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--¿Comiste
la empanada, guacho? --quiso asegurarse el amotinado. --Sí
--contestó el rehén. --¿Estaba
rica? --se interesó el interno. --Sí,
estaba dulce... --reconoció el rehén. --Porque
te comiste un preso, ahora vas a ir adelante, te comiste un rocho --le
dijo riéndose el gigante Acevedo.
Fue la primera escena del día, reconstruida --como viene
sucediendo desde el lunes pasado-- por un testigo de entre los 17 rehenes
que hubo en poder de los apóstoles de la muerte, en el penal de Sierra
Chica. Esta vez fue el guardia Oscar Fabián Iturralde, un hombre de
mediana edad y bigotes mexicanos, que vestido de civil fue desgranando esa
experiencia maldita que comenzó en su vida el sábado 30 de marzo del
'96, cuando a las tres de la tarde, en el pabellón 10 de homosexuales,
donde era carcelero, escuchó: "Quedáte piola, hermano, que acá sos
boleta", y luego el frío de la faca carcelaria en el cuello.
Iturralde volvió a recordar
ese lunes 1 de abril, cuando el ánimo de los cabecillas se había
caldeado lo suficiente tras arrasar con la farmacia del penal, y se largó
lo que fue una auténtica cacería humana, resultado de la rivalidad entre
bandas de presos. Los capos Marcelo Brandán Juárez, Jorge
"Pelela" Pedraza y Víctor Esquivel --además de Chiquito como
lugarteniente operativo-- habían decidido cortar de cuajo con la
posibilidad de un boicot que podía surgir del liderazgo de un viejo y
conocido reo, quien en ese momento mantenía buenas relaciones con el
Servicio Penitenciario: Agapito Lencinas. Durante esos días sangrientos,
la facción de "Agapo" fue conocida con el sugerente nombre de
"la banda púrpura". Bautismo al que no hace falta buscarle
explicación si se repasa lo
que cuentan todos los rehenes haber escuchado de testigos directos: fueron
asesinados, después trozados y trasladados en zorras, sobre las vías
internas del penal, hacia el sector de la cocina.
La mañana del lunes, Lencinas
salió corriendo del pabellón 8 del penal hacia la puerta de salida, pero
cayó bajo el peso de las balas y las facas de los amotinados. Esos tiros
motivaron la respuesta ciega del Servicio Penitenciario, que disparó con
sus itakas consiguiendo herir a dos presos y a tres rehenes, todos hombres
de la fuerza. El tiroteo provocó también que el resto de los rehenes
fuera llevado hasta la terraza, entre gritos y golpes. La propia jueza María
de las Mercedes Malere tuvo que rogar a los gritos que detuvieran la
balacera oficial. Tras el caos en el pabellón 8, murieron dos hombres de
Lencinas. El resto habría caído durante el día. Por la noche, otro
preso, José Cepeda Pérez, quiso salvarse. Llegó a la puerta de la
guardia y se protegió tras un cordón del grupo GEO. Pero apenas Brandán
y los suyos amenazaron con matar a dos guardias si no lo entregaban, los
hombres antimotines sigilosamente se retiraron y dejaron al preso en manos
de los apóstoles.
Fue tras esa matanza que
aparecieron los rumores, primero, y las evidencias, después, de la
carnicería en que se convirtió el pabellón 12 de máxima seguridad, el
lugar en el que habrían sido depositados los cuerpos de las víctimas.
Primero, el martes por la mañana fueron repartidas las empanadas.
"Vino Chiquito Acevedo repartiendo empanadas y a mí me dejó dos,
pero comí una sola", contó Iturralde. Después vino lo de la
pregunta capciosa sobre el sabor de la amable ofrenda, el dulzor del
relleno, y las risas entre Acevedo y otro interno mientras los guardias
hacían arcadas. Iturralde fue a contarle el incidente a sus compañeros,
quienes también habían probado la comida. Todos se descompusieron.
De noche, contó ayer el
guardia Miguel Di Napoli --uno de los que aceptó entrar como rehén a
cambio de uno de los heridos--, el ruido era el de la música alta, que
salía del fondo de algunos pabellones y el de los carros que atravesaban
la cárcel sobre las vías interiores. Eran las "zorras" en las
que suelen llevarse materiales del depósito, en un extremo del penal,
hacia la cocina, en el otro. Sólo que el sonido que todavía recuerda el
hombre corresponde al traslado de los cuerpos trozados. El guardia Héctor
Cortez --también un rehén canjeado-- vio pasar "la zorra con una
olla destapada a dos metros mío". La empujaba un interno. Entonces
el preso que custodiaba a Cortez hizo ese comentario inequívoco: "Ahí
va otro para el microondas".
El canibalismo del que fueron víctimas
los presos asesinados en Sierra Chica quedó por la tarde más
representado ante la sana incredulidad que cualquier escucha le puede dar
al horror de estos relatos. Jorge Krolling, guardia y rehén desde aquel
lunes, contó cómo se fue enterando poco a poco de la masacre. Primero
sintió ese "olor nauseabundo, agridulce, raro", que venía del
pabellón 12. Otros testigos contaron ya durante el juicio que fue ése el
sitio donde habrían sido descuartizados los cuerpos. Iturralde dijo que
vio a varios internos cargar un pesado bulto envuelto en mantas, de entre
las que caía, con el peso de los muertos, un brazo humano. Krolling fue el que ayer contó la escena más cruenta como testigo: estaba él, dijo, siendo usado como escudo humano en la puerta del pabellón 1, cerca de la cocina y el horno, al costado de "unos tambores de 200 litros partidos", cuando sintió "el ruido de un carrito". Vio enseguida al "Pelela" Pedraza, con un handy y una faca, como supervisando la tarea de un interno alto que empujaba. En el carro, medio tapado con frazadas y lleno de sangre, se podía ver un trozo de cuerpo, sin cabeza y sin extremidades. "No mirés porque te mato", le dijo Pedraza y mandó a los presos a que lo custodiaran en el pasillo del pabellón. Entonces, mirando la pared, durante 45 minutos, Krolling escuchó "ruidos sordos, como que tiran pesos dentro de tambores y de ahí que son arrastrados, con un ruido muy característico que hacen contra el cemento, hacia la cocina". Después también vio el humo blanco, y sintió el olor nauseabundo, el mismo agridulce y obsceno olor traído ayer a la sala.
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