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Pero hay más: "El barrio
es peligroso", cuenta a este diario la mujer de Mario, uno de los
obreros que hasta el jueves subía, a la cinco, al colectivo de José Muñoz.
"Los otros colectivos --sigue la mujer-- nos llevaban desde el Puente
La Noria, pero para salir del barrio tenés diez cuadras con chorros a
toda hora." El Olimpo es un barrio de trabajadores, con calles de
tierra y la principal asfaltada. Luis tiene a dos cuadras de su casa una
"línea trucha de colectivos que nos lleva hasta el puente", va
explicando su mujer. Para tomar un colectivo de línea regular, Luis tiene
que caminar diez cuadras. Antes de los colectivos truchos, o cuando
faltan, la gente solía organizarse para evitar los robos. "Nos
juntamos entre seis o siete para salir hasta la avenida", cuenta la
vecina.
En ese sistema estructuralmente anómalo quedó insertado hace
veinte días el Mercedes Benz modelo `83 que se le ocurrió conducir a José
Muñoz. Un hombre del barrio, Luis, supo que José hacía tres meses
estaba sin trabajo: "Dejámelo a mí, puede ser que armemos
algo", prometió. Lo armado era un arreglo entre algunos de los
obreros del Olimpo de Banfield que tenían que llegarse hasta Pilar para
pasar todo el día entre el vigoroso complejo que allí levantaba el
Sheraton. José ni siquiera tenía su propio coche. Fue socio y peón
ocasional en traslados de media distancia de José Méndez, el dueño del
Mercedes. El coche no tenía habilitación como trasporte de pasajeros
pero sí, como le gusta mencionar al chofer: "Habíamos pagado hasta
la cuota del impuesto docente".
Aunque llevaba 40 años de
conductor de micro, José no sabía que la rutas tenían capitanes
dispuestos a matar. La lógica la marcan los números. Aquella mujer del
barrio da cuenta de esa suma doméstica indispensable para pasar el día:
"Si mi marido gana veinte pesos por día, y paga ocho de viaje, entre
los cigarrillos y la comida, ¿cuánto le queda?". La respuesta es
apelar a lo trucho como mecanismo no sólo necesario sino lógico. El
Mercedes del Cacho Muñoz buscaba a cada uno por "su ranchito; si se
quedaban dormidos, él los esperaba hasta despertarlos".
El primer día, el colectivo de
Muñoz zarpó del Olimpo con veinte obreros a bordo. Después fueron 25 y
más tarde, dice él, salíamos del barrio con el micro completo. Eso son
40 personas, a cuatro pesos cada una.
Ya se lo había anticipado el
chofer al que él mismo sucedió en el recorrido. "El hombre también
fue baleado, justo hace unos treinta días", cuenta y explica que
aquel hombre dejó el servicio que más tarde tomaría él y donde uno de
los trasladados terminó muerto. El mismo Muñoz, hace trece días, La
Noria fue amenazado bajo el puente por "uno que me dijo que me
saliera, que me iba a cagar a tiros". Cinco días después, un auto
lo desvió hacia el guardarrail en la ruta y el jueves llegaron los
disparos y José Manuel Sanmartín Baamonde, empleado gastronómico,
terminó muriendo en una guerra que ni siquiera supo que existía.
Apareció un día bajo la
parada de Fanacoa, en Panamericana e Hipólito Yrigoyen, a doce cuadras de
su casa. En la mano tenía un papel donde alguien había escrito el
destino adonde se dirigía. "No sabía leer ni escribir, alguien le
dijo que tome mi colectivo", dice el Cacho Muñoz. El jueves se metía
por cuarta vez entre los pasajeros que viajaban hacia Pilar. Su destino no
era la obra sino un jardín, la quinta de los dueños de la fábrica de
pastas La Imperial, de Olivos. "El trabajaba todos los días ahí, y
de vez en cuando el patrón lo mandaba a trabajar a la quinta", contó
a Página/12 Rubén, su sobrino. José era de Pontevedra, emigrado
de Galicia hacía más de treinta años. De 52 años, el hombre mantenía
enfermedades, alimentos y gastos de la casa de Villa Adelina compartida
con su madre, una hermana y cuñado. No era cliente de los líneas truchas
salvo cuando sus servicios eran requeridos en la quinta. Su familia, una
hermana y un sobrino, no conocieron de su opción por las líneas como las
de Muñoz hasta el jueves. En su casa, ahora sólo mencionan esa especie
de carisma que por una deficiencia psíquica solía acercarlo al pequinés
y al cocker que custodiaba.
José el jueves subió al
Mercedes. Pagó boleto y quedó sentado en la tercera fila. Se apoyó y
pegó al vidrio, diez minutos después una bala le destrozó la cara.
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