Por Diego Fischerman
Conviene
abreviar. No tiene sentido prolongar el suspenso, Joâo voz e violâo es
el mejor disco de la carrera de uno de los artistas populares más
importantes de la historia. Es decir: Joâo Gilberto siempre fue genial,
siempre fue único y, también, extraño. Es excéntrico, tiene más
manías que Glenn Gould (lo que es mucho decir), nunca cantó y tocó más
que unas pocas canciones �siempre las mismas� y cultiva, desde hace
unos cuarenta y un años, algo así como la versión zen de lo zen. O la
versión musical del silencio. O la canción entendida como rito
iniciático, como ceremonia de entrada a un mundo con reglas propias, en
donde la distancia entre lo suave y lo fuerte es infinitesimal y, a la
vez, divisible en millones de matices casi imperceptibles. Pero sucede que
con Joâo Gilberto, precisamente, la palabra �casi� es la más
importante. Su música, por ejemplo, es casi silenciosa. Y, sin embargo,
hay pocas más diferentes entre sí que el silencio y su voz y su guitarra
hamacando (cada una con ritmo diferente, desde ya) �Coraçào Vagabundo�.
En ese obsesivo rondar la perfección, no obstante, hubo un momento en que
Joâo Gilberto llegó a parecerse un poco a su propia caricatura. �Tocaba
la guitarra de una manera y cantaba de otra, con lo cual creaba una
tercera cosa que era profunda�, lo describía Tom Jobim. Y en ese buscar
que la voz y la guitarra jugaran a desplazarse, a desencontrarse para
encontrar una tercera cosa diferente, Gilberto se hizo, por momentos,
manierista. Como señala el Dr. Carlos Angelini, uno de los máximos
especialistas en el estilo del brasileño, �ese deslizarse del canto
sobre la guitarra es su esencia, pero se hace exagerado en su versión de
�Retrato em Branco e Preto� grabada en el Festival de Montreaux de
1985, por ejemplo, o en �Eu e meu Coraçâo�, de su disco con Clare
Fischer de 1991. Es como si en esos momentos se regodeara en sí mismo, se
detuviera en la contemplación narcisista y, como corresponde, se ahogara�.
En el último disco, en cambio, aparece una suerte de despojamiento, de
culto de la esencialidad mucho más radical. El canto es liso y la �batida�
de la mano derecha llega a un grado de sencillez apabullante, hasta el
punto de moverse, durante largas secuencias, con una pulsación para cada
acorde, en una especie de coral de desnudez desoladora.
�Coraçao Vagabundo�, casi susurrado, hamacado en direcciones opuestas
por voz y guitarra, pero sin asomo de exageración ni manierismo, es uno
de los puntos más altos de un álbum sin fallas. El autor de esa canción
es la misma persona que produjo el disco, Caetano Veloso. El fue quien
convenció al esquivo Gilberto de grabar nuevamente y de hacerlo en Los
Angeles y bajo la tutela de Moogie Canázio, el ingeniero de sonido con el
que Veloso registró sus dios últimos cds. También Veloso fue el
responsable de que Gilberto repitiera apenas dos de sus canciones fetiche
(�Desafinado� y �Chega de Saudade�). El resto fue en parte
sugerido por Caetano (�Nâo Vou pra Casa�) o aportado por el propio
Gilberto, quien sorprendentemente se apareció con dos canciones de Veloso
(�Coraçâo Vagabundo� y la más reciente �Desde que o Samba E Samba�)
y una de Gilberto Gil (�Eu Vim Da Bahia�, difícil de resistir sin que
el cuerpo se mueva solo). �Gilberto aceptó el 50 por ciento de mis
propuestas�, comenta su productor. �En realidad fue él su propio
productor y el que llevó adelante el proyecto�, agrega con cierta
modestia. La leyenda, de todas maneras, no abandona sus mañas. El disco
es corto, cortísimo. Apenas diez canciones y Gilberto omite las
repeticiones, como si hubiera querido irse rápido. Todo es concentrado.
Pura síntesis. Y así debe ser.
|