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Una pequeña fábula moral, para darle sobrevida a un mundo opaco

"El honor de los Winslow" muestra las habituales obsesiones de David Mamet, un realizador y  guionista que se propone rescatar el valor de la ética.


Por Horacio Bernades
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Los designios de los distribuidores cinematográficos son, muchas veces, inescrutables. La misma compañía que acaba de estrenar un subproducto como De ladrón a policía (a la que, previsiblemente, le fue tan mal de crítica como de público) decidió no estrenar la última película de David Mamet, que en su triple carácter de dramaturgo, realizador y guionista es uno de los nombres más respetados de todo Hollywood. Además de haber ganado, a lo largo de su carrera, una buena cantidad de Oscars, Tonys, Emmys y Pulitzers. Ni estos antecedentes, ni la presentación de la película en Cannes, ni el público que llenó la sala Leopoldo Lugones en setiembre pasado (cuando la película se exhibió como parte del ciclo "El teatro en el cine") fueron suficientes para convencer a sus representantes locales de que El honor de los Winslow merecía estrenarse en cine. Así es como siguió su ruta y fue a parar al video.

  En días más, el sello LK-Tel hará llegar El honor de los Winslow a los videoclubes. Por primera vez en su carrera de realizador, Mamet (Chicago, 30-11-47; ésta es su sexta película) adapta la obra de un tercero. Escrita por el inglés Terence Rattigan (autor también de The Browning Version y de Mesas separadas) The Winslow Boy conocía ya una versión cinematográfica y varias televisivas. Basada en un hecho real, la anécdota parece la de una pequeña fábula moral. En la Inglaterra eduardiana y en medio de la calma previa al estallido de la Primera Guerra, un niño de 13 años, cadete de la Real Academia Naval, es acusado de robo y expulsado de la institución. El monto del presunto robo es risible: 5 chelines. Pero no se trata aquí de cifras, sino de honor y principios. Valores que todavía se predicaban, en ocasiones se defendían y a veces hasta se ponían en práctica.

  Ese es el caso de los Winslow, convencidos de la inocencia del pequeño Ronnie y decididos a apelar, caiga quien caiga y cueste lo que cueste. Es también el caso de la Corona y el Almirantazgo, obligados a aceptar lo inaceptable: la demanda de unos simples súbditos. Obviamente que la obra se presta a una típica pequeña épica sobre el valor de la ética, y Mamet no esquiva ese sentido. El realizador --que confiesa que The Winslow Boy es una de sus piezas favoritas-- presenta a los Winslow como "gente decente", sin vueltas. Cuando papá Arthur (Nigel Hawthorne, inmejorable) se entera del escándalo, le pide a su hijo una sola cosa: que le diga la verdad. Una vez convencido, no habrá quien pueda detenerlo en la voluntad de lavar el honor de su hijo. Los Winslow son lo que, en la Inglaterra de la época, podían considerarse una familia "progresista". Catherine, una de las hijas (Rebecca Pidgeon, esposa de Mamet y a quien puede verse también en la recién editada Prisionero del peligro; ver "Lanzamientos") es una convencida feminista y "sufragista". Papá Arthur preferiría verla casada, pero se comporta con ella como un buen padre liberal y democrático.

Sin embargo, Mamet se las arregla para introducir en este mundo demasiado terso una considerable cuota de ambigüedad, y es allí donde afloran ciertos temas que recorren su propia obra. Ni el resto de los personajes ni el espectador saben jamás si Ronnie cometió o no el robo del que se lo acusa. No es eso lo único que Mamet deja en la opacidad. De hecho, y con la posible excepción del pater familias, si algo caracteriza el mundo de El honor de los Winslow es la opacidad de las criaturas que lo habitan. "Nunca puede saberse lo que pensás en realidad", le reprocha papá Winslow a Catherine, cuyas decisiones, incluidas las de pareja, resultan imposibles de develar. Poco más se conoce sobre los deseos de su hermano Dickie. Pero hay sobre todo un personaje engañoso, y es el del abogado defensor, el encumbradísimo y petulante Sir Robert Morton. Actuado por un excelente Jeremy Northam, Sir Robert es visto primero a través de los ojos de Catherine, ante quien aparece como "un conservador que se opone sistemáticamente a todas las causas justas". Puesto a defender esta quimera, sin embargo, el abogado pondrá en duda ese punto de vista. La opacidad del mundo, su materia engañosa, es posiblemente "el tema" por excelencia que atraviesa la obra entera de David Mamet, como bien lo demuestra Prisionero del peligro. Con lo cual, y como una última paradoja, esta obra ajena termina siendo, quizás, su obra más personal hasta el momento.

 

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