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Cuando toca Raúl Barboza el chamamé viste de gala

Con la presencia de invitados ilustres como el Chango Spasiuk y Antonio Tarragó Ros, el acordeonista radicado en París mostró en La Trastienda su virtuoso arsenal de música litoraleña.

Raúl Barboza le sacó todos los sonidos posibles a su acordeón


Por M.B.
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Raúl Barboza conversa con su acordeón largo y sentado. Durante un poco más de dos horas se inserta en una sutil charla con el instrumento que lo acompaña en su chamamé, que lo mira y parece decirle: "toque maestro". Pero en el show hubo otros invitados que llegaron para conversar con él trayendo sus propios acordeones: Antonio Tarragó Ros y el Chango Spasiuk, invitados de lujo al encuentro en La Trastienda.

  Como suele suceder con los viajeros, aquellos que se van comienzan a ser de ninguna parte. O ya son parte de todos. Barboza está instalado en París desde hace ya mucho tiempo y la prensa europea suele llamarlo el "rey del chamamé" o "el Argentino de oro". Barboza es de todos lados. Pertenece a su público y a sus amigos, más que a su propia obra. Y no es habitual poder ver y escuchar a Raúl cuando se junta a charlar con sus amigos. El músico había comenzado la amable reunión en el camarín horas antes del show, y luego la "conversación" siguió arriba del escenario. Pero arriba dejaron hablar a sus acordeones.

  Las manos de Barboza son grandes y acarician el instrumento con altruismo. Está vestido de blanco, en el centro del escenario y cada tanto cuenta alguna buena historia de su padre, o habla de Curuzú Cuatiá, el pueblo de su familia. Y sonríe con humildad, cuando recibe el aplauso de su gente. Así, pasan por el escenario las melodías de "Ava Jeroky", "Villanueva" y "Tren Expreso", entre otros clásicos. Barboza viene de editar una larga antología en CD y de lanzar en la Argentina su primer CD grabado en Francia. Además, acaba de volver de Cosquín, donde deslumbró con su sencillo y al mismo tiempo complejo instrumento, con su clásica botonera intrépida que confunde al espectador desprevenido e hipnotiza a aquellos que centran la atención en sus dedos.

  Barboza hace cantar a su acordeón como un pájaro, como el viento, como si fuera su propia voz. Pero cuando se cansa de hablar solo, invita a Tarragó Ros, que se divierte y divierte al público sobre el escenario. Y, como suele suceder cuando se conversa, Tarragó casi se olvida de lo que iba a decir, "estuvimos tres horas charlando y viendo que íbamos a tocar y ahora no sé lo que voy a tocar yo", explicó ante las sonrisas del público.

  Tanto Antonio como Raúl tienen algo en común: sus padres fueron chamameceros. Don Adolfo Barboza era un obrero de Curuzú Cuatiá que amaba el chamamé y le regaló a Raulcito su primera verdulera (un acordeón con botones en lugar de teclas) a los siete años. Tarragó Ros padre conoció a Adolfo allá en el litoral, cuando sobraban los bailes y las fiestas y se hicieron amigos. Ellos han crecido bajo el ala de sus padres, pero sin que la sombra los opaque. Recuerda Tarragó: "Antes se tocaba en los bailes y con Barboza queríamos transformarnos en músicos de concierto. Porque a los músicos de baile los miran un ratito y después bailan, pero a los de concierto los miran todo el tiempo. Cuando pasan los años uno se da cuenta de que el chamamé está dentro del corazón. Es como una religión". El músico se divirtió explicándole a la gente cómo se debe hacer para tomar y tocar a la vez, tocó junto a Barboza "María va" y recordó los sonidos que su padre inventó con un instrumento de "tan pocas teclas".

  Por último apareció el Chango Spasiuk, quien le pidió a Barboza que se quedara sobre el escenario. "No es muy común que uno toque y él lo mire", dice. El Chango creció escuchando los discos del músico que hoy vive en París y se tuvo que conformar con aprender sus arreglos sacándolos de los discos. Ahora Barboza puede enseñarle, pero parece ser que el Chango ha aprendido bastante. Y llegó el final con Barboza, Tarragó Ros y Spasiuk sobre el escenario, con el acompañamiento del guitarrista Choli Soria. El Chango confesó en el último bis: "Les estoy diciendo que toquemos lo que dijimos que íbamos a tocar. Pues no tocamos nada de lo planeado" y arrancaron con el clásico "Kilómetro 11", estirando los fuelles, apretando las teclas..., dejando hablar, en definitiva, a los sonidos del alma.

 

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