A
"Batman", a "The
Prince Valiant", a "Blondie", a "Dick Tracy"
e incluso al soberbio "Popeye" han continuado o terminado
dibujándolos cualquiera. Muertos los creadores originales, el
Syndicate yanqui respectivo, dueño del personaje y de la marca, nunca
ha vacilado en seguir con el espectáculo: la historieta debe
continuar. Pero cuando en 1942 se murió el viejo Herriman, como un
faraón egipcio lo enterraron con su felina, tiernísima criatura: el
mundo de "The Krazy Kat" era intraducible, imposible en
otras manos. Lo mismo va o debe pasar con los "Peanuts". No
admitirán padres o tíos, tutores o encargados. Son y serán para
siempre hijos del serenísimo Charles Schulz, un señor prolijo, de
leve sonrisa, del que sabíamos que era pastor o algo así, además de
dibujar con equívoca simpleza de medios uno niños cabezones y neuróticos
de manual, más un perro y un pajarito libres y maravillosos, con un
ventilador en la cabeza.
"Peanuts" siempre
fue una tira intencionadamente pobre de medios (dibujo mínimo, planos
monocordes) y sutil de intenciones: de qué carajo se reía uno cuando
se reía. Es la teoría del muerto y el degollado. Charlie Brown, el
protagonista, un perdedor; Lucy, un infierno de mandona; Linus,
siempre aferrado a su frazadita con el pulgar en la boca; Schroeder,
metido casi dentro del piano, ajeno a todo menos a su música. Una
galería de enfermoides. A diferencia de Mafalda --para buscar una
referencia-- en "Peanuts" no se ve gente grande (jamás, ni
los pies) ni se dialoga con ella fuera de cuadro --caso "Matías"--
ni se lidia con otro mundo que no sea el de las relaciones personales.
Además, y sobre todo, no existe nadie mafaldianamente saludable. El
único que sabe de qué se trata y se pianta a su propio mundo (el
escritor, el Barón Rojo, el buitre paciente) es Snoopy, maestro. Y el
único que puede transmitir lo que sienten hoy es Woodstock, el
pajarito cabezón de vuelo vacilante y enfática expresividad que
revoleando las alitas dijo: "¡¡¡¡¡!!!...". Claro que sí.
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