Hubo ocho condenados y parece
claro que lo fueron con buena razón y en justa proporción a su delito.
Los cuatro lúmpenes de Los Hornos, el policía con rostro y modos de psicópata
que comandó la fase final del asesinato, el simiesco custodio con aspecto
de débil mental que contribuyó a instigarlo y los dos oficiales
policiales que ayudaron a su compadre, el
psicópata, integraron sin duda la horda vandálica que planeó y
ejecutó el asesinato de José Luis Cabezas. También es patente que la nómina
de culpables no es completa. La supuesta solución --dispuesta por un
tribunal legalmente constituido, que dictó un fallo técnicamente
prolijo-- se detiene en los niveles medios de responsabilidad. Es endeble
su reconstrucción del móvil del crimen. Y hay una carencia absoluta de
explicación acerca de su característica esencial: la de estar concebido
como un mensaje mafioso o terrorista stricto sensu. Como una señal
dirigida más allá de la persona de la víctima, hacia otro destinatario.
Quedaron numerosos puntos oscuros y pendientes. Los más burdos son
los vinculados con la zona liberada y las responsabilidades de los
comisarios Alberto Pedro Gómez ("La liebre", para amigos e
iniciados), Carlos Miniscarco ("El vampiro") y Oscar Viglianco.
Esos temas se seguirán pesquisando. Pero queda vacante saber por qué
mataron a Cabezas, cuál era, en el caso concreto, la ligazón entre la
Bonaerense y la banda de Alfredo Yabrán y a quién se quiso amedrentar
quemando el cadáver y el auto de la víctima.
El saldo es, a todas luces,
contradictorio y ambiguo. Por un lado, no es poco --en un país con miles
de cadáveres insepultos y crímenes cuyo castigo está prohibido por ley
o decisiones presidenciales emanadas de gobiernos democráticos-- que la
sociedad haya clamado por un delito, haya presionado hasta la cima del
poder político, haya conseguido que se condenara a algunos culpables y
dejado bajo la lupa a patibularios sospechosos. Todos esos son avances
contra la impunidad, no menores en términos histórico comparativos.
A la vez, la solución ha
sido parcial. La investigación que la Bonaerense hizo sobre sí misma (!¡)
fue chapucera. La instrucción --a cargo de un juez de pueblo, carente de
la experiencia, el piné y los recursos materiales necesarios para llevar
las riendas de un caso que era cuestión de estado-- fue, para colmo, muy
tributaria de las presiones del entonces gobernador bonaerense Eduardo
Duhalde. Y en la etapa oral --por no mencionar sino las carencias más
chocantes-- se prescindió del testimonio de Duhalde y se toleró que el
comisario Víctor Fogelman respondiera sesenta veces "no
recuerdo" refiriéndose a la investigación más importante que llevó
a cabo en su vida, de la que hay prolífica memoria escrita, siendo que no
estaba en una fortuita charla de café sino cumpliendo una citación
cursada con suficiente anticipación como para que el hombre, por sentido
del deber y carga pública, refrescara su débil memoria. El falso
testimonio no sólo se comete cuando se miente, también cuando se ocultan
datos que el testigo conoce y asombra que Fogelman no haya sido denunciado
de oficio como sospechoso de cometer ese delito.
Los medios y los límites
La reacción social y periodística ante el martirio de Cabezas
evoca lo ya ocurrido con los asesinatos de María Soledad Morales y Omar
Carrasco. Todos
esos delitos desembocaron en investigaciones presionadas y controladas por
masivas movilizaciones sociales y en desmantelamiento de poderes
autoritarios y decadentes. Pero este caso aportó un par de datos
originales. El primero es que el crimen no fue consecuencia de un arrebato
de brutalidad o de torpeza sino un hecho premeditado, que
consiguientemente no se buscó ocultar sino exhibir privilegiando el
amedrentamiento a la ocultación. La sentencia del miércoles no da
siquiera una pista acerca de por qué se obró así.
La segunda diferencia es que
los periodistas y los propietarios de medios se sintieron interpelados
directamente por la amenaza que era parte constitutiva del asesinato y no
sólo informaron acerca de la movilización en pos de justicia, sino que
integraron su vanguardia.
Hubo decisión editorial de
las empresas de dar prioridad al tema y hubo decisión profesional, y a
menudo militante, de los periodistas de vivirlo como una causa propia. Lo
que no indagó la Bonaerense, lo que no se preocupó en desentrañar la Cámara
(¿hay mensaje y dirigido a quién?) fue, racional o intuitivamente,
respondido en acto por empresas, fotógrafos y cronistas.
Toda esa voluntad no alcanzó
para mantener pareja la atención pública sobre el caso. Que fue
fenomenal e inédita en la primera etapa de la investigación signada por
la lucha entre los (entonces) dos pesos pesados del peronismo (entonces)
gobernante y por el enigma de Alfredo Yabrán.
Pero el fin de la batalla política y el suicidio del empresario
postal minaron el interés público, al menos en términos de excitación
mediática y de primeras planas. El juicio oral que permitía ver de cerca
a los acusados y el momento de la sentencia resucitaron la atención.
Bastaba recorrer los bares del centro porteño para ver que ese día,
durante horas (cierto es, con el intervalo del partido del Sub 23) los
"televisores públicos" estaban clavados en la interminable
lectura del veredicto.
La forma en que osciló la
atención colectiva con relación a un tema en que empresas y periodistas
jugaban muchas fichas merecerá estudios y análisis más rigurosos. Una
primera lectura de la secuencia de tres años revela que el interés sobre
las noticias en una sociedad democrática de masas es un mecanismo
intrincado en el que inciden varios factores, no manipulable a piacere
ni por el poder político ni
aún por los propios medios.
Tiempos y registros
El caso Cabezas fue también un buen ejemplo de la
tensión entre los tiempos y los alcances de las investigaciones
periodísticas y las policíaco judiciales, otro clásico de la era
actual.
Nadie niega que las presiden
lógicas distintas, que sus urgencias no son iguales y que la lógica
informativa no debe preceder a la de la justicia, cuyo pilar fundante es
la presunción de inocencia que rige aún para los crímenes más alevosos
y los sospechosos más desalmados. No se trata, entonces, de pedir a la
justicia tiempos acordes a la lógica de los noticieros ni de consentir
linchamientos mediáticos. Acá sucedió otra cosa: la instrucción se
dedicó a hacer tiempo y tirar la pelota afuera y
fue la presión periodística, encabalgada en el reclamo colectivo
de justicia, la que forzó que se llegara a dilucidar parte de la verdad.
Cualquier análisis contrafáctico lleva a concluir que de haber quedado
la Bonaerense (liderada por el hoy amnésico y antes catatónico Fogelman)
librada de control y presión nadie hubiera sido acusado o acaso lo
hubieran sido los Pepitos.
A una semana del crimen, el
periodista Raúl Kollmann publicó en Página/12 un consistente
relato de cómo se lo cometió. Relato que contenía todos los datos
mencionados en la sentencia de esta semana y añadía precisiones y hasta
varios nombres de involucrados que zafaron de acusación y condena.
Kollmann no tiene facultades extrasensoriales, es un periodista con dotes
de investigador y conoció lo que conoció porque supo cómo buscarlo.
Cierto es que conocer datos no es lo mismo que probarlos pero
la diferencia de velocidades y precisiones deriva mucho más de la
libido con que se encaró la búsqueda de la verdad que de la posición
desde la cual se hizo.
Los abogados y empleados de
la familia Yabrán se quejaron amarga y recurrentemente de una lógica
corporativa periodística que empañó el nombre de su patrón. Pero la
real obstrucción a la verdad tuvo otra cuna corporativa: el celo con que
la Bonaerense (no) investigó a algunos de sus hombres.
También quedan enormes
dudas sombreando a Duhalde cuya ausencia en el juicio es
un bochorno. Duhalde se apresuró a festejar el fallo que limita la
responsabilidad de "su" policía, como dijera en este mismo
diario Miguel Bonasso, "a la acción solitaria de tres oficialitos de
dos por cuatro". El delfín de Duhalde, Carlos Ruckauf, siempre
propenso a obtener el centro de la escena, se apresuró horas después de
la sentencia a hacer saber que haría un anuncio sobre una posible
conmutación de pena a los Horneros. Montado en la expectativa que él
mismo generó, con su mano sobre la mano de la madre del fotógrafo,
Ruckauf anunció que no perdonará a los asesinos y ganó un espacio en
los noticieros y los diarios que de otro modo no le hubieran dado cabida.
Aquí y ahora
La
frase "No se olviden de Cabezas" simbolizó y encabezó una de
las más potentes batallas contra la impunidad que se recuerden en la
Argentina. Logró catalizar una investigación que ya produjo ocho
condenas y seguirá abierta.
El saldo, ya se dijo, es
contradictorio. Por un lado, nada se hubiera sabido sin la constante y
formidable presión sobre los poderes públicos. Por otro se advierte que
aún con tamaño esfuerzo sólo se llegó a parte de la verdad,
seguramente al rango inferior de la cadena de mandos.
Los asesinos de Cabezas tuvieron un juicio legal, cuya credibilidad
fue mellada por una instrucción pobre sumada a una trama de silencios,
pruebas escamoteadas, "no me acuerdo" y testigos relevantes
desistidos vaya a saber por qué. Todo lo cual impidió investigar (ni qué
decir juzgar) a importantes sospechosos, en especial a la Bonaerense. Esa
policía que Duhalde calibró como la mejor del mundo. Esa que su delfín
Carlos Ruckauf colocó bajo el mando de Aldo Rico.
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