La
Argentina está nueve notas abajo de la calificación óptima
--reservada a países como Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia,
Suecia o Liechtenstein-- en las tablas de riesgo que construyen las
grandes calificadoras globales. Pero esto, que de por sí tiene sus
consecuencias porque implica miles de millones de dólares más por año
en pagos de intereses, no es quizá lo peor, al menos moralmente. Lo más
mortificante es que países que cualquiera supone menos confiables
para un acreedor que la Argentina, ostentan notas más lucidas.
Quien tome en sus manos las
planillas de Standard & Poor's de riesgo soberano (vale decir,
papeles de deuda que emiten los gobiernos), encontrará por ejemplo
que El Salvador califica mejor que la Argentina. Mientras que la nota
de largo plazo del pequeño y superpoblado país del istmo es BBB+, la
puntuación argentina es BBB-, en pesos (es peor aún en dólares).
Además, mientras la perspectiva para el peso salvadoreño es
"estable", para el argentino es "negativa". La
calificación de corto plazo (hasta un año) de El Salvador es A-2,
mientras que la de la Argentina es A-3, con lo cual también es
inferior.
La explicación que dan a esto en S&P es llamativa: dicen
que los salvadoreños son tan pobres que ni deuda tienen; por tanto,
como deben muy poco, se les puede prestar con más confianza (aunque
siempre teniendo in mente que las calificaciones se refieren a los
niveles de deuda que un país puede razonablemente asumir). Por
contra, el problema de la Argentina es que debe demasiado. ¿Demasiado
en relación a qué? En relación a su capacidad de repago, que es lo
que, en definitiva, preocupa al FMI o a cualquier calificadora de
riesgo, cuya clientela son los prestamistas. ¿Pero cuáles son los
determinantes de la capacidad de repago?
Allí empiezan las
divergencias, pero, en la concepción ortodoxa y dominante, la clave
es el superávit fiscal primario. Es decir, cuánta plata le sobra al
Gobierno antes de atender los servicios de la deuda. Por esta razón,
la prioridad política de la nueva administración argentina es el
ajuste fiscal. En principio aspira a lograr, subiendo impuestos y
cortando gastos, un superávit primario igual a la mitad de los
intereses que debe afrontar. Por la otra mitad deberá pedir más
plata prestada.
En la referida tabla de
posiciones, no sólo El Salvador califica mejor que la Argentina:
también Egipto (A-, y además de pronóstico estable), India (BBB y
estable), Croacia (BBB+), Polonia (A y positivo) y Uruguay (BBB+ y
estable), etc. Según Diana Mondino, responsable de la filial local de
S&P, "la perspectiva argentina es negativa porque, de
mantenerse la situación actual, la calificación del país empeorará",
y es notorio que las primeras decisiones del gobierno aliancista le
parecen insuficientes o erróneas: por el aumento de impuestos y el módico
corte de gastos. Algunos juicios de Mondino pueden leerse del derecho
o del revés, como cuando afirma que "la Argentina no tiene
ninguna posibilidad de devaluar sin caer en cesación de pagos".
Según Gabriel Rubinstein,
de la calificadora Duff & Phelps, la deuda de la Argentina (cerca
del 45 por ciento de toda la riqueza que genera el país en un año)
ya llegó virtualmente al techo de lo que los mercados están
dispuestos a prestarle a un país así, con un Producto Bruto tan volátil.
Explica de este modo la desesperación del equipo de José Luis
Machinea por achicar el déficit fiscal. Sencillamente, hay serias
dudas de conseguir más plata en los mercados. "Desde 1993
estamos calificando a la Argentina con la misma nota --dice
Rubinstein-- porque no vemos resultados." Y asegura que las
calificadoras, que son firmas privadas, no tienen prejuicios, aunque
usualmente sus expertos están sentados en Nueva York o Londres,
repartiendo notas desde sus torres.
Para él, el problema no está
tanto en cuánta deuda contrajo la Argentina, sino en qué hizo (o qué
no hizo) con el dinero. Y su dedo apunta al inoperante sector público
como el peor fardo de esta economía. De hecho, año a año el aumento
de la deuda fue dos veces el déficit fiscal, lo que en definitiva
quiere decir que el verdadero déficit duplicó al que confesó la
contabilidad oficial. Buena parte de esa diferencia se explica por
juicios perdidos por el Estado con jubilados, con militares y con
otros agraviados. Se ha calculado, sumando todas las causas a favor y
en contra, que el Estado tiene eventualmente tanto para cobrar como
para pagar. Pero en la realidad siempre paga y nunca cobra.
Carlos Pérez, de la Fundación Capital, prefiere detenerse a
analizar los tres frentes que determinan el riesgo país: el
financiero, el fiscal y el externo. La Argentina tiene un sistema
bancario sólido, extranjerizado y extremadamente líquido, y ni
siquiera sus grandes bancos estatales desentonan. Pero la historia del
frente fiscal es de terror: se vendieron todos los activos y pese a
ello se duplicó la deuda pública, que en el último trienio creció
a razón de unos 10 mil millones anuales. El frente externo no ayuda a
disimular este panorama: en 1996, con menos de cuatro años de
exportaciones la Argentina pagaba su deuda externa. Hoy se requerirían
más de cinco años. El déficit en cuenta corriente, aun con la
fuerte recesión de 1999, fue de 4,7 por ciento del PBI. Las
exportaciones no pueden ser más vulnerables: consisten
abrumadoramente en bienes primarios, y están concentradas en Brasil.
En síntesis: entre la situación fiscal y la performance externa,
ningún acreedor puede sentirse tranquilo.
En tiempos de liquidez
abundante en el mundo, los mercados pueden mostrarse menos severos con
el país que los analistas y las calificadoras. Cuando la plata les
quema, la prioridad es colocarla. Hoy la situación no es esa ni la
opuesta: aunque las tasas tienden a subir en Estados Unidos, la
Reserva Federal no está pisando el freno. Este estado de cosas
intermedio ayuda --según explica Pérez-- a que el mercado de fondos
amolde su conducta a las notas que asignan las calificadoras, lo que
para los argentinos no es muy tranquilizador.
En todo caso, la ambición
del equipo económico es alcanzar en dos o tres años la nota que hoy
tienen países como Polonia o México. Como en toda escalera, en ésta
cuesta mucho más subir que bajar, y nadie la sube corriendo.
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