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OPINION
Por Mario Wainfeld

Los que no se olvidaron y los que no recordaron

El arduo balance de una sentencia que iluminó sólo una parte de la verdad. Los puntos oscuros: complicidades en niveles superiores, el móvil y el mensaje del crimen. La relación entre los medios y la justicia.
Prellezo, el policía con rostro y modos de psicópata, y el custodio Gregorio Ríos, el día de la sentencia.

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Hubo ocho condenados y parece claro que lo fueron con buena razón y en justa proporción a su delito. Los cuatro lúmpenes de Los Hornos, el policía con rostro y modos de psicópata que comandó la fase final del asesinato, el simiesco custodio con aspecto de débil mental que contribuyó a instigarlo y los dos oficiales policiales que ayudaron a su compadre, el  psicópata, integraron sin duda la horda vandálica que planeó y ejecutó el asesinato de José Luis Cabezas. También es patente que la nómina de culpables no es completa. La supuesta solución --dispuesta por un tribunal legalmente constituido, que dictó un fallo técnicamente prolijo-- se detiene en los niveles medios de responsabilidad. Es endeble su reconstrucción del móvil del crimen. Y hay una carencia absoluta de explicación acerca de su característica esencial: la de estar concebido como un mensaje mafioso o terrorista stricto sensu. Como una señal dirigida más allá de la persona de la víctima, hacia otro destinatario.
  Quedaron numerosos puntos oscuros y pendientes. Los más burdos son los vinculados con la zona liberada y las responsabilidades de los comisarios Alberto Pedro Gómez ("La liebre", para amigos e iniciados), Carlos Miniscarco ("El vampiro") y Oscar Viglianco. Esos temas se seguirán pesquisando. Pero queda vacante saber por qué mataron a Cabezas, cuál era, en el caso concreto, la ligazón entre la Bonaerense y la banda de Alfredo Yabrán y a quién se quiso amedrentar quemando el cadáver y el auto de la víctima.
  El saldo es, a todas luces, contradictorio y ambiguo. Por un lado, no es poco --en un país con miles de cadáveres insepultos y crímenes cuyo castigo está prohibido por ley o decisiones presidenciales emanadas de gobiernos democráticos-- que la sociedad haya clamado por un delito, haya presionado hasta la cima del poder político, haya conseguido que se condenara a algunos culpables y dejado bajo la lupa a patibularios sospechosos. Todos esos son avances contra la impunidad, no menores en términos histórico comparativos.
  A la vez, la solución ha sido parcial. La investigación que la Bonaerense hizo sobre sí misma (!¡) fue chapucera. La instrucción --a cargo de un juez de pueblo, carente de la experiencia, el piné y los recursos materiales necesarios para llevar las riendas de un caso que era cuestión de estado-- fue, para colmo, muy tributaria de las presiones del entonces gobernador bonaerense Eduardo Duhalde. Y en la etapa oral --por no mencionar sino las carencias más chocantes-- se prescindió del testimonio de Duhalde y se toleró que el comisario Víctor Fogelman respondiera sesenta veces "no recuerdo" refiriéndose a la investigación más importante que llevó a cabo en su vida, de la que hay prolífica memoria escrita, siendo que no estaba en una fortuita charla de café sino cumpliendo una citación cursada con suficiente anticipación como para que el hombre, por sentido del deber y carga pública, refrescara su débil memoria. El falso testimonio no sólo se comete cuando se miente, también cuando se ocultan datos que el testigo conoce y asombra que Fogelman no haya sido denunciado de oficio como sospechoso de cometer ese delito.  

Los medios y los límites

  La reacción social y periodística ante el martirio de Cabezas evoca lo ya ocurrido con los asesinatos de María Soledad Morales y Omar Carrasco.    Todos esos delitos desembocaron en investigaciones presionadas y controladas por masivas movilizaciones sociales y en desmantelamiento de poderes autoritarios y decadentes. Pero este caso aportó un par de datos originales. El primero es que el crimen no fue consecuencia de un arrebato de brutalidad o de torpeza sino un hecho premeditado, que consiguientemente no se buscó ocultar sino exhibir privilegiando el amedrentamiento a la ocultación. La sentencia del miércoles no da siquiera una pista acerca de por qué se obró así.
  La segunda diferencia es que los periodistas y los propietarios de medios se sintieron interpelados directamente por la amenaza que era parte constitutiva del asesinato y no sólo informaron acerca de la movilización en pos de justicia, sino que integraron su vanguardia.
  Hubo decisión editorial de las empresas de dar prioridad al tema y hubo decisión profesional, y a menudo militante, de los periodistas de vivirlo como una causa propia. Lo que no indagó la Bonaerense, lo que no se preocupó en desentrañar la Cámara (¿hay mensaje y dirigido a quién?) fue, racional o intuitivamente, respondido en acto por empresas, fotógrafos y cronistas.
  Toda esa voluntad no alcanzó para mantener pareja la atención pública sobre el caso. Que fue fenomenal e inédita en la primera etapa de la investigación signada por la lucha entre los (entonces) dos pesos pesados del peronismo (entonces) gobernante y por el enigma de Alfredo Yabrán.  Pero el fin de la batalla política y el suicidio del empresario postal minaron el interés público, al menos en términos de excitación mediática y de primeras planas. El juicio oral que permitía ver de cerca a los acusados y el momento de la sentencia resucitaron la atención. Bastaba recorrer los bares del centro porteño para ver que ese día, durante horas (cierto es, con el intervalo del partido del Sub 23) los "televisores públicos" estaban clavados en la interminable lectura del veredicto.
  La forma en que osciló la atención colectiva con relación a un tema en que empresas y periodistas jugaban muchas fichas merecerá estudios y análisis más rigurosos. Una primera lectura de la secuencia de tres años revela que el interés sobre las noticias en una sociedad democrática de masas es un mecanismo intrincado en el que inciden varios factores, no manipulable a piacere ni  por el poder político ni aún por los propios medios.

 

Tiempos y registros

  El caso Cabezas fue también un buen ejemplo de la  tensión entre los tiempos y los alcances de las investigaciones periodísticas y las policíaco judiciales, otro clásico de la era actual.
  Nadie niega que las presiden lógicas distintas, que sus urgencias no son iguales y que la lógica informativa no debe preceder a la de la justicia, cuyo pilar fundante es la presunción de inocencia que rige aún para los crímenes más alevosos y los sospechosos más desalmados. No se trata, entonces, de pedir a la justicia tiempos acordes a la lógica de los noticieros ni de consentir linchamientos mediáticos. Acá sucedió otra cosa: la instrucción se dedicó a hacer tiempo y tirar la pelota afuera y  fue la presión periodística, encabalgada en el reclamo colectivo de justicia, la que forzó que se llegara a dilucidar parte de la verdad. Cualquier análisis contrafáctico lleva a concluir que de haber quedado la Bonaerense (liderada por el hoy amnésico y antes catatónico Fogelman) librada de control y presión nadie hubiera sido acusado o acaso lo hubieran sido los Pepitos.
  A una semana del crimen, el periodista Raúl Kollmann publicó en Página/12 un consistente relato de cómo se lo cometió. Relato que contenía todos los datos mencionados en la sentencia de esta semana y añadía precisiones y hasta varios nombres de involucrados que zafaron de acusación y condena. Kollmann no tiene facultades extrasensoriales, es un periodista con dotes de investigador y conoció lo que conoció porque supo cómo buscarlo. Cierto es que conocer datos no es lo mismo que probarlos pero  la diferencia de velocidades y precisiones deriva mucho más de la libido con que se encaró la búsqueda de la verdad que de la posición desde la cual se hizo.
  Los abogados y empleados de la familia Yabrán se quejaron amarga y recurrentemente de una lógica corporativa periodística que empañó el nombre de su patrón. Pero la real obstrucción a la verdad tuvo otra cuna corporativa: el celo con que la Bonaerense (no) investigó a algunos de sus hombres.
  También quedan enormes dudas sombreando a Duhalde cuya ausencia en el juicio es  un bochorno. Duhalde se apresuró a festejar el fallo que limita la responsabilidad de "su" policía, como dijera en este mismo diario Miguel Bonasso, "a la acción solitaria de tres oficialitos de dos por cuatro". El delfín de Duhalde, Carlos Ruckauf, siempre propenso a obtener el centro de la escena, se apresuró horas después de la sentencia a hacer saber que haría un anuncio sobre una posible conmutación de pena a los Horneros. Montado en la expectativa que él mismo generó, con su mano sobre la mano de la madre del fotógrafo, Ruckauf anunció que no perdonará a los asesinos y ganó un espacio en los noticieros y los diarios que de otro modo no le hubieran dado cabida.

 

Aquí y ahora

La frase "No se olviden de Cabezas" simbolizó y encabezó una de las más potentes batallas contra la impunidad que se recuerden en la Argentina. Logró catalizar una investigación que ya produjo ocho condenas y seguirá abierta.
  El saldo, ya se dijo, es contradictorio. Por un lado, nada se hubiera sabido sin la constante y formidable presión sobre los poderes públicos. Por otro se advierte que aún con tamaño esfuerzo sólo se llegó a parte de la verdad, seguramente al rango inferior de la cadena de mandos.
  Los asesinos de Cabezas tuvieron un juicio legal, cuya credibilidad fue mellada por una instrucción pobre sumada a una trama de silencios, pruebas escamoteadas, "no me acuerdo" y testigos relevantes desistidos vaya a saber por qué. Todo lo cual impidió investigar (ni qué decir juzgar) a importantes sospechosos, en especial a la Bonaerense. Esa policía que Duhalde calibró como la mejor del mundo. Esa que su delfín Carlos Ruckauf colocó bajo el mando de Aldo Rico.

 

 

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