Es una tradición nacional. Los jefes de todo nuevo gobierno se divierten
tremendamente durante el primer año lamentando lo podridos que eran los
recién desplazados y hablando maravillas de su propia rectitud. Lo
hicieron, con elocuencia creciente, los militares del general Jorge Rafael
Videla, los radicales de Raúl Alfonsín y los neoperonistas de Carlos
Menem. Y por lo común la gente, con esta inocencia conmovedora que a
veces la caracteriza, los toma en serio hasta que un día se da cuenta de
que sus gobernantes, lejos de ser los puritanos intachables de discurso
oficial, se las han ingeniado para conformar "el gobierno más
corrupto de la historia".
¿Será éste el destino del presidente Fernando de la Rúa y sus a
láteres? A pesar de su fama de político prolijo y exigente, autor de
escritos moralizantes como el de los veinte mandamientos para el buen
funcionario aliancista que repartió la semana pasada, hasta ahora no
existe motivo alguno para creer que su gobierno resulte demasiado distinto
de sus antecesores. Al fin y al cabo, antes de caer en desgracia, Eduardo
Angeloz también fue considerado un estadista sin mácula. Por una cuestión
de estética, es poco probable que los delarruistas logren superar a los
menemistas en materia de enriquecimiento difícilmente explicable --si lo
hicieran, sería una proeza asombrosa--, pero sorprendería que
consiguieran llegar a 2003 o 2007 sin haber protagonizado su cuota de escándalos.
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