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�AMERICAN BEAUTY� Y �LA LEYENDA DEL JINETE SIN CABEZA� 
Algo está podrido en el imperio

El recambio de la cartelera propone el preestreno de �American Beauty�, ganadora de tres Globos de Oro y nueva plataforma de lucimiento para el gran Kevin Spacey, y el siempre esperado regreso del estadounidense Tim Burton, que ofrece otro capítulo de su particular visión del mundo.
Kevin Spacey vuelve a lucirse en una película que parece hecha a su medida.
El debut como realizador de Sam Mendes constituyó en Estados Unidos un éxito de público y crítica.
Por Rodrigo Fresán Desde Barcelona

t.gif (862 bytes) En su reciente paso por España, Sam Mendes explicó el porqué de un título para su primera película: �American Beauty hace referencia al nombre de una variedad muy popular de rosa que se cultiva en los Estados Unidos. Es una rosa que no tiene espinas ni perfume. Es una rosa cuya belleza carece de sentido y resulta inútil y vulgar y ordinaria�. Pero American Beauty, la película, pincha y apesta y tiene un sentido muy claro: recuperar cierto tipo de cine estadounidense, volver a los buenos tiempos �a los últimos �60 y primeros �70� cuando las películas de ese país funcionaban como un espejo negro e implacable del derrumbe y del terror de convertirse en algo inútil, vulgar y ordinario. De ahí que �más allá de sus considerables virtudes� American Beauty no resulte un producto original y novedoso.American Beauty, que hoy se preestrena en el cine Cosmos en el marco de la Semana de la Crítica organizada por FIPRESCI, es nada más y nada menos que el eco presente de un grito del pasado ya lanzado en el cine coral de Robert Altman (primero M.A.S.H. y Nashville, después A Wedding y, finalmente, Short Cuts) cuya única e importante función era la de retratar con inapelable claroscuro de radiografía el derrumbe del Sueño Americano, el instante preciso en que empieza a convertirse en una Pesadilla de la que resulta imposible despertar. Este tipo de cine (que más adelante se vio dulcificado por el optimismo yuppie de Lawrence Kasdan en películas como The Big Chill, Grand Canyon y Mumford) parece volver con fuerza y entusiasmo. Pensar en Happiness de Todd Solondz o en Your Friends and Neighbours de Neil La Bute o en The Ice Storm de Ang Lee o en Magnolia de Paul Thomas Anderson: sentidas postales desde el abismo, comedias para reír torcido y donde nada aparece redimido por la visión artística de freaks como David Lynch o John Waters. Películas que parecen decirnos �bienvenidos otra vez a la realidad de las cosas: el �Titanic� se está hundiendo�. Tal vez tenga que ver con el retorno de un presidente mentiroso e infiel, tal vez el fin de milenio haya vuelto todavía más evidentes las similitudes entre la decadencia de este imperio y las de civilizaciones desaparecidas, tal vez sólo quede tiempo para reírse en la cara de ese monstruo que se llama �mediana edad� y hacer películas sobre la última oportunidad para cambiar de rumbo antes de seguir manejando con los ojos cerrados. Así, la casi antropológica American Beauty �una especie de Fight Club sin golpes bajos y nada más que puros y contundentes ganchos a la mandíbula� es también tributaria de cierto tipo de literatura (el Bullet Park de John Cheever, el Revolutionary Road, el Herzog de Saul Bellow o el Stern de Bruce Jat Friedman, novelas con nombres de barrios suburbanos y cómodos y apellidos de seres fascinados por sus íntimos apocalipsis) donde aparece una y otra vez el retrato de un hombre en caída, las aventuras de un desesperado dispuesto a acabar con todo, no importa cómo o quién. En el transgresor, pero firmemente instalado en una tradición, debut cinematográfico de Mendes �treinta y cuatro años de edad, director venido del teatro inglés, famoso por su readaptación de Cabaret y por haber desnudado a Nicole Kidman en Broadway con The Blue Room� el lugar es una zona residencial en las afueras de Los Angeles y el héroe en picada es un tal Lester Burnham (Kevin Spacey), un publicista casado con la frustrada e histérica agente de bienes raíces Carolyn (Annette Benning) y padre de una hija (Thora Bich) que los desprecia con igual pasión. En la casa de al lado hay un chico raro que vende droga para poder financiar su adicción a grabarlo todo con su cámara portátil (sombras del James Spader de Sexo, mentiras y video) y por ahí anda una amiguita de su hija, barbie y rubia y en permanente estado de celo que despierta la pasión sexual y las fantasías floridas y la furia y las ganas de Neil de hacer volar todo por los aires. Y lo hace. Y vuela él también, claro. American Beauty no es la primera película que empieza narrada en off por un personaje que se sabe muerto (Sunset Boulevard) ni la última que terminará con una sentida epifanía donde la triste y opaca realidad es contemplada con y desde el renovado lirismo de quien se sabe ahora más allá de todas las cosas (Raising Arizona), pero tal vez sí sea la primera que se constituye en un éxito de taquilla tanto como de crítica. La película de Mendes ya se alzó con los más importantes Globos de Oro �mejor drama, mejor guión y mejor director, aunque se olvidó de premiar al tándem Spacey-Benning�, se perfila como una de las favoritas para la noche de los Oscar, es condenada por las Asociaciones Cristianas de costumbre y recauda con la potencia de un producto de Spielberg. Lo más interesante es que American Beauty sí es un producto de Spielberg. El director de la casi propagandística Salvando al soldado Ryan leyó el guión original firmado por uno de los escritores de la serie E. R., se entusiasmó con el asunto y convocó a Mendes y la produjo para su sello Dreamworks. �A Spielberg, quien vino al rodaje nada más que una vez, se le cayó la cara cuando vio la película terminada, pero no me pidió que quitara ni un fotograma�, sonríe hoy Mendes. Y es comprensible, porque American Beauty se ve como uno de esos bestiales cuadros de Pollock: un vómito negro dispuesto a saltar sobre el espectador y hacerlo cómplice, involucrarlo en �un sinfín de malas palabras, adolescentes insultando a sus padres, masturbación de un adulto (de espaldas), consumo desmedido de alcohol, infidelidad, fantasías libidinosas con menores de edad y continuas referencias a la anatomía sexual�. Buena parte del mérito �y de la supuesta indecencia� descansa sobre los hombros de Spacey, un actor que a esta altura parece incapaz de hacer algo más y quien, sin proclamarlo a los gritos, se fue convirtiendo en la gran esperanza blanca del cine de su país. Su Lester Burnham remite a aquellos hombres fisurados que alguna vez tuvieron el rostro de James Stewart, Jack Lemmon, Alan Arkin o Jack Nicholson, pero les añade una dimensión propia, un raro y personal humor y una mirada de aviador kamikaze feliz, solitario y final. Spacey, también, es un hombre misterioso del cual no se sabe mucho. Se sabe que fue enviado a una academia militar por prenderle fuego a la casa que su hermanita construyó en un árbol, que fue expulsado de la misma por arrojarle un neumático a un compañero durante una pelea de box y que se mantuvo un tiempo vendiendo suscripciones a la TV por cable. Algunos lo señalan como homosexual encubierto y otros aseguran que, de verdad, él es Keyser Soze, aquel personaje que le dio fama y Oscar por Los sospechosos de siempre. Nada le gusta más a Spacey que mantener y alentar el misterio: �En la medida en que más dudas tenga sobre mi personalidad, mejor dispuestos estarán a la hora de creer en alguno de mis papeles�, explica con mucha sabiduría y algo de malicia. Por lo pronto, poco y nada cuesta creer en Lester Burnham y pocas veces un perdedor alcanzó dimensiones tan heroicas. De haber algo de justicia en este mundo injusto, Spacey tendría que volver a estrangular un Oscar dentro de unas semanas y debería inventarse ya una nueva categoría de estatuilla: Oscar a la Mejor Actuación de Objeto Inanimado. En el centro de American Beauty se accede a uno de los momentos más emocionantes y perfectos que haya dado el cine desde que alguien quemó un trineo llamado Rosebud: ahí aparece, flotando en el viento, una bolsa de plástico, una metáfora sobre la posibilidad de que estemos rodeados de belleza y no sepamos verla, un pedazo de basura suspendido en el aire sin saber a dónde ir pero, aun así, inexplicablemente hermoso. Mientras tanto, por suerte, algo vuelve a oler a podrido en Estados Unidos.

 

 

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