencio cómplice de los mismos que hoy se rasgan las vestiduras y que antes atormentaron a la administración de Raúl Alfonsín, produjo cambios sustanciales en las dimensiones del capital y el trabajo. Un argumento permanente de estos últimos años fue dedicado a propiciar la reducción de los "costos argentinos" para aumentar la competitividad nacional en la economía globalizada. Los datos existentes prueban que el factor trabajo es el que más aportó en el esfuerzo, ya que el costo salarial (sueldos más impuestos) representa el 10 por ciento del costo total. ¿Cuánto más se puede presionar hacia abajo en ese rubro sin destruir el mercado interno y rebasar los ya intolerables límites de la crisis social?

  La reforma laboral auspiciada por el actual gobierno viene a emprolijar el modelo anterior o intenta transparentar situaciones de hecho, pero es dudoso que pueda crear más empleos o mejorar la calidad de los existentes debido a la inequidad existente en las relaciones entre el capital y el trabajo, aun en las pequeñas y medianas empresas. Por lo pronto, debería emparejar las fuerzas en una negociación entre desiguales, dándole garantías de estabilidad al negociador de la comisión interna. El garantismo sindical no es un privilegio, en las actuales condiciones, sino un instrumento compensador. Por otra parte, no parece éste el momento más adecuado para iniciar negociaciones salariales o de otro tipo, si antes no hay un cambio de expectativas nacionales que superen el ambiente recesivo que predomina en la actualidad.

  La reforma puede funcionar como otra señal de buena voluntad al Fondo Monetario Internacional (FMI), persistente defensor de la "flexibilización laboral", para mantener abiertas las fuentes del crédito externo. Aunque seguir la ortodoxia del FMI a cualquier costo es una operación de alto riesgo, porque hay suficiente experiencia internacional para saber que cuando el FMI se equivoca el país paga los platos rotos, y cuando acierta la ganancia se la lleva el capital financiero internacional. Más de uno anocheció a la intemperie por confiar en las estrechas cobijas de ese organismo que impone la obediencia debida como norma de relación. Lo que está ocurriendo en Ecuador en estas horas es una directa consecuencia de esa irresponsable actitud de embarcar a ese país en políticas inapropiadas, dictadas por el dogma político más que por el conocimiento técnico, y fugarse cuando las papas queman, dejando en la estacada a los obedientes de ayer. La conducta del FMI en el mundo, durante la última década, es uno de los ejemplos sobresalientes de impunidad.

  La oposición de la dirigencia desprestigiada o el entusiasta apoyo de Domingo Cavallo no le agregan ni le quitan a la reforma virtudes y defectos que no tenga por sí misma. A menos de dos meses de gestión, el Gobierno está en mejores condiciones que la CGT para obtener cierto margen de credibilidad pública, siempre y cuando el eje central de sus políticas sea la promoción del empleo. Ha trabajado, además, para conseguir el respaldo de los gobernadores de Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe que, por distintos motivos, no pueden seguir pegados a la suerte de Carlos Menem, de Eduardo Duhalde o de la CGT. Hasta tanto el peronismo no consiga reconstituir una conducción aceptada por los ganadores del 24 de octubre, esas múltiples vías de acuerdos puede aliviar la tarea oficial.

  El tiempo de los superpoderes sindicales ha pasado, sin remedio. Hace veinte años, en 1979, algunos militares quisieron bloquear el regreso de Lorenzo Miguel a la UOM. Fue entonces cuando Rubens San Sebastián, un avezado burócrata que llegó a ministro de Trabajo, les aclaró el cuadro: "Puedo asegurar que si Miguel llega a necesitar un certificado laboral para seguir en su gremio se va a llenar el estadio de River con empresarios dispuestos a afirmar que él trabaja en sus fábricas. Además, si lo dejan afuera después lo van a ir a buscar en una limusina [sic]" (En El Intocable, Carpena/Jacquelin). El gobierno necesitaría aliados sindicales, pero no los encuentra.

  La otra central existente, la CTA, podría serlo pero el oficialismo teme que allí también habrá confrontaciones, debido a la fuerte presencia de estatales y docentes, si la racionalización administrativa se impone en las provincias, donde el empleo estatal es casi el único recurso de sobrevivencia. Los abusos cometidos por la corrupción de los caciques y el déficit de las pésimas administraciones terminarán cayendo sobre las espaldas de los más débiles en cada lugar. Antes no podía concebirse un partido socialdemócrata sin fuerza sindical propia, la base social indispensable de todo socialismo conocido. Desde la imposición del pensamiento único en economía y la revolución tecnológica, la socialdemocracia es poco más que una identidad intelectual, recluida en los límites de la democracia liberal con preocupación social.

  Hasta el menemismo sabe que hay más de un final de época y trata de evitar su demolición invocando el presunto antiperonismo de la nueva mayoría. Ahora es Menem el que quiere quedarse en el '45. Aunque el sentimiento antiperonista esté presente en miembros de la administración de Fernando de la Rúa, no alcanza para desacreditar las investigaciones sobre el latrocinio organizado de la última década. Que el hijo de Erman González, a los 38 años de edad, obtenga una jubilación de dos mil pesos en La Rioja, no irrita por el banderín partidario de la familia sino por el privilegio. Hay bastantes peronistas de la primera hora, con el doble de edad y jubilaciones de doscientos pesos, que están más indignados que algunos gorilas que hicieron abundante ganancia durante la década pasada. Los Alsogaray, de la más pura cepa antiperonista, permanecen al lado de Menem como si fueran del mismo palo.

  Es inútil invocar categorías del siglo pasado para explicar el presente y mucho menos el futuro. En Chile, hace una semana, volvió a ganar la presidencia un candidato socialista que no resiste ninguna comparación, como no sea el membrete de partido, con Salvador Allende, el último presidente de esa misma filiación. La democratización de América latina comienza a mostrar hendiduras de diverso tipo. En Venezuela el coronel Chávez propone una reorganización del poder y en Ecuador otro coronel intenta ponerse al frente de la rebelión de indígenas y transportistas, mientras en Perú Fujimori camina hacia el sueño frustrado de Menem, el tercer mandato, sentado sobre las bayonetas que controla otro militar, Vladimir Montesinos, mientras en Paraguay un general clandestino, Lino Oviedo, tiene a mal traer a su propio partido en el gobierno. La inestabilidad no cesa, tampoco la injusticia. Será porque van siempre de la mano. Para que la democracia perdure hará falta más que la renovación periódica de autoridades. Los demócratas tendrán que impartir justicia con la misma vara para todos, nada menos

 

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