Hay
algo podrido en Europa |
Vamos
por parte. Haider. Ya aparecen quienes dicen que no hay que tomárselo tan
a pecho, que es sólo un demagogo que dice pero que no hace lo que dice.
Pero no es eso. Un hombre no debe decir hoy, en Austria --cuna de Hitler y
de muchas de sus ideas-- que "los campos de concentración" eran
"campos para delincuentes", que "Hitler hizo una buena política
de empleo", que las "SS" estaban integradas por "gente
decente con carácter". Es un insulto al género humano. Ese señor
no puede ni debe gobernar a nadie. Merece ser enviado a un "campo
para delincuentes" o seamos más generosos: sí, permitirle que forme
parte de una secta y que todos los domingos vaya a ponerle flores a la
tumba de Rudolf Hess y a levantar el brazo cien veces por día como
gimnasia matinal. Pero no darle poder político. Más después de la
tragedia que hace medio siglo sufrió el mundo entero. Haider en el poder
significa no haber aprendido absolutamente nada. Todos tienen derecho sí,
a amar el terruño, a apreciar su arte, su gente, su idioma, su región.
Pero no es eso, Haider enseña el odio, considerar enemigo publico número
uno al "extranjero" (se entiende al extranjero que viene a
trabajar y a vivir y no al turista, a quien se le pone alfombra roja para
que deje dólares). (Elfriede Jellinek, la escritora austríaca le
pregunta a Haider quién va a lavar los platos si se van los trabajadores
extranjeros, "¿acaso los hoteleros de peso millonario"? La
clave está que ahora todos discutimos el caso Haider. Cuando habría que
preguntarse quién le paga la campaña al neonazi. En vez de discutirse el
sistema económico que obliga a los obreros extranjeros a dejar su tierra
para poder alimentar a sus familias se pone como chivo emisario al pobre
diablo que viene a golpear la puerta del Primer Mundo a ver si le dan el
mendrugo que necesita. El es quien recibe las bofetadas. Haider es un hipócrita
porque sabe muy bien que la economía austríaca se cae sin los obreros
extranjeros a los que se les paga una tercera parte de lo que ganarían
los austríacos de hacer esos trabajos. Es, pues, pura demagogia, hacer
enemigo al que no tiene la culpa. El ladrón va gritando "al ladrón,
al ladrón".
Haider
está orgulloso de que la mayor parte de sus votantes sean mujeres y
trabajadores, por supuesto, austríacos. Claro, a la mujer se la corre con
el tema de la seguridad, al obrero --ya perdida toda su educación político-proletaria
de los antiguos sindicatos-- se le hace ver que echándose a los
extranjeros su fuerza sería más cotizada y ganaría más aún. Pero todo
esto es ilusorio. Haider tendrá que agachar el lomo cuando esté en el
poder porque su país está dentro de Europa y dentro del sistema
globalizado del neoliberalismo. Pero más que todas estas razones cabría
preguntarse por qué el pueblo austríaco --la mayoría que no lo votó--
no salió a la calle y puso dos millones de personas frente a la casa de
gobierno. Fueron, sí, miles, pero se necesitaban diez veces más con el
repudio y el asco.
De
cualquier manera, con Haider, Austria perdió. A Europa no le conviene un
político así. Obtiene lo mismo con conservadores más cautos e
inteligentes, con liberales, o con los propios socialdemócratas, que sólo
tienen la fama pero que en el fondo son buenos alumnos. Y obedientes.
El
otro episodio que ha llenado de mal olor los salones y las calles del
centro europeo es el famoso affaire de los dineros negros del ex primer
ministro alemán Kohl. La pregunta fundamental es ¿cómo esta corrupción
nacida hace más de una década recién hoy queda a la vista?
Todos
se conforman con que el descubrimiento del negociado fue posible porque
Alemania tiene una democracia. Cuando la pregunta fundamental tendría que
ser: cómo, en una democracia, fue posible una transgresión así a las
leyes vigentes y a la misma Constitución. Es hasta patético presenciar día
tras día las discusiones en los medios. Pero es curioso --o no-- que se
hable de la culpabilidad de los políticos y no de la de los corruptores.
Es que entre esos corruptores sin ninguna duda están los consorcios más
poderosos de Europa. Todo este espectáculo hace parecer como si los políticos
fueron meros títeres o --dicho de otro modo más ortodoxo--,
representantes de las diversas fuentes del poder económico y no de la
población en general. Kohl se defiende sólo con el silencio, dice haber
dado su palabra de honor a los representantes empresarios de que jamás va
a delatar sus nombres. Una respuesta que parece de los tiempos en que los
hombres se batían a duelo por el honor pero que encubre la falacia que
con su palabra de honor se limpia los pies con las normas legales.
Es
interesante que se haya originado en estos días toda una tendencia en la
sociedad alemana de poner más límites al autoritarismo dentro de la
democracia. Ahora se miden los resultados catastróficos que es mantener
durante dieciséis años en el poder a un solo hombre. Poder significa
autoritarismo desde ya, y más cuando comienza a creerse insustituible.
Hay una fuerte tendencia para poner como límite máximo dos mandatos, es
decir ocho años. Y basta. Lo mismo que para todos los mandatos elegibles.
Ya es algo, pero no lo fundamental. Lo fundamental es hacer una rígida
política en cuanto a las subvenciones partidarias por parte de las
grandes empresas. En el Estado alemán de Hesse, las elecciones de
gobernador fueron ganadas por la democracia cristiana por la propaganda
agobiante, que contó con millones de marcos de financiación, mientras
que los pequeños partidos apenas si pudieron aparecer con pocos volantes.
¿Es esto democracia? No. Y caemos en aquello que pocos se atreven a
decir: democracia es cuando todos sus habitantes pueden vivir con dignidad
y cuando sus ciudadanos son iguales ante la ley y tienen igualdad de
posibilidades. No es democrático el gobierno que vende armas a dictaduras
del Tercer Mundo o les compra sus productos a precios depreciados. Si no
se cumplen estos requisitos no se es democrático. La diferencia no debe
estar solamente en que un presidente viaje en avión privado y el otro en
avión de línea --aunque ya es un principio-- sino cuando se defiende una
concepción de respeto igualitaria al ser humano y a la naturaleza.
Haider
es nada más que un episodio triste y ridículo --que hay que seguir
observándolo con atención-- y el de los dineros negros de Kohl una
prueba fundamental de que aquello que creemos democracia no es tal. Una
democracia que es manejada por el poder económico, no es tal, ni tampoco
es tal cuando no sólo la política sino también los medios son manejados
por transnacionales cada vez más poderosas.
Un
ejemplo: mientras todo el mundo se ocupaba del enano mental Haider, el
consorcio internacional Vodafone-Air Touch se deglutía al consorcio
Mannesmann. El presidente de la compradora anunciaba triunfante que se
acababa de originar así "el más poderoso y mejor consorcio de
multimedia del mundo". Todos los políticos presentes aplaudieron.
Una voz apenas señaló que esta unión podría lesionar la legislación
europea sobre monopolios. Esa es la realidad. Por la mugre del lenguaje de Haider nos preocupamos todos. Por los negocios de Kohl nos sorprendemos todos. Es decir, mientras nos conformamos con la feta de salame diaria, los dueños del mundo se quedan con el restaurante, la cadena de restaurantes, la ciudad, el Nahuel Huapi, la opinión de los concejales y la del presidente de la Nación. Eso sí, nos dejan votar cada dos años entre dos o tres candidatos. (Shakespeare: "Something is rotten in the State of Denmark" Hamlet, 1,4). No sólo en Dinamarca. En el aquí y ahora globalizados.
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