Las cuentas claras |
Por Ariel Dorfman * |
Ahora que el interminable caso Pinochet ha experimentado de nuevo
otro vuelco dramático, tal vez sea un buen momento para dejar de lado la
discusión inmediatista acerca de la confidencialidad de los informes
médicos o las preguntas por el estado débil o demente o arteramente
astuto de la mente del dictador chileno detenido en Londres y ponerse más
bien a sacar cuentas. No me refiero a contabilizar los considerables
costos, en energía y dinero, que ha significado el largo proceso al
general. Lo que se ha gastado se justifica sin mayores dificultades, a mi
parecer, si se tienen en cuenta los beneficios alcanzados: no sólo la
reivindicación de las víctimas y el oprobio universal que ha caído
sobre el tirano, sino sobre todo el paso gigante para la jurisprudencia
internacional con el establecimiento del principio de la
extraterritorialidad de los crímenes contra la humanidad, que desde ahora
en adelante pueden juzgarse en cualquier país donde esa vulnerada
humanidad dispone de tribunales y tratados que permiten que esos
tribunales actúen.
Se podría aducir, sin embargo, que hay una serie de consecuencias
negativas que han resultado de la detención de Pinochet y, ahora que el
proceso contra el general promete seguir prolongándose por quién sabe
cuánto tiempo más, vale la pena examinarlas con cuidado. En efecto, a
las pocas horas de que los detectives de Scotland Yard irrumpieran en
octubre de 1998 en la pieza de aquel hospital londinense donde el general
Pinochet se recuperaba de una operación a la espalda, comenzaron a
sucederse una caterva de advertencias que agoreros de todos los pelajes
pronunciaban ante tal insólito encarcelamiento de un ex jefe de Estado y
su posible extradición a España bajo acusaciones de tortura y genocidio.
Es posible demandarse, a los dieciséis meses de ese incidente, si acaso
tales pronósticos se han visto comprobados en la dura e implacable
realidad posterior.
La primera voz de alarma provino de aquellos, en Inglaterra y en España y
ni qué hablar en Chile, que aseguraban estar preo-cu-pa-dísimos de que
la captura del general pusiera en peligro la transición chilena. Aunque
muchos de estos �defensores� de la democracia habían mostrado escaso
interés en protegerla cuando fue derrocado el Presidente constitucional
de Chile en 1973, ni menos durante los diecisiete largos años de la
autocracia de Pinochet que siguieron a la muerte de Allende, ahora
rasgaban vestiduras, alegando que era el ex dictador el que garantizaba la
estabilidad en su patria, y que por tanto su impunidad era parte de un
pacto que se habría suscrito para que las Fuerzas Armadas volvieran a sus
cuarteles. Se profetizaba -.en forma de veras insultante para la
soberanía y madurez del mi pueblo� que la incapacidad del gobierno
democrático de traer de vuelta a Pinochet llevaría a los militares a
amenazar el precario equilibrio construido con tanto esmero por los
chilenos.
Es fácil observar cuán engañosos e hipócritas eran aquellos augurios.
Ha pasado todo lo contrario: el juicio a Pinochet, lejos de menoscabar el
proceso de liberalización en Chile, lo ha acelerado, permitiendo que
muchos oficiales que violaron los derechos humanos durante el pasado
régimen estén ahora sujetos a la jurisdicción de los tribunales
chilenos y enfrentando posibles sentencias y penas en la cárcel. Y el
hecho de que tribunales y gobiernos extranjeros aceptaran que el dolor de
las víctimas y los crímenes del pasado eran dignos de ser sometidos al
peso de la ley y de la justicia fue decisivo para forzar a las Fuerzas
Armadas y, en particular, al ejército, a sentarse a una mesa de diálogo
con abogados de derechos humanos que tiene como objetivo develar el
destino, todavía ignorado, de más de mil �desaparecidos�. Nada de
esto era siquiera pensable antes de la captura de Pinochet, el que, a
partir de la recuperación democrática en 1990, primero como comandante
en jefe yenseguida como autodesignado senador vitalicio, obstruyó cada
vez que le dio la gana la reconciliación de Chile.
Un segundo argumento que se blandía respecto del caso Pinochet era que el
juez español estaba propiciando el caos en las relaciones
internacionales. Se pregonó, en un tono grave y sumamente solemne, que
cualquier juez en cualquier localidad del globo terráqueo podría, cuando
se le antojara, procesar, en nombre de sus particulares prejuicios, a
cualquier jefe de Estado o ex jefe de Estado. Estos meses han probado que
tal resquemor tampoco tenía asidero. El proceso que inició Garzón no ha
podido imitarse ni repetirse en forma irresponsable: el juez español
llevaba años acumulando pruebas y se apoyó, además, en numerosos
protocolos internacionales, lo que significó que la extradición
recibiera el acuerdo de una variedad de instancias legales y judiciales en
Inglaterra y España misma. Desde entonces sólo se ha agregado un caso
más de otro ex dictador apresado en tierra extranjera: el sátrapa
Hissene Habre de Chad, que vive en Senegal desde 1990 y al que ya llaman
el �Pinochet Africano�, tendrá que responder por miles de asesinatos
y torturas que se llevaron a cabo durante su régimen. Y si llegaran a
multiplicarse tales apresamientos, ¿por qué habría que lamentarse?
Mucho más caótico y pernicioso, a mi parecer, es el espectáculo
vergonzoso que nos han ofrecido desde hace décadas bandas de ancianos
patriarcas que, habiéndose enriquecido y malgobernado sus pobres y
aterrorizados países, terminaban tomando un avión para ir a languidecer
sus últimos años en alguna placentera localidad, recelosos tan sólo de
un encuentro próximo con un Dios en que probablemente hacía tiempo
habían dejado de creer.
Y justamente esto nos lleva a la más seria de todas las tesis que se
esgrimían y que me lanzaron una y otra vez durante innumerables programas
de radio y televisión y en entrevistas de periódico: ¿pero usted no se
da cuenta, me decían mis interlocutores, a veces de veras inquietos, de
que a partir de este caso Pinochet los tiranos no van a soltar jamás el
poder, no entiende que esos machos han de aferrarse a su sillón
presidencial hasta el obstinado final, hasta que no les quede ni un
cartucho que quemar ni un dólar que disparar a sus adversarios? ¿No
sería mejor respetar su indemnidad y apurar así su alejamiento del
mando?
De todos los argumentos contra el proceso a Pinochet, éste es el más
peligroso y el más falaz, porque supone que el dictador se va cuando
quiere y no cuando se lo echa, es decir, supone que los pueblos no son los
protagonistas de su historia, los verdaderos y demasiado a menudo secretos
artífices de la democracia que tanto ha costado conseguir. En el caso de
Pinochet, por ejemplo, la baronesa Thatcher ha majadereado sin cejar de
que el benemérito capitán general salvó la democracia chilena y
entregó el poder de buena gana, olvidando ella que Pinochet trató de
desconocer los resultados del plebiscito que perdió en 1988 y que se
hubiera quedado como presidente de no haber sido por la oposición de las
otras ramas de las Fuerzas Armadas y de la comunidad internacional. Esa
debilidad y aislamiento de don Augusto fueron el producto minucioso de una
incesante movilización de un vasto sector del pueblo chileno,
costándonos miles de muertos y centenares de miles de exilios y torturas
y detenciones y expulsiones y persecuciones, tal como la lucha por la
libertad de millones de ciudadanos en Polonia, en Hungría, en
Checoslovaquia fue irrebatiblemente esencial para determinar la
liquidación de las dictaduras totalitarias en esos países. Y en cuanto a
la influencia supuestamente negativa del caso Pinochet, basta con notar la
reciente caída de Suharto. ¿Acaso la suerte de ese otro tirano preso en
Londres alteró la rebelión del pueblo de Indonesia? ¿Puede afirmarse
que el ejemplo aleccionador de lo que había pasado con el dictador
chileno obcecó al de Jakarta, convenciéndolo de que permaneciera en el
poder? Los tiranos no se van porque son buenos. Se van porque no tienen
otra alternativa, porque perdieron la batalla por la representación de su
país, porque multitudes de sus conciudadanos fueron capaces de soñar una
alternativa, en su fuero interno y también en el riesgoso dolor de la
lucha callejera, soñar otro tipo de mundo, precisamente uno donde no hay
ni debería haber impunidad eterna.
Por eso, el balance del caso Pinochet es más que positivo. Estamos un
poco más cerca de una humanidad distinta, donde los gobernantes de cada
nueva democracia no han de atreverse a exigir a sus ciudadanos que la
venidera paz social de una nación se construya en base al sufrimiento, el
silencio y la desmemoria de las víctimas. Estamos todos un poco más
cerca de un futuro donde podremos deshacernos de la sombra de las
dictaduras del siglo veinte y también de la sombra falsa y equívoca de
tantos que las defienden.
La detención de Pinochet, más allá de cuál sea el destino penúltimo
de su pobre cuerpo, es una gran victoria de la ética global y de la
imaginación colectiva y no debemos dejar que nadie nos convenza de lo
contrario con sus argumentos estériles y, finalmente, inútiles.
La última novela del escritor chileno Ariel Dorfman, que es Profesor
Distinguido en la Universidad de Duke, es La nana y el iceberg.
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