Por
Cecilia Hopkins
De
pantalones cortos y guardapolvo, cinco hombres nacidos en territorio vasco
que ya han pasado los cincuenta se disponen a rememorar su paso por la
primaria. Llegan a escena luego de entonar canciones patrias en torno del
piano, desenvueltos en sus roles de infantes pero sin cargar la nota. Con
ellos en sus pupitres y frente al pizarrón �-presidido por un crucifijo
que lleva a su diestra el retrato de Francisco Franco--, el espectador de
El florido pensil �-obra del conjunto vasco Tankatta Teatroa--
toma cabal conocimiento de que la escena transcurre en 1957, es decir,
veintiún años después de instalado el régimen del Generalísimo en
España.
Originado en 1983, el
grupo �-que se define como "una plataforma de producción de tres
personas"-- estrena regularmente una obra por año, siendo ésta la
producción que más satisfacciones le ha dado, ya que viene representándose
sin pausa desde 1996. La pieza pertenece a Andrés Sopeña Monsalve, un
profesor de derecho de la Universidad de Granada que se dedicó a analizar
los textos escolares escritos entre las décadas del 40 y el 60.
Estructurada en cuadros temáticos (entre otros, se distinguen la clase de
religión, el cinematógrafo, la visita a la radio, la clase de gimnasia),
la obra se concentra muy especialmente sobre los aspectos autoritarios de
la época franquista. Y muestra los esfuerzos de los educadores de
entonces por obedecer el mandato de disciplinar a todo un pueblo,
homologando sus diferencias -�y a veces prohibiéndolas, como al idioma
vasco-- en el acto de reducir a una imagen estereotipada toda su riqueza y
diversidad. Así, entonces, los cinco educandos se afanan memorizando
lecciones ridículas o tratan de resolver problemas poco menos que
incomprobables, cuando no están ocupados en esquivar los cachetazos que
les advierten que han equivocado la respuesta o en cantar el Himno de la
Legión, con el brazo derecho bien en alto.
El carácter coral de la interpretación de los actores (uno habla,
los demás responden al unísono, a veces sólo con una interjección) es
una de las elecciones sobresalientes de la dirección. También dinamiza
la puesta de las múltiples escenas el movimiento de los pupitres que
muestra a la clase desde ángulos diversos. Cada actor interpreta a un
alumno, que a su vez representa un sector del entramado social del
momento: está el que llegó del campo, ingenuo y lento en el aprendizaje,
el hijo de comerciantes acomodaticios frente a lo que venga y el
levantisco, hijo de republicanos. También el niño de buen pasar que
aprendió que "el rico es para el pobre el administrador de la
providencia" y que "lo demás es socialismo". Aparte de
estos personajes, los actores tienen a su cargo los roles de los adultos
que interactúan con el alumnado. Son imperdibles las escenas del cura que
enseña los signos de puntuación y alerta sobre las miserias del
onanismo, la lección del inspector escolar cuando explica que "el
gobierno de Franco es totalitario pero cristiano" y la clase de
gimnasia impartida por el mutilado de guerra que pierde la medalla ganada
mientras peleaba "en la lejana Rusia, materialista y atea".
"EL
DIA QUE MURIO GRACE KELLY"
Aquella
vieja idische mame
Por
Cecilia Hopkins
El día que murió Grace Kelly
abre y cierra a ritmo de comic desenfrenado. Con la evidente intención de
formular críticas a las convenciones sociales, la obra desarrolla sus
situaciones en el seno de una familia (judía en este caso, por un deseo
del autor de incursionar en una forma determinada de comicidad) y en un
constante primer plano discurre en tono de comedia ligera sobre sus
relaciones, enemistades y alianzas intempestivas. Sembrada de referencias
a la cultura judía, la obra también expone toques de humor negro y
absurdo.
La hija y la ex esposa
de un hombre que acaba de entrar en coma se reúnen a esperar la marcha de
los acontecimientos. De la arquetípica figura de la idische mame, la
madre (interpretada por Amancay Espíndola) conserva su espíritu
castrador y alguna vieja obsesión por la alimentación. Por lo demás, es
una mujer toda sarcasmo y desencanto, tocada por el don de tergiversar las
cosas y enroscar las relaciones. Resentida por el estrepitoso fracaso
familiar, la hija (Eugenia Ramírez) observa con encono el juego de
ocultamientos que se ha tejido en torno de la figura del padre. Dos de los
tres cuadros en que se estructura la obra está sostenido sobre las
espaldas del batallador personaje de la madre, la verborrágica Sarita que
asume Espíndola. Al ritmo acelerado de su discurso se le opone la inmóvil
parquedad de la tía Ruth llegada de Nueva York (la judía ortodoxa a
cargo de Pyr Zenergam) una intrigante enana en miriñaque, que continúa
la estética de los personajes que Nadie imaginó para su puesta de Landrú
asesino de mujeres, de Roberto Perinelli. El último cuadro (el momento
del escándalo, cuando se descubre que durante los últimos veinte años
el padre mantuvo una doble vida) gira alrededor del relato de Joaco (David
Di Nápoli), el amigo gay cuya aparición brinda nuevos motivos para
nuevos ocultamientos.
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