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LA HISTORIA DEL OBRERO MUERTO A BALAZOS EN UN MICRO TRUCHO
Cuando un ahorro cuesta la vida

José era de Pontevedra, emigrado de Galicia hacía más de treinta años, cuenta Rubén, su sobrino.

Trabajaba en una fábrica de pastas en Olivos. Y a veces, en una quinta del patrón en Pilar. Se subía al charter para ahorrar en el viaje. Tenía 52 años. Aquí, su historia y la crónica del barrio desde donde partía el charter.


Por Alejandra Dandan
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El barrio está asustado. Ni siquiera se musita bronca o ganas de andar paleándoles a esas balas enloquecidas que los han dejado como blanco. El Olimpo es parte del conurbano habitado por esos treinta obreros que el jueves terminaron como víctimas de una guerra librada por delirantes  bandas de difusos sectores de pertenencia. Se habló de organizaciones mafiosas ligadas al sector del transporte como ideólogos de la balacera disparada sobre la Panamericana a un charter sin habilitación. Se habló también de amenazas, aprietes repartidos por autoatribuidos capangas de las rutas. El botín son pasajeros, muchas veces obreros o empleados que, para sobrevivirle a la crisis, buscan modos de capitalizar una paga para la cual deben viajar, como los del barrio Olimpo, en Banfield, 60 kilómetros, por un trabajo que arroja entre 15 y 25 pesos al día. El traslado en colectivos legales los obliga a invertir tres horas en viaje y tres veces el dinero exigido por esos escolares truchos que aceleran marcha, librándolos a un batalla que se dirime lejos de su pelea cotidiana. Pelea en la que un muerto no es sinónimo de luto sino de conseguir una chata --como ha sucedido en el Olimpo-- para volver a salir al trabajo.

  Pero hay más: "El barrio es peligroso", cuenta a este diario la mujer de Mario, uno de los obreros que hasta el jueves subía, a la cinco, al colectivo de José Muñoz. "Los otros colectivos --sigue la mujer-- nos llevaban desde el Puente La Noria, pero para salir del barrio tenés diez cuadras con chorros a toda hora." El Olimpo es un barrio de trabajadores, con calles de tierra y la principal asfaltada. Luis tiene a dos cuadras de su casa una "línea trucha de colectivos que nos lleva hasta el puente", va explicando su mujer. Para tomar un colectivo de línea regular, Luis tiene que caminar diez cuadras. Antes de los colectivos truchos, o cuando faltan, la gente solía organizarse para evitar los robos. "Nos juntamos entre seis o siete para salir hasta la avenida", cuenta la vecina. 

  En ese sistema estructuralmente anómalo quedó insertado hace veinte días el Mercedes Benz modelo `83 que se le ocurrió conducir a José Muñoz. Un hombre del barrio, Luis, supo que José hacía tres meses estaba sin trabajo: "Dejámelo a mí, puede ser que armemos algo", prometió. Lo armado era un arreglo entre algunos de los obreros del Olimpo de Banfield que tenían que llegarse hasta Pilar para pasar todo el día entre el vigoroso complejo que allí levantaba el Sheraton. José ni siquiera tenía su propio coche. Fue socio y peón ocasional en traslados de media distancia de José Méndez, el dueño del Mercedes. El coche no tenía habilitación como trasporte de pasajeros pero sí, como le gusta mencionar al chofer: "Habíamos pagado hasta la cuota del impuesto docente".

  Aunque llevaba 40 años de conductor de micro, José no sabía que la rutas tenían capitanes dispuestos a matar. La lógica la marcan los números. Aquella mujer del barrio da cuenta de esa suma doméstica indispensable para pasar el día: "Si mi marido gana veinte pesos por día, y paga ocho de viaje, entre los cigarrillos y la comida, ¿cuánto le queda?". La respuesta es apelar a lo trucho como mecanismo no sólo necesario sino lógico. El Mercedes del Cacho Muñoz buscaba a cada uno por "su ranchito; si se quedaban dormidos, él los esperaba hasta despertarlos".

  El primer día, el colectivo de Muñoz zarpó del Olimpo con veinte obreros a bordo. Después fueron 25 y más tarde, dice él, salíamos del barrio con el micro completo. Eso son 40 personas, a cuatro pesos cada una.

  Ya se lo había anticipado el chofer al que él mismo sucedió en el recorrido. "El hombre también fue baleado, justo hace unos treinta días", cuenta y explica que aquel hombre dejó el servicio que más tarde tomaría él y donde uno de los trasladados terminó muerto. El mismo Muñoz, hace trece días, La Noria fue amenazado bajo el puente por "uno que me dijo que me saliera, que me iba a cagar a tiros". Cinco días después, un auto lo desvió hacia el guardarrail en la ruta y el jueves llegaron los disparos y José Manuel Sanmartín Baamonde, empleado gastronómico, terminó muriendo en una guerra que ni siquiera supo que existía.

  Apareció un día bajo la parada de Fanacoa, en Panamericana e Hipólito Yrigoyen, a doce cuadras de su casa. En la mano tenía un papel donde alguien había escrito el destino adonde se dirigía. "No sabía leer ni escribir, alguien le dijo que tome mi colectivo", dice el Cacho Muñoz. El jueves se metía por cuarta vez entre los pasajeros que viajaban hacia Pilar. Su destino no era la obra sino un jardín, la quinta de los dueños de la fábrica de pastas La Imperial, de Olivos. "El trabajaba todos los días ahí, y de vez en cuando el patrón lo mandaba a trabajar a la quinta", contó a Página/12 Rubén, su sobrino. José era de Pontevedra, emigrado de Galicia hacía más de treinta años. De 52 años, el hombre mantenía enfermedades, alimentos y gastos de la casa de Villa Adelina compartida con su madre, una hermana y cuñado. No era cliente de los líneas truchas salvo cuando sus servicios eran requeridos en la quinta. Su familia, una hermana y un sobrino, no conocieron de su opción por las líneas como las de Muñoz hasta el jueves. En su casa, ahora sólo mencionan esa especie de carisma que por una deficiencia psíquica solía acercarlo al pequinés y al cocker que custodiaba.

  José el jueves subió al Mercedes. Pagó boleto y quedó sentado en la tercera fila. Se apoyó y pegó al vidrio, diez minutos después una bala le destrozó la cara.

 

"Clara intención de matar"

  "Hubo una clara intención de matar", ésa fue la definición de una de las fuentes de la investigación, dichas a este diario. Esa psicótica idea de muerte fue dirigida a los pasajeros del micro clandestino baleado el jueves en la Panamericana. Ninguna de las balas cayó sobre las ruedas, ninguna tuvo intención intimidatoria. Los investigadores que ayer comenzaron la inspección de treinta videos tomados desde los peajes de la Autopista del Sol están en condiciones de adelantar un resultado, al menos, errático. Página/12 pudo saber que el Galaxy buscado, presunta mira de los disparos, no será fácilmente hallado en las grabaciones por el "escaso nivel de nitidez" que poseen. En ese contexto, las amenazas no concluyeron. Poco después de regresar a su casa, José Muñoz, el chofer del micro, recibió un llamado: "Me dijeron que me iban a matar", dijo el hombre a Página/12. Muñoz señaló entre los sospechosos a empresarios de una línea de transporte que coincidía, en parte del recorrido, con el suyo. La policía de Talar de Pacheco, entre las declaraciones tomadas, convocó al dueño de otro colectivo, supuesto autor de amenazas anteriores.

 

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