Cada país europeo ha pasado, pasa o pasará
por un debate sobre las condiciones de leyes de extranjería que hagan
frente al desajuste entre el envejecimiento de la población y los obstáculos
que se ponen a la importación de trabajadores extranjeros. Esta sería
una de las faces del prisma del reajuste de un nuevo orden poblacional del
mundo, acuciado por el agravamiento de la desigualdad entre el norte y el
sur. Desde el punto de vista de la productividad necesaria para conservar
los niveles asistenciales, Europa necesita aumentar población activa,
pero la parsimonia reproductora de los europeos no está por la labor y
los empresarios con más conciencia de clase presionan para que se
facilite la llegada de extranjeros: los necesitan al menos para garantizar
la existencia del antiguamente llamado ejército reserva del trabajo, es
decir, los parados, que permiten rebajar salarios a los trabajadores y
poder así competir en los mercados nacionales e internacionales.
Si hasta comienzos del año 2000 la cuestión estribaba en el número
de extranjeros que se debían absorber irremediablemente, empieza a
fraguar una alternativa: Europa debe tener más hijos para así no
depender de una necesaria invasión de los bárbaros y por lo tanto hay
que ayudar a las familias para que se animen a practicar funciones
reproductoras lo antes posible. Los europeos habían descubierto al cabo
de los siglos la posibilidad de fornicar por placer o por cortesía y
hasta los católicos habían hecho, generalmente, caso omiso al
catolicismo polaco o al polaco catolicismo del actual Papa, empeñado en
ligar sexo con procreación. Tampoco las advertencias economicistas sobre
los riesgos del envejecimiento de la población habían estimulado la práctica
de una sexualidad utilitaria al servicio de las estadísticas demográficas.
Pero es posible que la opción de que o nos reproducimos entre nosotros o
vamos a necesitar a los bárbaros, sea más movilizadora y a partir de
esta noche, por ejemplo, las parejas heterosexuales se miren intensamente
a los ojos, redescubran los escotes y las braguetas, pongan un video porno
en el televisor y a los acordes del himno europeo que suele escucharse con
motivo de los partidos de fútbol de la Liga de Campeones, se vayan a la
cama por Europa como unidad de destino en la universal o en lo global.
El gobierno español ya empieza a legislar a favor de las familias
más numerosas, aunque España se había situado en la cola de la
reproductividad mundial, como lógico bandazo a la teología reproductora
nacionalcatólica dominante bajo el franquismo. Hay parejas entusiasmadas
porque por fin han encontrado un motivo para fornicar, un motivo en cierto
sentido patriótico y cultural, aunque algo catastrofista. A comienzos de
los años setenta, los universitarios ácratas catalanes idearon el
slogan: Cardeu, cardeu, que el mon s'acaba! (Fornicad, fornicad, que el
mundo se acaba) y ahora sería conveniente reconvertirlo y dejarlo en:
Cardeu, cardeu, que Europa s'acaba, para salvar a la vieja dama digna de
la necesidad de abrirse a los bárbaros del sur o del este. Hay tanta
sensibilidad sobre el problema, que se especula sobre la necesidad última
de seleccionar bárbaros preferidos o menores. Por ejemplo, se consideraría
mejor a un bárbaro procedente de los antiguamente llamados países del
Este, que a un bárbaro que venga de los que siguen siendo países del
Sur. En España ocuparían los latinoamericanos la primera plaza de bárbaros
aceptables y a continuación los, vamos a llamarles, bárbaros orientales
caucasianos, es decir, polacos, checos, húngaros, búlgaros, rumanos,
bosnios, croatas y casi es de mal gusto mencionar a los serbios.
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