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Como suele suceder con los
viajeros, aquellos que se van comienzan a ser de ninguna parte. O ya son
parte de todos. Barboza está instalado en París desde hace ya mucho
tiempo y la prensa europea suele llamarlo el "rey del chamamé"
o "el Argentino de oro". Barboza es de todos lados. Pertenece a
su público y a sus amigos, más que a su propia obra. Y no es habitual
poder ver y escuchar a Raúl cuando se junta a charlar con sus amigos. El
músico había comenzado la amable reunión en el camarín horas antes del
show, y luego la "conversación" siguió arriba del escenario.
Pero arriba dejaron hablar a sus acordeones.
Las manos de Barboza son
grandes y acarician el instrumento con altruismo. Está vestido de blanco,
en el centro del escenario y cada tanto cuenta alguna buena historia de su
padre, o habla de Curuzú Cuatiá, el pueblo de su familia. Y sonríe con
humildad, cuando recibe el aplauso de su gente. Así, pasan por el
escenario las melodías de "Ava Jeroky", "Villanueva"
y "Tren Expreso", entre otros clásicos. Barboza viene de editar
una larga antología en CD y de lanzar en la Argentina su primer CD
grabado en Francia. Además, acaba de volver de Cosquín, donde deslumbró
con su sencillo y al mismo tiempo complejo instrumento, con su clásica
botonera intrépida que confunde al espectador desprevenido e hipnotiza a
aquellos que centran la atención en sus dedos.
Barboza hace cantar a su acordeón
como un pájaro, como el viento, como si fuera su propia voz. Pero cuando
se cansa de hablar solo, invita a Tarragó Ros, que se divierte y divierte
al público sobre el escenario. Y, como suele suceder cuando se conversa,
Tarragó casi se olvida de lo que iba a decir, "estuvimos tres horas
charlando y viendo que íbamos a tocar y ahora no sé lo que voy a tocar
yo", explicó ante las sonrisas del público.
Tanto Antonio como Raúl tienen
algo en común: sus padres fueron chamameceros. Don Adolfo Barboza era un
obrero de Curuzú Cuatiá que amaba el chamamé y le regaló a Raulcito su
primera verdulera (un acordeón con botones en lugar de teclas) a los
siete años. Tarragó Ros padre conoció a Adolfo allá en el litoral,
cuando sobraban los bailes y las fiestas y se hicieron amigos. Ellos han
crecido bajo el ala de sus padres, pero sin que la sombra los opaque.
Recuerda Tarragó: "Antes se tocaba en los bailes y con Barboza queríamos
transformarnos en músicos de concierto. Porque a los músicos de baile
los miran un ratito y después bailan, pero a los de concierto los miran
todo el tiempo. Cuando pasan los años uno se da cuenta de que el chamamé
está dentro del corazón. Es como una religión". El músico se
divirtió explicándole a la gente cómo se debe hacer para tomar y tocar
a la vez, tocó junto a Barboza "María va" y recordó los
sonidos que su padre inventó con un instrumento de "tan pocas
teclas".
Por último apareció el Chango
Spasiuk, quien le pidió a Barboza que se quedara sobre el escenario.
"No es muy común que uno toque y él lo mire", dice. El Chango
creció escuchando los discos del músico que hoy vive en París y se tuvo
que conformar con aprender sus arreglos sacándolos de los discos. Ahora
Barboza puede enseñarle, pero parece ser que el Chango ha aprendido
bastante. Y llegó el final con Barboza, Tarragó Ros y Spasiuk sobre el
escenario, con el acompañamiento del guitarrista Choli Soria. El Chango
confesó en el último bis: "Les estoy diciendo que toquemos lo que
dijimos que íbamos a tocar. Pues no tocamos nada de lo planeado" y
arrancaron con el clásico "Kilómetro 11", estirando los
fuelles, apretando las teclas..., dejando hablar, en definitiva, a los
sonidos del alma.
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