Paul Steimberg,
sobreviviente de Auschwitz, campo al que llegó a los diecisiete años,
permaneció mudo cincuenta, y al cabo de ellos escribió Crónicas del
mundo oscuro, donde relata sus experiencias en el universo
concentracionario. Desde el comienzo de sus días de esclavitud, consintió
que en adelante debería ser un combatiente solitario en lucha para
sobrevivir.
Los campos de exterminio
invierten lo que los químicos llaman condiciones normales de
presión y temperatura. Lo que en la vida civil es luz, allí es tiniebla,
la dignidad un pasaporte a la muerte, la iniciativa una pirueta sin red.
Steimberg diferencia el miedo del terror. El terror se distingue del miedo
ordinario, dice, como el sufrimiento intenso de un dolor banal. Es un
flash, una inmersión en un agujero de luz cegadora, una ausencia epiléptica,
un orgasmo sin gozo. Al contrario que el miedo, el terror no deja ni
rastro de vergüenza.
En Auschwitz, el Hauptscharführer
Rakasch era el terror absoluto. Vestía de negro desde la gorra hasta las
botas. Llevaba las manos enguantadas tanto en invierno como en verano, y
siempre aferraba una cachiporra de cuero negro. Tenía un rostro andrógino,
de rasgos suaves, nariz fina, labios pálidos. Pero nada escapaba de su
mirada periférica.
Al contrario de sus colegas
primitivos y brutales, Rakasch inspiraba un terror metafísico. Una vez
mató a un viejo gitano, tras haberle pegado una paliza, hundiéndole la
cabeza dentro de un charco de agua con la bota. Después de haberse
cerciorado de que el viejo estaba muerto, miró a su alrededor con sus
ojos azules acuosos y extraordinariamente activos, para comprobar el
efecto de su acción sobre los espectadores.
De acuerdo con las reglas del
campo, Rakasch --medio siglo después-- está mucho más vivo en los
recuerdos de Steimberg que su amigo Philippe, que el doctor Ohrenstein, a
quien tanto le debió en su tiempo, que Feldbaum, quien le aplicó
compresas y le dio calmantes después de un apaleo.
Primo Levi, en Si esto es un
hombre, describe a Steimberg, a quien llama Henri. "Es eminentemente
social y culto, y su estilo de supervivencia en el Lager cuenta con una
teoría completa y orgánica. Sólo tiene 22 años; es inteligentísimo,
habla francés, alemán, inglés y ruso, tiene una óptima cultura científica
y literaria." Se ha desvinculado de todo afecto, añade, se ha
encerrado en sí mismo como en una coraza y lucha para vivir sin
distraerse.
La descripción tampoco escapa
a las reglas del campo. En realidad Steimberg era apenas un adolescente,
durante su época de estudiante había pasado más tiempo en las carreras
de caballos que en las aulas, y su conocimiento científico se limitaba a
un manual de química analítica comprado cuando lo arrestó la policía
francesa, y que más tarde aprendió de memoria. Por lo demás,
seguramente, Levi tuvo buen ojo, escribe Steimberg. Probablemente yo era
un ser obnubilado, frío, calculador. Me hubiera gustado poder modificar
su veredicto, pero ya es tarde.
Después de una sesión de
golpes que tuvo lugar un domingo por la mañana, nunca más le gustaron
los domingos. Aprendió a soportar la humillación con el desprecio, y ese
rasgo lo acompañó el resto de su vida. Tardó 50 años en contar su
historia porque en el campo nadie lo hacía, para no enseñar sus puntos débiles.
No recuperó el amor propio hasta bastante más tarde, hasta el pan, el
refugio y la libertad. Todavía odia el mes de febrero, el frío, y no
sale de su casa si no es estrictamente necesario. "Le froto la
espalda al compañero que está adelante y, a veces, cuando no hay ninguna
amenaza aparente, soplo con mi aliento cálido en su espalda, con los
labios pegados a su abrigo, mientras el compañero de atrás me favorece
con el mismo trato."
Un día de verano, se abrió la
puerta de la habitación en la que estaba Steimberg, y ante sus ojos
apareció el Hauptscharführer Rakasch. El suboficial sádico. El que
mataba extranjeros golpeándolos con la porra. El aficionado a los
ahorcamientos públicos. Se le acercó y lo miró. Empezó a hacerle dar
tumbos por la habitación a fuerza de cachetadas. Steimberg no chistaba,
porque los gritos exasperan al verdugo y hacen que redoble su ardor, le
temblaban las piernas. El mal absoluto, el terror. Cuando en 1976 volvió
a estar cerca de la muerte a causa de una hepatitis, su compañero de
delirio fue Rakasch. Ni Phillipe, ni el doctor Ohrenstein, ni
Feldbaum. Rakasch. Luego de la derrota de Alemania, Steimberg regresó a su casa y lo acusó como criminal de guerra. Nunca supo si lo fusilaron, o si murió después de una vida apacible en su Austria natal.
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