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el Kiosco de Página/12

 

Encuentro
Por Antonio Dal Masetto

t.gif (862 bytes) Están por cumplirse cinco años de la muerte de Miguel Briante y de paso por Salto voy a sentarme a orillas del río, en una zona alta sobre la barranca, desde donde se domina el balneario. Hay mesas y bancos de piedra bajo los árboles y a pocos metros un puesto donde se puede comprar cerveza. Me acuerdo de todas las veces que a lo largo de los años Miguel me invitó a visitar su lugar, General Belgrano, su río, el Salado, los sitios que habían dado origen a los personajes y a las historias de su literatura. Entiendo bien esa necesidad de arrastrar alguna vez a los amigos a esas geografías de iniciación, desde donde uno huyó en los lejanos días de la juventud y a los que se vuelve y se vuelve para buscar un momentáneo remanso, para lamerse una herida nueva, para cargar oxígeno antes de partir e ir a darse de cabeza contra alguna otra pared. Siempre le fallé a Miguel. Solamente conocí General Belgrano después del accidente que lo mató. También Salto es para mí ese remanso al que se vuelve y al que me gustaría invitar de tanto en tanto a algún amigo. Y finalmente, en esta tarde, con los cuerpos dorados de los bañistas moviéndose indolentes en la violencia del sol, acá, en este rincón, a la sombra de los árboles, es Miguel quien viene a visitarme. ¿Y de qué íbamos a hablar? El agua corre lenta allá abajo y la memoria obstinada retoma la vieja ceremonia de los bares. Y por supuesto comentamos lo que fue escrito, cómo fue escrito, cómo debió haber sido escrito, lo que quedó por escribir. Y regresan frases que quedaron fijadas y vuelven a forzar la reflexión y, en mi caso, la insatisfacción. "Nunca pude escribir poesía más allá de la adolescencia", me lamento hoy como ya lo había hecho hace años en la mesa de un bar. "Finalmente la prosa no es más que nostalgia de poesía", me contesta Miguel, igual que en aquella otra oportunidad. Desde el agua suben llamados y risas y los parlantes colgados de las ramas llenan el aire de una música estridente. "¿Y la poesía, nostalgia de qué es?". Esto no se lo había preguntado antes. Retomamos diálogos inconclusos, antiguas historias arrojadas como dados en la claridad de los amaneceres de las ciudades, y que a veces se concretaban en algunas páginas o simplemente se dispersaban en el viento y quizá sigan dando vueltas todavía, buscando el milagro, la forma y la voz que las contengan y les sean propicias. Y entonces, de nuevo, también acá, en esta tarde de sol deslumbrante, todo puede ocurrir. ¿Qué es esa figura que se desplaza bajo la sombra de los árboles y se mueve entre los cuerpos dorados de la gente y nadie parece advertirlo salvo nosotros dos? ¿Es el auténtico, el legendario Kincón de la novela de Miguel que ha venido a visitarnos para asegurarnos su permanencia, emblema de nuestros tiempos, un símbolo burlón, astuto y violento, un dios bárbaro bailoteando sobre el horizonte de estas llanuras? Ahí anda, a los saltos, se pierde al fondo, en la arboleda de plátanos, con los dos cipreses oscuros que se elevan por encima de los demás árboles y nos hacen pensar en Van Gogh, el gran maestro. ¿La poesía, nostalgia de qué? Me gusta volver a algunas páginas, personajes, párrafos de las historias de Miguel. Recuerdo el inquietante despertar al aire libre de un marinero, en uno de aquellos campos del sur de la provincia, un marinero que había aprendido que las señales de la tierra no difieren de las señales del mar, y a quien sobresalta el grito solitario de un chajá, un aviso turbador, un destello, el misterio de un momento único que fijaba todos los momentos en aquella llanura sin tiempo. En voz baja hablamos de eso. De fuegos nocturnos, de caballos, de atardeceres, de la palabra justa, de la simetría de la rama que se seca y de la rama que florece. Basta levantar un brazo para pedir otra cerveza. Las botellas son de litro. ¿Y la poesía, nostalgia de qué? Vuelvo a preguntarlo ahora, hoy, cuando la tarde alucinada arde bajo el sol y un breve golpe de brisa mueve las hojas de los árboles y les cambia el color y un río se desliza acá en Salto y las aguas de otro río se deslizan allá en General Belgrano y un nuevo siglo empieza a empujar su maquinaria y su carga de esperanzas y de horrores y de bellezas y de dolorosas ausencias.


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