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Por Cristian Alarcón Desde Punta del Este No es que a todos esos hombres los espere un minotauro en su recorrido
por este laberinto que no es otra cosa que un quilombo. No es que vayan a
encontrarse con fabulosos premios, o que las chicas que se ofrecen en las
puertas de 24 habitaciones puedan transformarlos con su arte. No es que el
mundo se esté jugando entre estas paredes blancas, bajo la luz de los
faroles mezquinos, ni es que sea este quilombo uruguayo un sitio de
revelaciones globales. De ninguna manera. Pero esas mujeres hablando sobre
ellos, retratando sus costumbres, describiendo sus placeres, confesando
sus pedidos, deben ser escuchadas, resultan hasta para los especialistas
una fuente clave. Tras sus relatos prostibularios late el pulso de una
sexualidad imposible de sondear en la superficie urbana de Buenos Aires,
en las prácticas públicas de la clase media alta porteña, acostumbrada,
como a las vacaciones y la buena carne, a la doble moral de las burguesías.
A saber: debuts de adolescentes a la más vieja usansa, barras enteras de
amigos entregadas al placer gregario de las fiestas, y toda una variedad
de caricias y aparatos fálicos para erotizar zonas prohibidas, bajo el rótulo
comercial de servicios especiales. "Los argentinos van cambiando de
maravillas, son muy anales y de una liberalidad creciente", dice Naná,
la madama de las madamas, en bata y apoltronada en su cama llena de
almohadones y volados, segura por los resultados del negocio que florece
basado, entre otras preguntas, en la que hacen los clientes porteños a su
chicas: "¿Tenés algo diferente?".
Las mujeres se ofertan paradas en la puerta de cada pieza junto a
su nombre de fantasía escrito con letra infantil en carteles de
cartulina. Una lenta procesión de hombres recorre y discute con ellas, la
propia mercancía, el precio, las modalidades, el tiempo y la calidad del
servicio. Como si se tratara de uno de esos telos de ruta con bolas de
luces rojas sobre las columnas de un gran portón, "la casa de Naná"
--el antológico prostíbulo de Maldonado en el que varias generaciones de
argentinos han debutado y practicado una y otra vez el sexo pago-- se
levanta sobre una calle suburbana en el medio de un barrio en el que lo único
distinguible, además de la trastienda miserable de Punta del Este, son
los quilombos de siempre, en pie gracias a que en Uruguay el Estado
reglamenta la prostitución considerándola legal. A "lo de Naná"
lo secundan la clásica Hiroshima --donde la propia madama debutó como
prostituta cuando tenía 45 años--, lo de Margot, Ipanema, todos con
menos habitaciones y chicas y sin ese patricio halo de respeto que la
madama suscita entre los argentinos más ganadores. No le costará al
lector encontrar ejemplos y anécdotas vividas por algún conocido o por
él mismo, tras alguna de esas 24 puertas en la calle Soriano, donde unos
importados poco frecuentes en los barrios porteños son mayoría en la
gran playa de estacionamiento. En enero, de cada diez clientes, siete son
argentinos. Anales
y diferentes
Naná recibe envuelta en su bata de satén rosado y en un salón a
estrenar al que le faltarían unas mesas de poker para albergar unas
bacanales al gusto de una gran jugadora que no prueba cigarros y toma sólo
agua. "Pasen, chiquilines, pasen por donde quieran", dice
caminando entre penumbras por una gran sala pegada al prostíbulo como los
gimnasios suelen estarlo a los clubes de barrio. Con algún esfuerzo se
acomoda en uno de los sillones de los cuatro livings del ambiente.
"Chiquilines, una lámpara para que el periodista vea lo que
escribe", manda a dos empleados. La traen, la encienden sin que a
ella y a sus décadas las alcancen. La dama habla a media luz bajo
gigantografías de rascacielos neoyorquinos. "En 20 años uno se da
idea de cómo cambia el hombre. Hay cosas que quizás una mujer no quiera
hacer con su marido y que se pueden obtener o se descubren acá... El
hombre delicadamente pregunta: "¿Tenés algo diferente?".
Cruza el salón un sobrino adolescente y lo presenta con la
chochera de una tía soltera. Le da dinero para que el chico organice una
reunión de amigos con Coca Cola y pizzas en uno de estos livings donde
conviven las poltronas con una pared espejada. Excepto este sector casi no
estrenado, la casa tiene más años que los críos acomodándose en la
otra punta, casi todos nacidos después de aquel 1978 inaugural, cuando lo
de Naná era "limpio como siempre, pero con sólo seis piezas" y
en sus camas la complejidad del servicio llegaba únicamente al completo.
Naná va dejando un tono pedagógico e higiénico que emula al discurso
histórico sobre la prostitución y da paso a su convicción sobre
"lo bueno que es perder los tabúes y lograr el paroxismo con el
goce". Critica a "algunos porteños que siguen ofreciendo dinero
suplementario para que las chicas los dejen no usar preservativo, algo que
ni por todo el dinero del mundo sucede". Discurre sobre las ventajas
del "relajo muscular" que permite los descubrimientos. "Los
argentinos van cambiando, son muy anales y de una liberalidad creciente.
Cuando empecé teníamos un solo aparato que raramente se usaba para toda
la casa. Ahora cada una de las 24 chicas tiene tres y de distintos tamaños.
Es muy importante el stock de consoladores", dice como si hablase de
la doméstica necesidad de una licuadora.
La
fiesta del guachaje
Desde el fondo del patio llega la banda de sonido de la vida de una
chica que se llama Cecilia y en este minuto se cree Shakira: "No
encontreeeeeé-ojos así-como-los-que-tienes-tú!", canta sobre la música
a todo dar de un minicomponente lleno de luces como el que casi todas
tienen encendido en sus coquetos cuartos. De varios de ellos salen más
canciones del romancero latino de la MTV y unos boleros perdidos en las
profundidades del quilombo. De ligas, con breteles caídos adrede, Johana
espera en la puerta de su cuarto, excepcionalmente libre a las diez de la
noche. Es castaña, pequeña y está trepada a unos suecos. Tiene los ojos
azules y sonríe tensionando los labios carmesí con una timidez aniñada
que quizás sea el motivo de las colas de púberes vírgenes esperando su
turno con ella. "¿Les molesta que fume?". Fuma y cuenta parada
al borde de una cama redonda cómo fue que dejó la fábrica de medias
donde era obrera textil, la niñez con los abuelos que la criaron y la
composición de la demanda sexual de los argentinos que la requieren:
"Mucho debutante, mucho fiestero y muchos servicios especiales",
resume adjudicándole sociológicamente una costumbre a cada franja
etaria.
Dos años en la casa y Johana ya tiene un registro claro de su
cotidiano sexual con los argentinos a quienes divide en gurises, "el
guachaje" y los grandes. "Lo más difícil es el guachaje, que
tiene entre unos 20 y unos 30 años y siempre quiere fiesta. Claro que te
regatean y te tacañean todo lo que pueden". Los clientes creen que
la simultaneidad --todos con una-- y el ahorro de tiempo --seis en una
hora-- abarata el servicio. La fiesta, para la que en esta casa no hay números
imposibles de participantes, se ofrece a 800 pesos uruguayos y se cierra a
700, unos 65 dólares por cada fiestero. Caro si se tiene en cuenta que el
servicio mínimo es de 30 pesos y el completo está en los 50. Pero no tan
caro como los servicios especiales, consumidos por los
"grandes", o sea porteños que superan la treintena y sucumben
secretamente y en el extranjero a los placeres sodomitas. Lo sabe Kate
--esa chica de 20 a la que todos le preguntan si sus ojos verdes son auténticos--
que en un año de duro empleo ha hecho el dinero para pagar un apartamento
con sus servicios especiales. Kate describe a sus clientes argentinos como
"chicos lindos a los que les gusta lo raro" y expone como a
chiches, una serie de consoladores y un látigo. Con un solo movimiento
explica cómo chasquea las nalgas de los
porteños más audaces.
Breves
visitas a Sodoma
El ritmo de los lupanares de Maldonado va cambiando con las horas y
los días, pero en ningún otro prostíbulo se reúne semejante cantidad
de argentinos por noche. A la casa de Naná entran más hombres que a la
disco top de Punta del Este, aunque como el ingreso y la contemplación
son gratis, no todos consumen. Hasta mil autos por noche pasan por la
playa de estacionamiento, rotándose entre las 8 de la noche y el cierre,
a las 5 AM. A las cuatro de la mañana de un sábado, el ralo pasillo de
la tarde es una correntada de hombres calientes. Con unas fellinianas
dimensiones, Angela cautiva a los argentinos que en la intimidad de su
cama llena de peluches le dicen "la mulatona" y despotrican
"porque en Punta del Este no se coge". Hacia el fondo del
primero de los cuatro patios hay un recodo con piezas que confluyen en un
hall. El lugar es conocido porque se presta para organizar fiestas casi
instantáneamente con más de dos mujeres. Reina en su sector, la altísima
Fabiana dice que cómo no van ser tantos los clientes si "vienen de
pasarse la noche calentándose para nada hasta que vienen acá a
desatarse". El nivel de histeria de la ciudad fashion que carece de
hoteles alojamiento colabora con el éxito de los piringundines.
Es la medianoche y Celia Cruz ataca con "La vida es un
caranaval" desde el mundo privado de Cecilia, que coquetea con tres
clientes ante los que se baja el minishort para mostrarse en una tanga
simbólica. Un chico de remera blanca le alcanza el sexto té de la
jornada en un vaso de trago largo y su vecina, Fabiana, discute con el
grupo de cinco muchachos de Belgrano que le pelean el precio con piropos y
mimoseos. "Dale flaca, sos hermosa, vos también la vas a pasar bien,
haceme un simple a veinte", le pide un chico con cara de buen yerno y
vestido con ese inconfundible estilo rugbier. "Dale flaca, está con
vos, hacéle el favor", aporta uno. Las chicas coinciden en que el
argentino no procede como un cliente cualquiera porque galantea como si no
existiera una transacción en marcha. Pero las rebajas no corren con
Fabiana, que los echa. "¡Fuera! ¡Si no compran no tocan!", les
grita de buen humor y ellos continúan con el tour. "A éstos
--explica-- les decimos pollos al spiedo, calientes, secos y dando
vueltas". Fabiana reconoce a los argentinos sin que abran la boca,
por las señales del status, por los perfumes, en suma, "por lo
cancheros". --Ellos
vienen en banda. Les encanta manosearte, hacerse los novios un rato y
piden lo fuera de lo común. Los que tienen entre 25 y 30 son más anales,
o lo buscan sin decirlo o lo piden directamente. También se lo ofrecemos
nosotras porque es un servicio más caro que lo habitual.
--¿Cómo es que se llega a ese punto?
--En este oficio podés tener cuerpo, ser una diosa, pero si no tenés
nada en la cabeza estás muerta. Te van a pagar una vez y no van a volver
más. Una tiene que ir midiéndolos y ofreciéndoles --explica Fabiana
desde su metro 76, divertida con la labor docente.
Además agrega: "Vos primero empezás por abajo. El parado y
vos vas trabajando mientras le hacés unos mimitos entre las piernas,
hacia atrás. Pasás los dedos. Vas y venís, despacio, vas y venís y
cada vez vas más allá. Si ves que hace esto --muestra con sus larguísimas
piernas una inflexión, una leve apertura angular, como la de una
bailarina clásica--, entonces a esa altura ya vas a estar adentro y él
ni siquiera tuvo tiempo de arrepentirse".
Después dice Fabiana que corresponde la sugerencia concreta de los
"servicios especiales", dicha en medios tonos, con diminutivos,
susurrándole clásicamente las posibilidades sin mencionar jamás
palabras que puedan resultar violentas o amenazantes. Fabiana logra
quitarle cualquier carga negativa a una práctica que insinuada en frío
en algún rincón de Buenos Aires puede desequilibrar una romántica
noche. "Está claro que lo que hacen con nosotras allá no lo hacen.
A sus mujeres jamás les pedirían algo como esto. Ellos mismos cuando
terminan te dicen 'puta, encima tengo que pagarte'. Igual, después la
mayoría vuelve. Saben que somos profesionales y que acá se los
protege".
EL
DEBUT EN MANOS DE LOS MAYORES Por C.A.
No ha cambiado para los muchachitos de las familias que veranean con
religiosidad en Punta del Este ese conservador debut prostibulario
propuesto desde antaño por los mayores. La misma propuesta paterna que,
según contó Estela Canto, le produjo a Jorge Luis Borges esa impotencia
que padeció durante años. Así lo cuentan las prostitutas de los
lupanares y así es posible verlo cuando avanzan los hombres de panza
haciendo de guardaespaldas para los debutantes. Naná habla como una astróloga
de la iniciación de los querubines. "Puede ser perniciosa o traer
ventura", dice. Por eso reconoce que es ella misma quien suele
aconsejar a los padres. "Les digo que vayan tres pasos atrás para
sean los chiquilines los que elijan y no el que lo trae".
No es el caso de Lenny, un chico de 15 años apodado así porque
supo llevar una melena a lo Kravitz. En medio de una peregrinación junto
a su mejor amigo cuenta que su primera vez fue hace tres días en un
cuarto de Hiroshima. Ha vuelto, dispuesto a aprovechar esta licencia que
le permiten las vacaciones. "¿No sabés de un lugar así en Buenos
Aires?", requiere. Lenny está convencido de que no hay manera de
seguir adelante sin cercanos lupanares. "Vamos a un colegio donde está
toda la chetada de La Horqueta y ahí no la ponés ni en pedo. Si tenés
novia, no le podés ni tocar una teta, así que no veo que quede otra que
ésta", dice.
Lo de Lenny es lo más parecido a la larga tradición argentina de
debutar con meretrices. Su padre lo hizo a los quince. Su abuelo, que
ahora tiene 78, lo hizo a los once en un prostíbulo de Buenos Aires. Su tío
a los doce en uno de Carmelo. Ninguno de ellos sabe que anda por Maldonado
en estos menesteres, pero ninguno se extrañaría por eso. "Mi abuelo
es un ex corredor de autos que tuvo concesionarias y después vendió todo
y se hizo ganadero. Es el flaco más pajero que conozco. El tiene un campo
en Entre Ríos. En invierno, cuando cumplí 15, estaba allá de
vacaciones. Yo no lo pude creer cuando me despertó, me dijo feliz cumpleaños
y me preguntó:
--¿Querés ir al pueblo a mojar el bizcocho?
Yo le dije: ¡Con esas negras ni loco!".
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