Encuentro |
Están por cumplirse cinco años de la muerte
de Miguel Briante y de paso por Salto voy a sentarme a orillas del río,
en una zona alta sobre la barranca, desde donde se domina el balneario.
Hay mesas y bancos de piedra bajo los árboles y a pocos metros un puesto
donde se puede comprar cerveza. Me acuerdo de todas las veces que a lo
largo de los años Miguel me invitó a visitar su lugar, General Belgrano,
su río, el Salado, los sitios que habían dado origen a los personajes y
a las historias de su literatura. Entiendo bien esa necesidad de arrastrar
alguna vez a los amigos a esas geografías de iniciación, desde donde uno
huyó en los lejanos días de la juventud y a los que se vuelve y se
vuelve para buscar un momentáneo remanso, para lamerse una herida nueva,
para cargar oxígeno antes de partir e ir a darse de cabeza contra alguna
otra pared. Siempre le fallé a Miguel. Solamente conocí General Belgrano
después del accidente que lo mató. También Salto es para mí ese
remanso al que se vuelve y al
que me gustaría invitar de tanto en tanto a algún amigo. Y finalmente,
en esta tarde, con los cuerpos dorados de los bañistas moviéndose
indolentes en la violencia del sol, acá, en este rincón, a la sombra de
los árboles, es Miguel quien viene a visitarme. ¿Y de qué íbamos a
hablar? El agua corre lenta allá abajo y la memoria obstinada retoma la
vieja ceremonia de los bares. Y por supuesto comentamos lo que fue
escrito, cómo fue escrito, cómo debió haber sido escrito, lo que quedó
por escribir. Y regresan frases que quedaron fijadas y vuelven a forzar la
reflexión y, en mi caso, la insatisfacción. "Nunca pude escribir
poesía más allá de la adolescencia", me lamento hoy como ya lo había
hecho hace años en la mesa de un bar. "Finalmente la prosa no es más
que nostalgia de poesía", me contesta Miguel, igual que en aquella
otra oportunidad. Desde el agua suben llamados y risas y los parlantes
colgados de las ramas llenan el aire de una música estridente. "¿Y
la poesía, nostalgia de qué es?". Esto no se lo había preguntado
antes. Retomamos diálogos inconclusos, antiguas historias arrojadas como
dados en la claridad de los amaneceres de las ciudades, y que a veces se
concretaban en algunas páginas o simplemente se dispersaban en el viento
y quizá sigan dando vueltas todavía, buscando el milagro, la forma y la
voz que las contengan y les sean propicias. Y entonces, de nuevo, también
acá, en esta tarde de sol deslumbrante, todo puede ocurrir. ¿Qué es esa
figura que se desplaza bajo la sombra de los árboles y se mueve entre los
cuerpos dorados de la gente y nadie parece advertirlo salvo nosotros dos?
¿Es el auténtico, el legendario Kincón de la novela de Miguel que ha
venido a visitarnos para asegurarnos su permanencia, emblema de nuestros
tiempos, un símbolo burlón, astuto y violento, un dios bárbaro
bailoteando sobre el horizonte de estas llanuras? Ahí anda, a los saltos,
se pierde al fondo, en la arboleda de plátanos, con los dos cipreses
oscuros que se elevan por encima de los demás árboles y nos hacen pensar
en Van Gogh, el gran maestro. ¿La poesía, nostalgia de qué? Me gusta
volver a algunas páginas, personajes, párrafos de las historias de
Miguel. Recuerdo el inquietante despertar al aire libre de un marinero, en
uno de aquellos campos del sur de la provincia, un marinero que había
aprendido que las señales de la tierra no difieren de las señales del
mar, y a quien sobresalta el grito solitario de un chajá, un aviso
turbador, un destello, el misterio de un momento único que fijaba todos
los momentos en aquella llanura sin tiempo. En voz baja hablamos de eso.
De fuegos nocturnos, de caballos, de atardeceres, de la palabra justa, de
la simetría de la rama que se seca y de la rama que florece. Basta
levantar un brazo para pedir otra cerveza. Las botellas son de litro. ¿Y
la poesía, nostalgia de qué? Vuelvo a preguntarlo ahora, hoy, cuando la
tarde alucinada arde bajo el sol y un breve golpe de brisa mueve las hojas
de los árboles y les cambia el color y un río se desliza acá en Salto y
las aguas de otro río se deslizan allá en General Belgrano y un nuevo
siglo empieza a empujar su maquinaria y su carga de esperanzas y de
horrores y de bellezas y de dolorosas ausencias.
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