OPINION
Lentejuelas
Por
Sandra Russo
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Qué
sería del verano sin el paisaje antojadizo de los cuerpos que año a
año se deben consumir como refrescos del propio, tan ajeno en casi
todos los casos, a ésos que la televisión y las revistas de
actualidad imponen como obligatorios. El hábito se hizo tic, y esos
cuerpos se esperan para ser consumidos visualmente cada día en la
pantalla, cada semana en los kioscos. El 2000 nos deparó cuerpos que
se vinieron gestando durante el '99, cuerpos reflotados de las chicas
Divito, de las películas de Olmedo y Porcel, o más recientemente de
las calles de Palermo, en las que se pasean las travestis. El cuerpo
de esta temporada estalla en tetas siliconadas y en traseros
abundantes que no sólo se muestran: se menean con dejo porno, se
insinúan en otras posibles inclinaciones, otras perspectivas, otros
puntos de vista.
Después de varios años de cuerpos enflaquecidos y feminidades
borrosas, después de las infaltables peroratas sobre el mandamiento
del no comerás para poder parecer una modelo, este año hasta las
modelos quieren ser vedettes, ponerse las plumas, bajar las escaleras
y contonear las caderas sacudiendo las lentejuelas que tienen
incrustadas en el cerebro. Porque son ésas, básicamente, las
lentejuelas que hay que sacudirse para acceder al cuerpo que se lleva
este verano.
La androginia ahora es lumpen o simplemente pobre. Tras la
belle epoque de carne que inauguraron hace un par de años Cris Miró
y Florencia de la Vega, constituyéndose en las vedettes más
requeridas, tras el estallido del deseo multiplicado anónima pero
indudablemente por esos cuerpos de travestis que recuperaban la
volubilidad y la lascivia que las mujeres desgastadas por la dieta de
la luna, la del sol y la del puerro ya no exhibían, este año vino el
contraataque del arquetipo de mujer que los medios arrastran no ya de
las pasarelas ni las agencias de Dotto y de Piñeiro, sino de las
bailantas. En ellas, en ambientes en los que al pan se lo llama pan y
al vino, vino, las mujeres siempre usaron minifaldas de vinilo, botas
altas de cuero, corpiños de encaje negro o colorado, y sobre todo
usaron rollos, caderas, cintura, panza, risa caliente, humor
ligeramente alcoholizado. Es decir, en las bailantas las mujeres
siempre usaron cuerpos de mujeres.
Dirigidos al mismo target que las bailantas, algunos programas
televisivos empezaron el año pasado a mostrar estos cuerpos, pero
enervados, exagerados, elevados a su máxima expresión. El movimiento
pendular de las tendencias sociales hizo lo propio: hubiesen aburrido
este verano los cuerpos flacos pero refinados que seguirán
acaparando, no obstante, el status de refinados. Pero ahora ser
refinado no es importante.
En teatros de revistas, en el carnaval de Gualeguaychú, en
clips grabados para programas fashion, las pulposas --muchas de ellas,
modelos antes desgarbadas y ahora redecoradas-- encienden su
vulgaridad triunfante. Mientras el canal Playboy se introduce en los
hogares congraciándose con las dueñas de casa, haciéndose más soft
y legitimando con su liviandad los ratones que nunca fueron de
exclusiva propiedad masculina, los cuerpos que nos depara este verano
no sólo hablan de la famosa complacencia varonil en materia de tener
de qué agarrarse, sino además de cierto recoveco del morbo femenino.
El sueño de ponerse las plumas durmió durante años el sueño del
desprestigio. Ahora vuelve, y es cierto que, después de todo,
cualquier mujer tiene derecho a ser por una noche o por las que ella
quiera ésa que reivindica su carne y menea sus lentejuelas. |
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