La
declaración de la Cancillería informando que retira a su embajador
en Austria es la más contundente de la última semana sobre el
irresistible ascenso de Joerg Haider al poder. Resulta, también, la más
comprensible, lo cual no es poco mérito: la primera declaración
mezclaba ideas sin jerarquización de ningún tipo, y la construcción
intrincada obligaba a convocar un seminario de semiólogos y diplomáticos
para entender el sentido.
Del
texto de ayer, en cambio, se desprende que la Argentina no duda en su
rechazo al racismo y la xenofobia, que pone ese rechazo en un plano
universal, es decir por encima de los Estados, y que Juan Carlos
Kreckler no vivirá más en la embajada en Viena. Si el texto solo
hubiera dicho que Kreckler será llamado en consulta a Buenos Aires,
una fórmula habitual de protesta diplomática, podría interpretarse
que en algún momento volverá a Austria. Pero el comunicado cuestiona
de hecho la información que envió el embajador cuando menciona la
necesidad de recabar información adicional. Ese indicio, más el
impacto que causó la información de Página/12 en el país y
en el exterior, podrían estar señalando que, para Kreckler, Haider
fue un viaje de vuelta a la Argentina.
Si el embajador, al final,
se queda sin Viena, a Adalberto Rodríguez Giavarini le quedará
pendiente una tarea interna: demostrar que Kreckler no fue castigado
por razones ideológicas sino profesionales. En otras palabras, que no
hay problema cuando se es simpatizante de Menem o se tiene una visión
conservadora del mundo. El problema surge cuando una visión light de
las cosas produce un cable como el que reprodujo ayer este diario,
superficial, poco perceptivo y sin preocupación por describir una
realidad compleja. Tampoco el inconveniente consiste en ser diplomático
de carrera como Kreckler. En el servicio exterior hay de todo.
Conviven los funcionarios excelentes con los frívolos. Los
comprometidos con su trabajo o con la política
--y a veces, con ambas cosas a la vez--
y los que ven pasar el mundo mientras repiten un par de anécdotas
simpáticas de cóctel en cóctel. La heterogeneidad de "la
casa", como llaman los diplomáticos a la Cancillería, indica,
por cierto, que si obviamente no tiene nada de malo ser diplomático
de carrera, tampoco esa condición basta por sí sola para representar
con seriedad a la Argentina.
Desde 1983 buenos diplomáticos
y buenos políticos se hicieron su espacio propio para garantizar políticas
continuas. Defendieron el Mercosur, pelearon por el reconocimiento de
Brasil como socio principal, desarrollaron la presencia argentina en
los sistemas mundiales de derechos humanos y hasta buscaron matizar el
brutal esquematismo de las relaciones carnales. Desde la conducción
política de la Cancillería, una de las formas de rescatar esas
actitudes es marcar diferencias con otras.
Es interesante que el embajador vuelva a Buenos Aires. La
Argentina no tiene por qué comprometerse con Kreckler y, menos, con
Haider.
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