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Nuestra Comala patagónica

Por Mempo Giardinelli

t.gif (862 bytes) Uno llega a Sierra Grande como a una película en blanco y negro. Abstracción hecha del azul del cielo, que es perfecto, todo en el paisaje es entre gris y ocre: los pastos ralos, las piedras, el perfil de las sierras que se dibujan sobre el horizonte como el lomo de una iguana gigante.

  Se entra al pueblo por la misma ruta 3 que desde Bahía Blanca bordea el Atlántico, recta y larga como el latigazo de un dios desesperado. Y lo primero que sale a recibir al visitante es la tristeza, que envuelve todo como un manto viejo, semitransparente y raído. El viento sopla y hay una especie de arena suspendida en el aire. Un cartel deslucido anuncia unos "Viajes al centro de la tierra" que, sinceramente, no resultan apetecibles. Es que lo que fue el más importante centro minero de la Argentina ahora es menos que un pueblo en decadencia. Por lo visto algunos intentaron aprovechar los socavones y las instalaciones industriales para "reconvertir" el pueblo en un centro turístico. Misión imposible: la globalización y el ajuste no perdonan. A lo que fue un arco de triunfo que en un tiempo decía, con orgullo: "Sierra Grande, Capital del Hierro" le han quitado hasta la estructura metálica y ahora sólo quedan cuatro columnas de mampostería, todas rotas.

  El monolito de la llamada Plaza del Hierro --en realidad un bloque de metal negro-- está rodeado de pedregullo y pasto seco. Las otrora orgullosas palabras --"Capital del..."-- están ahora borradas, casi ilegibles. Camino, sobrecogido e impresionado, como quien camina por un cementerio. Siento dolor pero sobre todo rabia, una profunda rabia que hace mucho tiempo no sentía. En una esquina que ha sido reacondicionada como templo, se lee: "Iglesia Evangélica Unión de las Asambleas de Dios". Y debajo: "El Señor viene, ¡prepárate!"

  Sonrío, menos que irónico, y observo que enfrente hay una casa amarillenta y completamente descascarada, como casi todo en el pueblo: "Movimiento Peronista 11 de...", y ya no se lee el obvio "Marzo". En la vereda hay un viejito de rostro apergaminado, con media docena de arrugas gordas y profundas y un millón de arruguitas por cada milímetro de piel. Tiene un único diente arriba y a la derecha, y un único diente abajo y a la izquierda.

  --¿Y ése quien es? --le pregunto a una mujer que nos despacha, fantasmal, una gaseosa fría a través de una ventana.

  --Un viejo que todavía está esperando el regreso de Perón.

  Pregunto por la persona que busco y me indica cómo llegar. Camino por Sierra Grande como quien camina por un pueblo destruido: esquivando cascotes y con la rara curiosidad del que no puede creer lo que ve. Las pocas cuadras que tuvieron pavimento están como bombardeadas. Los pocos coches que hay son todos de los '70: Di Tella, Renault 12 y Dodge 1500, la mayoría en estado imposible. En cada cuadra se ven casas abandonadas y los que fueron negocios están cerrados, con los vidrios rotos, las ventanas abiertas y las puertas desvencijadas o con inútiles candados. En los barrios aledaños, los habitantes parecen todos norteños: son rostros de coyas, bolivianos, quizá jujeños. Hay uno que otro gringo rubio, entre ellos la persona que busco.

  --Creo que soy el único judío de este pueblo --me cuenta Abraham-- y todos los días me pregunto qué hago aquí, todavía. ¿Vio esa tienda? Era mía, pero cuando se cerró la mina todo se vino abajo. Entonces me iba a ir a Norteamérica, porque tengo un primo en Nueva York, pero en vez de irme compré un remise. Si seré gil. Y la cosa no anduvo, claro, porque acá nadie necesita remise y encima se me fundió el motor. Es la mala suerte, que me persigue: el día que llueva sopa, yo voy a estar esperando con un tenedor.

  Al atardecer, advierto que lo único nuevo que hay en el pueblo son cinco estaciones de servicio. De diferentes marcas, y, como es moda, con sus shoppings llenos de comida basura.

  Del otro lado de la ruta nos miran, viejos y despintados, carteles de propaganda política: en uno De la Rúa está muy serio y le han pintado unos rarísimos bigotes de manubrio, como de mosquetero. Al lado hay uno de Menem, más viejo aún, al que le taparon un ojo con un parche negro, de pirata. Todo mal, claro, porque hasta el dibujante y la carbonilla parecen haber sido de descarte.

  No hay caso, la furia que siento me hace mal. Pienso que éste parece un pueblo de una película de Wim Wenders. Pero enseguida me corrijo: es "El llano en llamas", de Juan Rulfo. Y por la noche, cuando el viento arrecia, lo confirmo: Sierra Grande es Comala. Nuestra Comala patagónica. Quién sabe si esa gente esté viva, realmente. Si no se oye ni el ladrido de los perros.  


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