La
aventura de la palabra |
Inicié yo mis
trabajos siendo modesto servidor de la palabra, con vocación de servirla
aún más, de no cesar nunca en su servicio, de utilizarla en mis
trabajos, en mis ocios, en mis defensas, en mis conquistas.
Entendía que no sólo la
palabra era mía, sino que, como en arriesgada relación amorosa, era yo
de ella, pertenencia de ella, porque sin poder ser yo expresado por las
palabras de otros, ¿habría constancia de mi existencia?
Con la generosidad de que habéis
dado muestra al aceptarme entre vosotros --y ¿cómo voy a recordaros, sin
sentir rubor, que el germen de la palabra generosidad está en gen y que,
a sabiendas, me habéis aceptado como persona de vuestra alcurnia?--, con
la generosidad, digo, de que habéis dado muestra al admitirme entre
vosotros, oficiantes de este culto, me impulsáis a creer que mi viejísima,
por haberla sentido de muy joven, vocación no era del todo equivocada.
Bien sé que no vengo aquí
exclusivamente por mí mismo --y mucho menos por mis méritos--, sino
también en representación de dos mundos cuyos habitantes pueden
considerarse hasta cierto punto gemelos, aunque no tanto como
univitelinos: el del cine y el del teatro.
El teatro, en cuanto a
literatura, poesía dramática, ha tenido desde los primeros tiempos de
esta ilustre institución representantes muy meritorios en ella. No ha
ocurrido lo mismo en cuanto a los intérpretes de esa poesía, los
representantes, comédicos, actores, que con tantas palabras, farandules,
comediantes, histriones, se nos ha denominado, pasando por las de hipócritas
y farsantes, que, no teniendo en principio sentido peyorativo, lo tuvieron
después por aplicársenos a nosotros, a los cómicos. Esta es la primera
ocasión, si no me equivoco, en que, con paso dudoso, un sacerdote del
diablo pisa las mismas alfombras que vosotros. (...)
Me he sentado, como otros días
y otras noches, ante la computadora, pero antes de comenzar la labor me he
quedado en suspenso al caer en la cuenta de que no es tan fácil como yo
me imaginaba saber cuándo un invento es favorable para la palabra y cuándo
puede resultarle perjudicial. Emplearé
un procedimiento muy conocido por los profesionales del cine y también
por los espectadores: el flash-back.
Bien. Interior confortable de
clase media acomodada. A la caída de la tarde. En la sala de
estar-comedor, la familia. Una familia estándar: el padre, la madre, aún
jóvenes, una hija quinceañera, un hijo más pequeño y el abuelo,
funcionario jubilado. Todos están pendientes del televisor. El crío
pequeño da muestras de cabreo porque no se ha elegido el canal que él
prefería. Los demás, el padre, la madre, la chica, sí están
interesados en la serie "Un extranjero en la familia".
Y empieza el flash-back. (...)
La palabra en el espectáculo,
la palabra de la literatura teatral, la palabra escrita para ser hablada,
recibe al siglo XX en el momento de la lucha con su gran enemigo: el cine.
Algunos piensan, y entre ellos el llamado "gran público", que
la palabra ya no es necesaria para contar historias. Está derrotada.
(...)
Y, arrancando del cine sonoro y
de camino hacia la televisión, le llega a la palabra, en su aventura a lo
largo de este siglo, la monstruosidad del doblaje, del doblaje de las
voces de los actores en las películas. Y digo monstruosidad porque
realmente lo es: un ser humano con la voz de otro ser humano. Aunque, en
este caso, se trata de una monstruosidad útil. (...)
La palabra prosigue su aventura
a lo largo del siglo y llega --o le llega--
la televisión. No nos importa, en este somero recorrido, la fecha
en que se producen los inventos, sino el tiempo en que se divulgan, en que
llegan a ser objetos de uso. Puede decirse que la televisión se inventó
en 1928, pero en España no se divulga hasta el decenio de los 60.
¿Cuál es el episodio más
significativo de la aventura de la palabra en el siglo XX a partir de la
divulgación de los espectáculos televisivos? La introducción en los
hogares.
Ha entrado en casa, con la
imagen, la palabra ajena. Y también la palabra escrita. La palabra
escrita para ser escuchada después. Pero han entrado también, con una y
otra denominación, con uno u otro oficio, los actores, los histriones,
los "hijos de Satanás", que estamos en las casas, en los
hogares privados, familiares, incluso clandestinos, a cualquier hora, del
día y de la noche, en imagen y en sonido. Y los periodistas, los
locutores, los presentadores. Ha entrado la misa, la homilía y el
presidente del gobierno, y el subversivo con el rostro enmascarado,
incluso la gente inofensiva que va por la calle, al taller o al
supermercado. El espectáculo deja de ser acontecimiento, se convierte en
algo cotidiano y que tiene lugar en nuestro comedor, nuestra cocina,
nuestra sala, y en nuestra alcoba para ayudarnos a conciliar el sueño
como los cuentos de la madre, de la abuela en la infancia o a reavivar un
erotismo claudicante. (...)
Creo hallarme hoy --y es una de las satisfacciones mayores de mi vida y quizás
la culminación de mis trabajos-- entre
personas antes dispuestas a defender su libertad, o su parcela de libertad
o, más modestamente, sus libertades y, con modestia aún más acentuada,
algunas de sus libertades, no con la violencia y la sangre --suya y ajena--, sino con el pensamiento y la palabra. * Actor y director. El texto recoge los principales tramos de su reciente discurso de aceptación como miembro de la Real Academia de la Lengua.
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