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Por Martín Pérez Desde Punta del Este No debe ser fácil hacer un Festival de Cine en Punta del Este. Ni siquiera para un personaje como Carlos Morelli, incansable prodigador de elogios desde el púlpito del Cantegril a la hora de presentar invitados, y director de Programación devenido en anfitrión oficial de sonrisa permanente cada vez que una personalidad le pasa cerca. Su generosa labia, sin embargo, no puede ocultar el hecho de que, a la hora de hacer un resumen artístico de lo exhibido en "Europa, un cine de Punta 3" quede poco lugar para los elogios.
Como corresponde a un
Festival en medio de una temporada estival, el cine siempre parece ser lo
de menos en Punta. Lo que importan son los invitados y las cámaras, las
recepciones y los acuerdos a futuro, que este año dejaron a todos
contentos. En lo que se refiere al séptimo arte, mientras tanto, la única
razón por la que no se puede hablar de decepción es porque desde el
comienzo se preveía cómo iba a ser esta edición: con lo mejor de Cannes
a la espera del Festival de Buenos Aires y la mitad de la programación
entregada a un ente de promoción del cine europeo, a esta
Punta-del-Este-capital-del-cine-europeo llegaron sólo directores de
renombre pero ya sin cine, y películas sensibles lejos del cine de arte.
Si a eso se le suman los premios de un festival menor como San
Sebastián y el aporte de los decepcionantes films-excusa para justificar
la llegada de estrellas a homenajear, el balance final es de una
mediocridad apabullante. Salvo excepciones, es difícil encontrar entre lo
que se ha visto en Punta del Este --tanto los adelantos de los
distribuidores argentinos como los aportes promocionales europeos-- un
cine que tenga algún interés más allá del comercial (desde una
perspectiva europea, claro). La gran excepción, por ejemplo, es la proeza
del chileno Raúl Ruiz, ya exhibida en Mar del Plata: El tiempo recobrado.
Con la presencia de su imperturbable protagonista en Punta del este, el
italiano Marcelo Mazzarella (un Proust impecable en el film, barbudo y
desaliñado en su conferencia de prensa), las casi tres horas de adaptación
del último volumen de En busca del tiempo perdido apareció --aun en sus
excesos-- como una obra ambiciosa y de autor, un generoso oasis de cine en
un festival de bajo vuelo.
Un recorrido por las
obras de los directores que prestaron su apellido a esta edición del
evento sólo deja en el haber a La nodriza, el último trabajo del
italiano Marco Bellocchio. Su adaptación de un texto de Pirandello
inquieta y seduce, aun dentro de una puesta en escena demasiado
convencional. Ettore Scola y Carlos Saura, por su parte, encarnaron el
gran "debe" del festival: en el caso de Scola presentando un
film en el que se roba descaradamente a sí mismo (La cena), y Saura
recorriendo la vejez de Goya (Goya en Burdeos) filmado con una instalación
artística, monólogos didácticos y cuadros animados por la Fura del
Baus.
De los consagrados, a
medio camino entre el debe y el haber queda La chica en el puente, el último
film de Patrice Leconte, presente la semana pasada en Punta del Este, pero
desde ayer en Los Angeles, donde estuvo en la entrega de los premios Globo
de Oro, en los que su film compite como mejor película extranjera junto a
la gran favorita, Todo sobre mi madre. Con protagónico de Daniel Ateuil y
Vanessa Paradis, y filmado en blanco y negro, La chica... es una fábula
de amor loco con final feliz, que Leconte filma con desfachatez y
ubicuidad, pero sin querer inquietar demasiado a nadie.
La española Solas,
una de las exhibiciones más esperadas del festival ya que llegó a Punta
del Este precedida por una fama que la anunciaba como lo mejor del cine
español del año pasado después de Almodóvar, apareció como un
melodrama menor pero digno. Otra esperanza era La acción de Somberman, un
film holandés que fue la sorpresa de San Sebastián, que apenas si se
reveló como una miserable y simpática crónica urbana de un poeta que se
niega a serlo y lucha por soportar el día a día. Una de las rarezas del Festival de Punta que merece mencionarse fueron los trenes, que aparecieron en más de un film como paisaje e incluso como actores inertes del drama. Dos películas, incluso, llegaron a tener una escena casi calcada: un hombre espera en las vías a un tren que viene de frente, que a último momento cambia de vía y en vez de arrollarlo pasa milagrosamente a su lado (La acción de Somberman y La chica en el puente). Con los trenes, entonces, como metáfora recurrente de un festival que no pareció ir a ningún lado, la última función estuvo reservada anoche para un fallido drama femenino demasiado autoconmiserativo como Bajo la piel, film británico dirigido por Carine Adler y fechado en 1997. A pesar de sus tragedias recurrentes, su aliento íntimo entregó algo de esa personalidad que tanto le faltó a un festival con pompa y películas, pero casi sin cine.
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