Uno llega a
Sierra Grande como a una película en blanco y negro. Abstracción hecha
del azul del cielo, que es perfecto, todo en el paisaje es entre gris y
ocre: los pastos ralos, las piedras, el perfil de las sierras que se
dibujan sobre el horizonte como el lomo de una iguana gigante.
Se entra al pueblo por la misma
ruta 3 que desde Bahía Blanca bordea el Atlántico, recta y larga como el
latigazo de un dios desesperado. Y lo primero que sale a recibir al
visitante es la tristeza, que envuelve todo como un manto viejo,
semitransparente y raído. El viento sopla y hay una especie de arena
suspendida en el aire. Un cartel deslucido anuncia unos "Viajes al
centro de la tierra" que, sinceramente, no resultan apetecibles. Es
que lo que fue el más importante centro minero de la Argentina ahora es
menos que un pueblo en decadencia. Por lo visto algunos intentaron
aprovechar los socavones y las instalaciones industriales para
"reconvertir" el pueblo en un centro turístico. Misión
imposible: la globalización y el ajuste no perdonan. A lo que fue un arco
de triunfo que en un tiempo decía, con orgullo: "Sierra Grande,
Capital del Hierro" le han quitado hasta la estructura metálica y
ahora sólo quedan cuatro columnas de mampostería, todas rotas.
El monolito de la llamada Plaza
del Hierro --en realidad un bloque de metal negro-- está rodeado de
pedregullo y pasto seco. Las otrora orgullosas palabras --"Capital
del..."-- están ahora borradas, casi ilegibles. Camino, sobrecogido
e impresionado, como quien camina por un cementerio. Siento dolor pero
sobre todo rabia, una profunda rabia que hace mucho tiempo no sentía. En
una esquina que ha sido reacondicionada como templo, se lee: "Iglesia
Evangélica Unión de las Asambleas de Dios". Y debajo: "El Señor
viene, ¡prepárate!"
Sonrío, menos que irónico, y
observo que enfrente hay una casa amarillenta y completamente
descascarada, como casi todo en el pueblo: "Movimiento Peronista 11
de...", y ya no se lee el obvio "Marzo". En la vereda hay
un viejito de rostro apergaminado, con media docena de arrugas gordas y
profundas y un millón de arruguitas por cada milímetro de piel. Tiene un
único diente arriba y a la derecha, y un único diente abajo y a la
izquierda.
--¿Y ése quien es? --le
pregunto a una mujer que nos despacha, fantasmal, una gaseosa fría a través
de una ventana.
--Un viejo que todavía está
esperando el regreso de Perón.
Pregunto por la persona que
busco y me indica cómo llegar. Camino por Sierra Grande como quien camina
por un pueblo destruido: esquivando cascotes y con la rara curiosidad del
que no puede creer lo que ve. Las pocas cuadras que tuvieron pavimento están
como bombardeadas. Los pocos coches que hay son todos de los '70: Di
Tella, Renault 12 y Dodge 1500, la mayoría en estado imposible. En cada
cuadra se ven casas abandonadas y los que fueron negocios están cerrados,
con los vidrios rotos, las ventanas abiertas y las puertas desvencijadas o
con inútiles candados. En los barrios aledaños, los habitantes parecen
todos norteños: son rostros de coyas, bolivianos, quizá jujeños. Hay
uno que otro gringo rubio, entre ellos la persona que busco.
--Creo que soy el único judío
de este pueblo --me cuenta Abraham-- y todos los días me pregunto qué
hago aquí, todavía. ¿Vio esa tienda? Era mía, pero cuando se cerró la
mina todo se vino abajo. Entonces me iba a ir a Norteamérica, porque
tengo un primo en Nueva York, pero en vez de irme compré un remise. Si
seré gil. Y la cosa no anduvo, claro, porque acá nadie necesita remise y
encima se me fundió el motor. Es la mala suerte, que me persigue: el día
que llueva sopa, yo voy a estar esperando con un tenedor.
Al atardecer, advierto que lo
único nuevo que hay en el pueblo son cinco estaciones de servicio. De
diferentes marcas, y, como es moda, con sus shoppings llenos de comida
basura.
Del otro lado de la ruta nos
miran, viejos y despintados, carteles de propaganda política: en uno De
la Rúa está muy serio y le han pintado unos rarísimos bigotes de
manubrio, como de mosquetero. Al lado hay uno de Menem, más viejo aún,
al que le taparon un ojo con un parche negro, de pirata. Todo mal, claro,
porque hasta el dibujante y la carbonilla parecen haber sido de descarte.
No hay caso, la furia que
siento me hace mal. Pienso que éste parece un pueblo de una película de
Wim Wenders. Pero enseguida me corrijo: es "El llano en llamas",
de Juan Rulfo. Y por la noche, cuando el viento arrecia, lo confirmo:
Sierra Grande es Comala. Nuestra Comala patagónica. Quién sabe si esa
gente esté viva, realmente. Si no se oye ni el ladrido de los perros.
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