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OPINION

Preguntas, preguntas

Por J. M. Pasquini Durán

¿Por qué lo mataron con tanta alevosía y premeditación? ¿Para qué? ¿En nombre de quién? Ninguna de estas tres preguntas tendrá respuestas certeras y definitivas en el veredicto inminente que cerrará el juicio oral por el asesinato de José Luis Cabezas. Después de tres años, con un pelotón de cronistas escrutando cada día y cada detalle de las sucesivas fases del proceso, hay una versión de cómo pudo suceder y un puñado de condenas que serán adjudicadas en los próximos días. En la creencia popular queda, sin embargo, la sensación de que éste era el cabo suelto de un ovillo que ningún poder quiso desenredar hasta el final.

  Como la luz de un refucilo, el crimen dejó entrever el perfil de la relación entre política y delito. Ningún ensayo será más convincente que aquella reacción instintiva del entonces gobernador Eduardo Duhalde, todavía enredado en una cruda interna con el presidente Carlos Menem por la candidatura para la sucesión presidencial, sintetizada en la contundente frase que le atribuyeron: "Me tiraron un cadáver". Si él no la dijo, muchos a su alrededor la pensaron. Después, tanto Duhalde como prominentes figuras de la Casa Rosada metieron baza en las investigaciones de la policía y del tribunal de Dolores. El juicio llega a la actualidad lavado por completo de la contaminación política inicial.

  La visión relampagueante iluminó también a un señor que prefería las discretas penumbras de los que tienen tanto para callar. Aún hoy, muchos relacionan uno de los mayores logros profesionales de Cabezas con su trágico final: la foto de Alfredo Yabrán y su esposa en Pinamar, escenario del crimen brutal. Era dueño de una de las fortunas increíbles que comenzaron a acumularse a toda velocidad en los años de la dictadura. ¿Cuántas garantías y pruebas de confianza debió darles a los militares para que lo dejaran manejar por su cuenta, en esos años, un ejército privado, con armas y munición de guerra? De un modesto servicio interbancario pasó a controlar la entrada y salida en las aduanas nacionales, dueño y señor de múltiples vidas y haciendas.

  Yabrán era el personaje ideal para un reportero ávido de primicias y luego fue el blanco perfecto para Duhalde y Domingo Cavallo en sus carreras hacia la Casa Rosada, donde el cartero multimillonario tenía puertas abiertas. El ministro más afamado del primer período menemista, partero de la convertibilidad, lo marcó como capo mafia y en su exaltación llegó a afirmar: "El Presidente le tiene miedo". Cuando las pesquisas periodísticas identificaron entre sus subordinados a siniestros miembros del terrorismo de Estado y comenzaron a develar la telaraña de relaciones y negocios, un suicidio oportuno dispersó las evidencias en múltiples fragmentos. Estuvo en el juicio como una sombra ominosa, pero ninguno de sus acusadores presentó testimonio de cargo.

  Otra consecuencia, indeseada por los verdugos, fue dejar a la intemperie algunos de los abominables vicios de la Policía Bonaerense. Aunque ninguno fue inventado para la ocasión, quedó en claro que sobrevivían en su interior lo peor de la historia: policías y ladrones actuando en sociedad y con los métodos de la dictadura. Cabezas fue "chupado", torturado, fusilado a quemarropa de rodillas y con las manos esposadas a su espalda y luego incinerado dentro de su propio auto, todo bajo el amparo de "zona liberada", en un pacífico balneario del Atlántico, frecuentado por la clase media y alta, favorito de dos notorios Eduardos: Duhalde y Menem. Desde las impericias, deliberadas o no, del primer día en la escena del crimen hasta la acentuada amnesia del jefe investigador ante el tribunal, las chapucerías y manipulaciones hicieron lo posible para evitar que la madeja fuera desarmada. Igual que en el atentado contra la AMIA y en tantos otros casos individuales, la pista policial era disimulada con bruma artificial.

  Esta vez, casi no zafan. Duhalde creyó que su futuro político dependía de la resolución del caso y eso lo decidió a iniciar una reforma policial positiva, aunque cargada de vacilaciones que terminaron en retroceso. La masacre de Ramallo, en lugar de alentar la purga, la canceló y su sucesor, Carlos Ruckauf, volvió a fojas cero. Las últimas estadísticas demuestran que la criminalidad aumentó comparada con la de un año atrás. En el juicio que ahora espera dictamen, hubo uniformados en el banquillo, pero sin las cadenas de las complicidades corporativas. Las fuerzas de seguridad siguen envueltas por las sospechas y las desconfianzas públicas.

  Al igual que en Catamarca, con el caso de María Soledad Morales, habrá condenados y cayeron algunos privilegios aislados, pero todavía la ley no mide con la misma vara y el hilo aún se corta por lo más delgado. Es cierto: la impunidad ya no está asegurada de antemano, porque hay más voluntades comprometidas con la demanda de justicia y de verdad. Es una demanda que cruza la sociedad en varias direcciones y este juicio no es sino parte de una cuestión más vasta y profunda. En última instancia quedó en claro que la corrupción, las bandas armadas con y sin uniforme, las fortunas increíbles, las viejas prácticas políticas, los códigos y los recursos judiciales, la transparencia democrática y el sentido de igualdad ante la ley son partes constitutivas de un mismo dilema. O las mafias mandan, como ya sucede en varios países, o las políticas democráticas se calzan las agallas necesarias.

  La inseguridad es una materia difícil porque no se resuelve sólo con policías y tribunales, aunque son indispensables cuando los inspira el honor de sus obligaciones. Sucede que las mafias echan raíces en la pobreza porque se convierten en fuente de empleo y hasta en obra social de los más desesperados, pero también cubren otros sectores sociales a través de los jóvenes que pierden las ilusiones. Por eso, toda acción contra el desempleo, la miseria y la desesperanza es inseparable del concepto más profundo de la seguridad general. El respeto de la vida y los bienes ajenos empieza por el respeto de los propios.

  En esa mirada global, toda reforma laboral, en estas circunstancias, incidirá sobre los índices de confianza y seguridad colectivas. El Gobierno cuenta por ahora con la expectativa abierta. Hace una semana, la CGT acudió a golpear las puertas del episcopado, que los esperaban con el escueto comunicado posterior ya redactado. No sólo los obispos saben que al camionero Moyano le han prometido la secretaría general de la CGT a cambio de que se convierta, para De la Rúa, en el Ubaldini del primer gobierno democrático. Son pocos los que, en este momento, quieran repetir el viejo juego de los gerentes sindicales. Al mismo tiempo, para muchos es imposible permanecer indiferente, aunque sea para no llegar al duelo familiar, ante el tamaño de la injusticia que desparramó la última década del siglo pasado.

  El proyecto de reforma que auspicia el Gobierno no es suficiente para convertirse en un polo de atracción y de compromiso, porque aun sus promotores reconocen la insuficiencia de sus eventuales repercusiones. Ni la vocinglería interesada ni las reformas insuficientes son opciones válidas. El que promueva una alternativa válida se llevará las palmas. Tal vez no se trate de encontrar la fórmula de los alquimistas, sino de reunir en un manojo coherente las mejores ideas que hoy andan sueltas, libradas a su suerte, disparadas como fuegos artificiales que alumbran y entretienen, pero sólo por un rato. En algún momento, Raúl Alfonsín, polemizando con críticos de la izquierda, sostuvo que la democracia no es roja ni verde, ni siquiera rosada, es siempre gris y aburrida, por previsible y tranquila. Puede ser, pero si así fuera no alcanza para vivir la aventura de este tiempo de transiciones y mutaciones vertiginosas. Esa democracia es administrativa de lo que ya existe y lo que hoy parece necesario es cambiar lo que existe por algo mejor. No hay revoluciones prudentes, pero puede haber reformismos experimentales y transformadores. Ser reformista no es lo que mismo que ser resignado.

  La próxima semana se conocerán los fallos del tribunal que juzga el crimen de Cabezas. Habrá satisfacciones y desalientos, pero si alguien quiere saber cuánto vale la ilusión de una causa de justicia, que el jueves acuda a la ronda de las Madres de la Plaza. Allí encontrará a dos mil delegados de todo el país que se reúnen todos los años en distintos puntos del país, esta vez en la Capital, para celebrar durante una semana seminarios de teología, que rendirán tributo a los mártires, acompañando a esas viejas infatigables y tozudas que les dieron nuevos sentidos a las antiguas nociones de justicia, de verdad, de igualdad ante la ley. No hace falta compartir todas sus ideas ni creencias; alcanza con marchar a su lado para recordar que la política no son los políticos, sino que es cada persona, su deber y su derecho, porque nace y muere en la condición humana. Lo demás, como la fama, es puro cuento.

 

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