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Por la banquina caminan hacia
la playa chicos y chicas de remeras teñidas. Hay algunos almacenes, una
panadería, una heladería, una iglesia pintoresca, pintada de un
encendido color rosa viejo. Cada cuadra y media se levanta una
inmobiliaria. Febrero todavía no está ocupado y es posible conseguir una
casa para cuatro personas, con intimidad para dos parejas o un matrimonio
y dos hijos, a 50 dólares por día. Un grupo de artesanos tira el paño
en una vereda del Club Social de La Pedrera y dos bandos se ubican a ambos
lados de una mesa de ping pong festejando los tantos como si se tratara de
un Roland Garros. Un cartel escrito en tiza sobre un viejo pizarrón negro
anuncia en el club un torneo de truco para el próximo sábado.
El resto del año, Jorge Jurado
pasa los días en medio de un paisaje en el que el olor a óxido y
herrumbre vuelve más industrial aún a los movimientos de las grúas en
el puerto de Buenos Aires, donde es gerente de operaciones de una terminal
de contenedores. Pero promediando enero se complace con la siesta
contemplativa en este chalet playero en el que recala hace 13 años, el
tiempo que lleva lo suyo con Ana Rosa Corso, la madre de sus niñas de 8 y
10. Los padres de Ana Rosa fueron de los primeros en hacer una casa frente
al mar en la más mansa de las dos grandes playas de La Pedrera.
"Todavía somos felices con lo de todos los veranos", dice. Se
refiere por ejemplo a la ceremonia diaria de las 6.30, cuando baja a la
playa "con la taza de café con leche en la mano" y se sienta
como un mahatma sobre sus piernas para ver cómo amanece.
A las cuatro de la tarde, Ana
Rosa juega con las nenas entre esas rocas que emergen en la orilla como si
fueran estalagmitas. La Pedrera le debe su nombre a esas piedras. Una
punta de rocas entre las que se forman algunas piscinas naturales divide
las dos playas de La Pedrera. También las separa el perfil de la
concurrencia. En la de las piedras recortadas se juntan las familias:
mucha heladera, sanguchito y mate uruguayo. Del otro lado de la puntilla
se juntan los más jóvenes, sobre una larguísima extensión de arena en
la que sobresalen los oxidados restos de un pesquero coreano que en los
setenta naufragó en estas costas, famosas como zona de viejos naufragios.
En la entrada a la playa, donde
los surfistas pueden remontar unas olas implacables, hay una parrilla que
funciona día y noche. El lugar se llama Balcón al Mar y es una
construcción de madera con la forma de un rombo en la que un grupo de jóvenes
porteñas que parecen salidas de una función de domingo en la Lugones del
San Martín se dedica por completo a un asado. "Esto es La Pedrera,
comer a la hora en que da hambre, ir como se te antoje vestido a cualquier
lado, pasar la noche tomando cerveza en un barcito escuchando a una banda
y después, si querés, seguir con una fogata en la playa", dice
Mara, la más locuaz, acomodándose un rodete atravesado por un lápiz.
"Esto tiene un look Susú", describe, aludiendo a casi la única
famosa argentina que visita La Pedrera, la Pecoraro. También son de la
partida Norma Aleandro y Maitena, quien hasta el año pasado era una de
las dueñas del bar y restaurante Quitapenas. ¿Qué es un look Susú?
"No hay mujeres operadas ni chicos de catálogo, podés ver gente que
lee en la playa algo más que Caras y escuchar un poco de jazz a la
tarde", dice Lara, mientras llama a una moza de piercing en el
ombligo que no le dedica ni una mirada.
Pintado de un simpático verde
esta temporada, el Quitapenas ya no ofrece comidas; ha pasado a ser un pub
y le han cambiado el nombre: ahora se llama Bar-aca-tún. El lugar
concentra la mínima y bohemia vida nocturna que completa, como sucedía
antaño, el Club Social de La Pedrera. Fundado en los años '30, había
decaído en la última década, pero este verano una nueva comisión de
emprendedores lo resucitó y el lugar hormiguea a pleno. Mientras
dos chicos van por la revancha en el pool y otros dos dan remolinos con un
metegol, hay cola para el torneo de truco que se viene. "Hace una
semana estuvo de improviso cantando Washington "Canario" Luna
--una especie de mito viviente uruguayo-- y por las noches suelen tocar
bandas de rock de Montevideo", cuenta. Sobre las paredes hay exposiciones de nuevos pintores y convocatorias a cursos de yoga, malabarismo, karate y candombe. Para los carnavales ya comenzaron los aprontes. De una pared en el fondo cuelgan las máscaras que llevan entonces los cabezudos, todos los niños de La Pedrera disfrazados para ir sobre un gran carro alegórico. Ese carro no tiene tractores ni motores que lo empujen. Lo llevan los padres de los nenes a tracción a sangre, seguidos por el pueblo entero, unas mil personas, entre locales y turistas, que caminan bailando el candombe con las caras pintadas, festejando por la apacible calle de las lomas de burro, en el único gran barullo de la temporada, al fin de las vacaciones.
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