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Por Miguel Bonasso El extenso fallo de la Cámara Federal de Dolores en el juicio oral por el asesinato de José Luis Cabezas (468 páginas) reproduce oscuridades e incongruencias ya presentes en la etapa de instrucción e incorpora algunas nuevas como una misteriosa arma homicida que no fue secuestrada, ni periciada porque simplemente no está. Este nuevo revólver calibre 32, �con cachas marrones y mirilla roja�, viene a sustituir al legendario Colt 3220 WCF (Winchester Fire) del �pepito� uruguayo Luis Martínez Maidana, que nunca se pudo explicar cómo llegó a manos de Gustavo Prellezo. Pero hay muchas otras. Con la absolución del informante policial Carlos Redruello se produjo una vacante en el Fiat Uno blanco que fue visto por la testigo Diana Solana en las inmediaciones de la casa del empresario postal Oscar Andreani en Pinamar. La testigo vio a cinco ocupantes. Si Redruello no estuvo, sería interesante saber quién es ese �quinto hombre�. Porque según �la convicción� de uno de los miembros del tribunal, el doctor Jorge Dupuy, basada en el testimonio de Solana y otros testigos, había �al menos cinco personas del sexo masculino en un Fiat Uno blanco de cuatro puertas y portón trasero con una abolladura en el guardabarros izquierdo� (página 60 del escrito de Veredicto y Sentencia). El ex gobernador Eduardo Duhalde y varios miembros de la clase política (tanto del nuevo oficialismo como de la oposición), así como la gran mayoría de los medios de comunicación, han celebrado la sentencia del miércoles pasado como un gran paso adelante contra la impunidad y a favor del estado de derecho, pero un análisis pormenorizado de sus fundamentos no autoriza tanto entusiasmo y renueva la sospecha de que justicia y verdad no siempre marchan de la mano. Especialmente en la Argentina. El voluminoso, hiperdocumentado y por momentos convincente fallo producido por los magistrados Raúl Pedro Begué (presidente), Jorge Dupuy y Susana Miriam Darling Yaltone, fue dictado en el marco doctrinario de la libertad probatoria establecido por el artículo 210 del Código de Procedimientos en Materia Penal (CPP) que permite a los jueces arribar a veredicto y sentencia por sus �libres convicciones motivadas, no rigiendo límite a la prueba presuncional�. Lo cual les permite un marco de interpretación muy amplio y la recurrencia (a veces peligrosa) a los indicios y las inferencias. Un buen ejemplo de lo cual es el uso que se puede dar al famoso sistema informático Excalibur, que registra las llamadas entre distintos teléfonos sin dar cuenta, claro está, de su contenido. No todos los tribunales del país hubieran podido emplear la espada cibernética para condenar como lo hicieron los magistrados dolorenses: en la Cámara Federal en lo Penal de la Capital, por ejemplo, no ya el Excalibur, ni siquiera las grabaciones de conversaciones telefónicas sirven para procesar a un presunto delincuente y mucho menos para condenarlo. Esta libertad puede explicar, en parte, las anomalías, oscuridades y hasta ingenuidades que pueblan el escrito de referencia. Para no hablar de lo que no está en el expediente, porque ya conocemos el adagio favorito del foro: �Lo que no está en el expediente no está en el mundo�. Y sin embargo, lo que no está en el expediente es lo que a veces constituye la verdad histórica. Como lo deben sospechar los propios magistrados de Dolores que (recién ahora), mandaron investigar a dos de los investigadores del Caso Cabezas que secundaron al comisario Víctor Fogelman: Carlos Miniscarco y Oscar Viglianco, sobre quienes pende una sospecha de encubrimiento que dispara una pregunta: ¿A quién encubrían? No parece que cubrieran al finado Alfredo Enrique Nallib Yabrán �el principal condenado en ausencia del veredicto� porque hacia él dirigieron sus sospechas en consonancia con el poder político provincial. Los jueces de Dolores siguen amparando buena parte de su convicción en los dichos de �los hornenses�, esos �muchachos de vida sencilla� como los llaman con inesperada ternura, y sostienen que sus confesiones están avaladas por numerosas pruebas y testimonios, por algunos de los cuales el escrito (extenso y circunstanciado en otros tramos) pasa a toda velocidad. Como ocurre con el mágico hallazgo de la cámara de José Luis Cabezas en el Canal 1 de General Conesa, al que se dedican escasas menciones en los votos de los magistrados. El doctor Begué (página 180) pretende desmentir que esa cámara fuera �plantada� para avalar las confesiones de Los Horneros porque �de ser así pudo ser hallada en cualquier otra situación o mediante otro procedimiento no tan cuestionado o con fundamentos más conocidos que el empleado�. El argumento no se sostiene: que la cámara fuera �hallada� con el aporte de un rabdomante es producto del ingenio literario de los investigadores y no de sus detractores. La fe del tribunal en la confesión de Los Horneros se basa también en una presunción que hace al sentido común: nadie se autoincrimina voluntariamente en un hecho que puede acarrearle consecuencias desastrosas. Un argumento sólido que sin embargo admite excepciones: nadie se incrimina voluntariamente a menos que pueda correr un riesgo aún mayor de no hacerlo y le prometan, además, que le pueden reducir la pena y darle una recompensa económica. Hay un indicio claro de que la confesión de Los Horneros no fue tan espontánea como se pretende: en febrero de 1997 el jefe de Asuntos Internos de la Bonaerense, Arturo del Guasta, que ya estaba sobre los pasos de Gustavo Prellezo, ordenó un procedimiento en Los Hornos, que �bajo el pretexto de una operación antidroga� tenía ya como finalidad �hacer inteligencia� sobre los barrabravas vinculados con la Liga Federal de Alberto Pierri, a través del actual subsecretario de Justicia de la provincia de Buenos Aires, el ex senador justicialista Carlos Martínez. También es de recordar la intensa actividad persuasiva que desplegó el comisario Miniscarco para convencer al más díscolo de los cuatro lúmpenes, Gustavo González. La pieza condenatoria también pasa raudamente sobre el incómodo Colt volador de Martínez Maidana y dedica mucho más espacio a la que, a partir de ahora, sería el arma homicida: el famoso revólver empavonado, de cachas marrones y mirilla roja, según la descripción de los muchachos �de vida sencilla�. Según el tribunal (páginas 312 y siguientes), el arma le fue secuestrada a Julio Mario Capristo la noche del 19 de enero de 1997 en el destacamento de Valeria del Mar que estaba a cargo de uno de los condenados, Sergio Rubén Camaratta. De acuerdo con el testimonio de los policías Carlos E. Negrete, Cristian S. Pastore y Claudio A. Páez, este último policía (cuyo sobrenombre es �Máquina�) labró las actuaciones y le entregó el revólver a su jefe, Camaratta. Este, por su parte, se la habría entregado a Prellezo y con ella le dispararon al infortunado Cabezas. Luego, el arma desapareció. Es sugestivo que sea el �Máquina� Páez el origen de esta versión. Según un comisario retirado de la Bonaerense, la noche del 25 de enero de 1997, el subcomisario Walter Wilde (a cargo de la custodia del entonces gobernador Duhalde en Pinamar) interceptó un vehículo sospechoso en el que viajaban policías: uno de ellos sería Páez. Cuando declaró ante la Justicia, el subcomisario omitió el incidente, pero hizo mención a una Trafic blanca que le pareció sospechosa. No era el único vehículo raro que rondó esa noche fatal en los alrededores de la casa de Andreani. Algunos contaron seis. En síntesis: hay un arma que fue periciada cinco veces y que incluso viajó a Inglaterra para ser examinada por Scotland Yard (la de Martínez Maidana) y otra que no pudo ser periciada nunca pero, por testimonios e inferencias sin ninguna verificación material, es ahora el arma homicida. Incluso algunos observadores que han expresado su beneplácito con la sentencia de Dolores admiten que éste es un agujero negro (sin atenuantes) en el juicio oral que concluyó el miércoles. Tampoco resulta verosímil el relato del secuestro que hacen los jueces. ¿Por qué Prellezo condujo o envió a Los Horneros con su propio auto, denunciado como robado, a exhibirse en torno de la casa de Andreani? ¿Por qué los asesinos eligieron precisamente la casa de un empresario postalvinculado con Yabrán? ¿Por qué decidieron actuar justo cuando había una fiesta a la que iban todos los medios y en un lugar donde son vecinos Duhalde, Pierri y otros poderosos con escoltas? Si, como dice el escrito, abandonaron su puesto de vigilancia a las 3.30 de la madrugada y se fueron a la calle Rivadavia a esperar al fotógrafo frente a su domicilio, es obvio que dejaron a uno o más secuaces para �marcarles� la salida de éste, que recién se produjo a las 5.10, lo que amplía el número de conspiradores y compromete la tesis del �apriete� que condujo al �dolo eventual� del homicidio. Tampoco se sostiene que secuestraran a José Luis y lo dejaran solo en el asiento de atrás de su propio auto. La lógica operativa más elemental sugiere colocarle dos hombres a los costados. Aunque hubiera perdido el conocimiento. Las dudas exceden el espacio y el tiempo que en el periodismo son más apremiantes que en la Justicia. Habrá que volver sobre otros interrogantes que la sentencia dejó flotando como producto de una investigación policial y judicial expresamente elogiada por el juez Begué, a despecho de la farsa de Los Pepitos y los insondables vericuetos del expediente.
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