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OPINION
Hegemonía o consenso

Por Enrique M. Martínez *

El texto de la proyectada reforma laboral y la forma en que el mismo se está discutiendo ilustran un dilema profundo de la política argentina. En efecto, la mayoría de los protagonistas de la política nacional no logra liberarse de una visión hegemonista de su tarea, donde el objetivo final es acumular suficiente poder como para decidir por sí y ante sí. Es casi una visión futbolera de la función política, donde sólo existe ganar o perder, ya que empatar no sirve. La opción de usar el poder formal para construir consensos es recorrida sin convicción y abandonada ante la primera posibilidad de entrar en pulseadas.
Esto no es nuevo. José Bordón, cuando llegó la crisis de su partido, sostuvo que tenía el 51 por ciento de las acciones y por lo tanto derecho a decidir solo. Carlos Ruckauf estrenó su cargo de gobernador diciéndoles a los legisladores de su partido que sólo se podía estar con él o contra él. De Carlos Menem, ni hablemos, porque se superaría todo espacio periodístico. Fernando de la Rúa, en cambio, estableció en su primera reunión con los legisladores de la Alianza que el consenso era su meta, que todo podía y debía ser analizado en profundidad de cara a la sociedad.
Con la legislación laboral todavía tenemos tiempo de cumplir esa premisa. Hay dos puntos centrales de controversia: el período de prueba y la descentralización de las negociaciones en los convenios colectivos. El tratamiento de este último tema es el que marca más nítidamente la vigente visión hegemonista de la política. La cúpula sindical considera que admitir la discusión a nivel de empresa, sin compromiso formal con el sindicato central, podría fragmentar la organización y en la práctica debilitaría las conducciones nacionales. Es cierto.
Las áreas del Poder Ejecutivo que han diseñado el proyecto sostienen a su vez que es inaceptable prolongar un estado de cosas donde un pequeño grupo decide por todos y en la práctica han inmovilizado las negociaciones. También es cierto. Pero todas las propuestas que se discuten pasan por trasladar todo el poder a una sola parte interviniente, sean los sindicatos nacionales o los delegados de empresa. Ninguna voz con fuerza suficiente sostiene la conveniencia de dar igual peso a los involucrados en cada fábrica o región y al sindicato nacional, reservando para el ministerio el papel de árbitro equilibrante. O sea: estructurar un mecanismo de consenso auténtico.
Paradójicamente, tanto la CGT como los ministerios que la enfrentan parecen compartir la misma visión de cómo hacer política: el más fuerte manda y el más débil es mandado. En su inercia cultural, la CGT no advierte la importancia estratégica de consolidar métodos participativos y democráticos, que además de recuperar el interés de los trabajadores por afiliarse a un sindicato, servirían como defensa estructural de los más débiles �sus representados�. Los funcionarios, a su vez, no parecen advertir el enorme valor político de aprobar una ley laboral por amplia mayoría, cosa que podría suceder de alcanzarse el consenso. El triunfo de una visión hegemonista �aunque sea oficialista� será doblemente peligroso, por dos fuertes razones:
a) El menemismo ha desintegrado el tejido social. Necesitamos recuperar la cohesión y sólo un respeto amplio entre sectores podrá lograr eso.
b) Si admitimos que el más fuerte manda, nos pasaremos dando explicaciones al FMI. La única manera de cambiar alguna vez las reglas hegemonistas a nivel internacional es empezar por no aplicarlas en casa.
* Diputado Nacional de la Alianza.

 

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