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Por Roque Casciero Hace sesenta y dos años --cuando todavía se llamaba Melito Darío Espartaco Margozzi--, Darío Vittori se subió a un escenario y nunca bajó. Ni piensa hacerlo, aunque a los 78 se sienta "más cerca del arpa que de la guitarra". Y se entusiasma como un debutante cuando habla de El último ángel, la obra que protagoniza junto a Pepe Monje en el teatro Regina (Santa Fe 1235), con dirección de Manuel González Gil. "Creemos que estamos haciendo un éxito, aunque necesitaremos de un tiempito para que corra la voz. A esta obra la difunde el comentario de quienes la ven. La pieza es casi polémica porque se mete dentro de la Iglesia Católica y como nuestro pueblo es netamente católico va a haber reacciones. Nadie sale indiferente del teatro. Para mí es un desafío doble: como intérprete y por el público, que está acostumbrado a reírse conmigo y puede llegar desprevenido. Si es así, se va a llevar una buena sorpresa. Porque creo que un actor tiene que mostrar todo, que es capaz de hacer reír --que es lo más difícil-- y también que puede hacer una comedia dramática como ésta".
--Hasta no hace mucho
usted sostenía que debía darle al público lo que éste esperaba. ¿Por
qué cambió de opinión?
--Porque me gustó el
libro de Bill Davis. Y creo que no se equivocaron ni conmigo, ni con Pepe
ni con el director. Creo que terminé de decidirme cuando escuché que él,
que viene de un éxito tras otro (González Gil hizo Misery, Inodoro
Pereyra, El diario de Adán y Eva y Porteños), decía: "Por fin
tengo en mis manos una pieza que me conmueve". Estoy cambiando
calidad por cantidad, porque cuando hacía una comedia por semana en
televisión no se podía lograr la perfección. Después me di cuenta de
que me había pasado treinta años de mi vida haciendo televisión: todo
el deleite era mi programa semanal, porque terminaba de grabar y antes de
salir del canal ya me daban el libro para la semana próxima. Así que, en
vez de ir a mi casa a comerme unos fideos y tomarme una botella de vino,
me ponía a marcar el libro de la semana siguiente. Así se me fueron
treinta años de mi vida como el agua entre los dedos. Hice cantidad,
porque con tanta velocidad no se puede conseguir calidad. La calidad
necesita tiempo, maduración.
--Durante veinticinco
años, ciclos suyos como "El teatro de Darío Vittori" fueron éxitos
rotundos, pero siempre recibieron críticas en lo que respecta a la
calidad. Y ahora usted dice que no se podía conseguir calidad haciendo
una comedia por semana. ¿Sus detractores de aquella época tenían razón?
--No, no tenían razón.
Me decían que estaba preparado para hacer cosas más importantes. Y aún
hoy sostengo que lo más difícil de hacer era la comedieta que yo hacía.
Además, era obligatorio que fuera un programa así, porque estaba ideado
para el domingo a la noche. Y ese horario, si tenemos en cuenta la
predisposición espiritual de la gente, no es para torturarse sino para
irse a la cama con una sonrisa, porque al día siguiente hay que ir a
laburar. Es un género que bauticé teatro digestivo.
--Sin embargo, no tenía
el tiempo necesario para trabajar cada comedia.
--No, ese ciclo lo
hice con oficio. Si no tenías oficio, no podías hacer un ciclo así.
Pero ya venía de hacer una comedia por semana, porque en este país hice
teatro en italiano durante veintidós años, siempre a ese ritmo. Entonces
no me resultó tan duro cuando llegué a la televisión. De todos modos,
no era fácil, sobre todo si tenías la preocupación de que el personaje
no se pareciera al de la semana anterior.
--¿Le gustaría
volver a la televisión?
--No, esta televisión
no es para mí. Esta es la televisión de Tinelli, de Guinzburg, de Andrea
Frigerio... Ahora hay mucho gracioso de cumpleaños, no hay lugar para los
actores cómicos. Los actores cómicos son capaces de pedir un dineral
para hacer una comedia, entonces prefieren tomar a alguien gracioso a
quien le pagan bien y el resto son invitados. Esa no es televisión para mí.
Reconozco que soy un súbdito del libreto. Necesito un texto para hacer
una interpretación porque no soy un cómico, no sé improvisar. Soy un
actor, un intérprete de comedia. Además, el trabajo de televisión era
muy estresante. Y así me quedaron las arterias: más estroladas por la
televisión que por el cigarrillo y el colesterol.
--¿Mira televisión?
--Miro mucho deporte,
mucho desfile de modas --me gusta ver chicas jóvenes y medio
desvestidas--, alguna película de vez en cuando... Y a la noche, Venus
(risas).
--Uno de sus
personajes típicos en las comedias era el del pícaro. Pero, en la vida
real, usted está por cumplir cincuenta y cinco años de casado.
--(Se ríe) Son dos
cosas distintas.
--¿Su esposa Pierina
lo marcaba a presión en la época del éxito?
--No, nunca. La mujer
no necesita marcar a presión, tiene un sexto sentido que te da la canasta
igual, aunque no te siga. En cuanto ve que te bañás dos veces por día o
no te ponés la camiseta de lana, empieza a preguntarte qué pasa. Pero
mientras hice televisión no tenía tiempo para nada, porque había que
dedicarse al trabajo. Cuidaba mucho mi ciclo, especialmente los diálogos,
por eso me duró tanto.
--¿No pensó que podrían
llamarlo para hacer otro tipo de trabajos en tevé, como le pasó a Juan
Carlos Calabró?
--A mí no me
llamaron. Y si lo hicieran, tendría que pensar mucho esto de hacer un
libreto por día. Si no me llaman, no me voy a suicidar por eso. Tengo un
camión con el que salgo de gira por el país: ahí están las luces, los
decorados. Ensayo quince días y salgo. No me va tan bien como hace veinte
años porque al teatro no le va tan bien. Bah, ni al teatro ni a nadie.
Entonces, me conformo con lo que gano y despunto mi vicio. Porque lo mío
es una vocación.
--¿Y la fama no le
interesa?
--La fama es puro
cuento. Gracias a la fama es que puedo subirme a un camión y juntar gente
en cualquier punto del país. Esto lo he sembrado y todavía estoy cosechándolo.
Hay gente que de vez en cuando se acuerda de mí. No hay que visitarla muy
seguido, hay que darse una vuelta cada tres o cuatro años. Pero el país
es tan grande que no te alcanza para recorrerlo en cuatro años. A mí me
gusta hacer los pueblitos chicos, porque va a verme todo el mundo.
--O sea que no piensa
parar.
--Mi deseo es no
parar. Quisiera que cuando me llegue la hora me saquen en una camilla del
escenario, que es lo más lindo que te puede pasar. Eso de tener que estar
en una cama o en un sillón esperando la hora es fulero. Ni siquiera
quiero pensar en la muerte, aunque voy asumiendo los años que van
pasando. Lo que tendría que hacer, por mis arterias, es caminar. Pero no
le doy tiempo a mi físico, no me cuido la salud: prefiero estar arriba de
un escenario o con una máquina de escribir.
--¿Qué lo motiva a
seguir?
--Es que no soy un
tipo de quedarme sin trabajar. Mi viejo pensaba que yo iba a ser un vago.
Mi suegro también (se ríe). Y, sin embargo, soy el tipo que más ha
laburado en toda la familia. No supe cuidar la plata, aunque he ganado
muchísimo dinero con esta profesión. Hubo momentos en los que hacía
cine, teatro y televisión al mismo tiempo. Pero creo que al dinero le di
el valor que se merece: usarlo, gastarlo. Y me jodió mucho la economía
de este país. En el año '73 había puesto toda mi guita en un campo, lo
vendí y cobré 150 millones de pesos al contado. A fin de año me tenían
que dar otros 350, pero en el medio me agarró el rodrigazo y cuando los
cobré me compré seis cartones de cigarrillos. Así que tuve que empezar
de nuevo. Pero Dios se acuerda de mí, porque cuando doy, siempre me la
devuelve enseguida. Me aparece algún negocio o alguna buena temporada, y
me recupero.
--¿Cómo le gustaría
ser recordado?
--Me gustaría que me
recuerden como lo hacen con (Luis) Sandrini, (Enrique) Muiño o (Elías)
Alippi: como un tipo que le ha dado alegría a la gente, que le ha
permitido el momento grato de disfrutar de una obra de teatro. O sea, como
a un actor. Porque, ¿qué puede dar un actor más que su trabajo?
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