Por
Cecilia Hopkins
Llevar a
escena un clásico del Siglo de Oro español como La dama duende, de
Calderón de la Barca, entraña más de un desafío. Escrita en 1629, esta
pieza de capa y espada contiene enredos y equívocos que podrían resultar
por demás ingenuos para el espectador que no la mire desde una
perspectiva histórica (y en esto conviene considerar que su autor la
compuso principalmente a modo de crítica contra las supersticiones
usuales de la época). Los vericuetos de la trama se gestan a expensas de
una joven viuda que, desoyendo el mandato de sus hermanos, intenta ponerle
fin a su luto enamorando a un caballero desconocido. Pero aunque Doña
Angela se divierte a su antojo haciéndose pasar por un duende para terror
de la servidumbre y sorpresa de su enamorado, su juego no puede ser
considerado como una reivindicación del derecho a la libertad femenina.
Después de todo, la protagonista solamente podrá cambiar radicalmente de
vida siempre que salga de la casa de un modo honorable, es decir,
convenientemente casada.
Pero más allá de lo estrictamente argumental, el mayor de los
riesgos de La dama duende radica en que está escrita en verso y que
precisa, por lo tanto, de intérpretes que acrediten cierto entrenamiento
en la materia. La versión que el director y régie Daniel Suárez Marzal
acaba de estrenar en los jardines del Museo Fernández Blanco (un marco
ideal para este tipo de propuestas) cuenta con un elenco joven (de allí
el nombre del grupo, Los Sub 30) parejo en bríos, pero desparejo en el
manejo de los textos. Y no se trata de una cuestión de edad (lo prueban
las dificultades que demostraron en el mismo tema algunos de los actores
experimentados que participaron de La vida es sueño, del mismo Calderón,
conducida por el mismo director). Se puede destacar que del elenco fluyen
en sus personajes Florencia Saraví Medina, en el rol protagónico, María
Colloca, en el papel de su criada y de modo menos parejo, Claudio
Tolcachir y Pablo Finamore, que encarnan la contrapareja masculina
compuesta de amo y criado. De todos modos, la puesta acierta en la dirección
musical de Nicolás Bernazzani y en la ruptura parcial de la estética de
la época que Suárez Marzal se propone, y que consigue a través de los
objetos de acrílico diseñados por Horacio Pigozzi.
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