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el Kiosco de Página/12

Unos años antes
Por Rafael A. Bielsa

t.gif (862 bytes) Paul Steimberg, sobreviviente de Auschwitz, campo al que llegó a los diecisiete años, permaneció mudo cincuenta, y al cabo de ellos escribió Crónicas del mundo oscuro, donde relata sus experiencias en el universo concentracionario. Desde el comienzo de sus días de esclavitud, consintió que en adelante debería ser un combatiente solitario en lucha para sobrevivir.

  Los campos de exterminio invierten lo que los químicos llaman condiciones normales de presión y temperatura. Lo que en la vida civil es luz, allí es tiniebla, la dignidad un pasaporte a la muerte, la iniciativa una pirueta sin red. Steimberg diferencia el miedo del terror. El terror se distingue del miedo ordinario, dice, como el sufrimiento intenso de un dolor banal. Es un flash, una inmersión en un agujero de luz cegadora, una ausencia epiléptica, un orgasmo sin gozo. Al contrario que el miedo, el terror no deja ni rastro de vergüenza.

  En Auschwitz, el Hauptscharführer Rakasch era el terror absoluto. Vestía de negro desde la gorra hasta las botas. Llevaba las manos enguantadas tanto en invierno como en verano, y siempre aferraba una cachiporra de cuero negro. Tenía un rostro andrógino, de rasgos suaves, nariz fina, labios pálidos. Pero nada escapaba de su mirada periférica.

  Al contrario de sus colegas primitivos y brutales, Rakasch inspiraba un terror metafísico. Una vez mató a un viejo gitano, tras haberle pegado una paliza, hundiéndole la cabeza dentro de un charco de agua con la bota. Después de haberse cerciorado de que el viejo estaba muerto, miró a su alrededor con sus ojos azules acuosos y extraordinariamente activos, para comprobar el efecto de su acción sobre los espectadores.

  De acuerdo con las reglas del campo, Rakasch --medio siglo después-- está mucho más vivo en los recuerdos de Steimberg que su amigo Philippe, que el doctor Ohrenstein, a quien tanto le debió en su tiempo, que Feldbaum, quien le aplicó compresas y le dio calmantes después de un apaleo.

  Primo Levi, en Si esto es un hombre, describe a Steimberg, a quien llama Henri. "Es eminentemente social y culto, y su estilo de supervivencia en el Lager cuenta con una teoría completa y orgánica. Sólo tiene 22 años; es inteligentísimo, habla francés, alemán, inglés y ruso, tiene una óptima cultura científica y literaria." Se ha desvinculado de todo afecto, añade, se ha encerrado en sí mismo como en una coraza y lucha para vivir sin distraerse.

  La descripción tampoco escapa a las reglas del campo. En realidad Steimberg era apenas un adolescente, durante su época de estudiante había pasado más tiempo en las carreras de caballos que en las aulas, y su conocimiento científico se limitaba a un manual de química analítica comprado cuando lo arrestó la policía francesa, y que más tarde aprendió de memoria. Por lo demás, seguramente, Levi tuvo buen ojo, escribe Steimberg. Probablemente yo era un ser obnubilado, frío, calculador. Me hubiera gustado poder modificar su veredicto, pero ya es tarde.

  Después de una sesión de golpes que tuvo lugar un domingo por la mañana, nunca más le gustaron los domingos. Aprendió a soportar la humillación con el desprecio, y ese rasgo lo acompañó el resto de su vida. Tardó 50 años en contar su historia porque en el campo nadie lo hacía, para no enseñar sus puntos débiles. No recuperó el amor propio hasta bastante más tarde, hasta el pan, el refugio y la libertad. Todavía odia el mes de febrero, el frío, y no sale de su casa si no es estrictamente necesario. "Le froto la espalda al compañero que está adelante y, a veces, cuando no hay ninguna amenaza aparente, soplo con mi aliento cálido en su espalda, con los labios pegados a su abrigo, mientras el compañero de atrás me favorece con el mismo trato."

  Un día de verano, se abrió la puerta de la habitación en la que estaba Steimberg, y ante sus ojos apareció el Hauptscharführer Rakasch. El suboficial sádico. El que mataba extranjeros golpeándolos con la porra. El aficionado a los ahorcamientos públicos. Se le acercó y lo miró. Empezó a hacerle dar tumbos por la habitación a fuerza de cachetadas. Steimberg no chistaba, porque los gritos exasperan al verdugo y hacen que redoble su ardor, le temblaban las piernas. El mal absoluto, el terror. Cuando en 1976 volvió a estar cerca de la muerte a causa de una hepatitis, su compañero de delirio fue Rakasch. Ni Phillipe, ni el doctor Ohrenstein, ni  Feldbaum. Rakasch.

  Luego de la derrota de Alemania, Steimberg regresó a su casa y lo acusó como criminal de guerra. Nunca supo si lo fusilaron, o si murió después de una vida apacible en su Austria natal. 


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