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TRES CRONICAS, TRES IMAGENES DE LA PATAGONIA
Postales del camino

De recorrida por el sur argentino, Mempo Giardinelli envió tres postales que tienen el sabor de los relatos de viaje y el toque periodístico inconfundible de las historias de vida en la Patagonia.


El Gauchito Gil en la Patagonia

Por M.G. 
Desde San Antonio Oeste, Río Negro

En San Antonio Oeste, en el cruce carretero de la entrada al pueblo, de pronto el desierto parece coronarse con algunas edificaciones inesperadas: ninguna en buen estado, todas desteñidas por el sol y el viento. Lo único nuevo es una estación de servicio que contrasta con las cascajientas construcciones que se ven del otro lado, sobre la ruta que viene de Choele Choel y General Conesa: una vieja casa en cuyo frente se lee: �Thalia. Wiskería-Show�; un taller mecánico que parece cerrado para siempre; una dudosa gomería y enseguida la estridencia de una casa cuadrada pintada de rojo furioso: �Night Club y Wiskería La Gata�.
�¿Y ésos, qué son? �le pregunto a un chico que está sentado a la puerta de los baños de la gasolinería viendo cómo dos tipos grandes, presuntamente camioneros, encienden velas rojas ante un altarcito dedicado al Gaucho Gil a un costado de la carretera.
�Quilombos, ¿qué van a ser?
�¿Y a qué hora abren? �pregunto para disimular la torpeza de mi primera pregunta.
�A las doce de la noche �responde el chico con desinterés mientras ordena sobre una mesita, con prolijidad de burócrata, un platito con un jabón, una pila de toallas de papel y un par de peines. Ha supuesto que no le daré más que una convencional moneda, y está concentrado en los dos tipos, que ahora parecen rezar. Tan atractivas le resultan las velas rojas que ni se inmuta cuando se detiene a cargar nafta un impactante Mercedes Benz convertible, rojo sangre y con capota negra, con patente de Chile y del que desciende un tipo que parece un playboy mexicano: chaparro, botas de tacos altísimos, pancita, bigotazos negros, cadena de oro en la muñeca y anteojos oscuros. Dentro del coche se ve una rubia de mejor pasado que presente y cara de agotamiento, que mira la inmensidad vacía con ojos vacíos.
�¿Y qué tal se pone?
�Hay lindas chicas.
�¿Laburan mucho?
�Estas sí, las que están jodidas son las del puerto.
�Aquí hay mucha prostitución, parece.
�Y qué otra cosa van a hacer �me corta el chico, con el desinterés intacto.
Miro el paisaje, que en la siesta caliente parece el desierto de Arizona pero no en versión de Hollywood sino menemista. Hacia el Sur la �Parrilla El Caminante� está cerrada, pero enfrente está abierta �Palitos. Fast Food & Snack Bar�. Más allá hay un hotel, no sé si decente o arreglado con los de �Thalia y La Gata�.
Me alejo del baño y circulo entre un par de camiones cargados de lana sucia, otro que lleva ovejas vivas en dos pisos y uno, enorme, frigorífico. Entro al negocio, que se llama �Shopping� y me sirvo un café. El flaco de la caja no sonríe cuando digo que no sé si pagar un café o un �coffee�.
Me pregunta qué hago por allí y se lo digo. Me cobra y dice:
�¿Vio el partido?
�No, ese equipo me deprime.
�Drintín, le decían. ¿Qué es eso?
�Equipo de los sueños, o equipo soñado. Boludeces.
�No digo usté, pero mire que hablan al pedo los periodistas, ¿eh? ¿Por qué no paran un poco?
�No pueden �defiendo gremialmente, aunque sin convicción�. Tienen que morfar.
�Por eso nadie les cree. Me quedo mirando la estepa gigantesca tras los vidrios sucios. El viento, afuera, sacude nubes inmensas como si fueran miguitas de pan del cielo. �Esto es la Patagonia�, pienso, como echando de menos los intensos verdes y el horizonte siempre cargado de detalles. Aquí el paisaje se abre como una rosa gigantesca al amanecer: virgen, incitante, imprecisable. En esas divagaciones estoy cuando escucho que en una mesa hablan con una tonada que me es familiar: han dicho �calle� y �pollo� pronunciando las dos eles perfectamente juntas. Ni cashe ni caie.
�¿Correntinos? �me atrevo, desde la barra.
�De Bella Vista pueblo, Lavalle Departamento �responde con orgullo un gordito de mirada inteligente y sonrisa de político. Enseguida nos trenzamos en una conversación como de hora del mate después de la siesta: me cuenta que salieron hace una semana y que van a visitar a unos parientes, en Comodoro. Dice que es demócrata cristiano y que justo este fin de semana, del 11 al 13, se reúne la convención nacional del partido, en Empedrado. Estaba por ir, pero la familia lo convenció de rumbear para el Sur. Viaja con la patrona, dos chicos y la abuela, que �no quiere morirse sin conocer la Patagonia�. Y señala la inmensidad como si pudiera abarcarse con un gesto. Por eso primero pasaron a hacerle unas promesas al Gaucho Gil, en Mercedes, y a pedirle la gracia de un buen viaje. Me muestra la cinta roja que lleva atada en la muñeca. Le comento que estoy impresionado por la cantidad de altares paganos con banderas rojas que se ven por los caminos: los he visto en Entre Ríos y Santa Fe, en Zárate y Mar del Plata, en Carmen de Patagones y en fin, en todas las rutas. Celebran a Antonio Mamerto Gil Núñez, el famoso Gauchito Gil, supuesto héroe milagrero de Corrientes. La leyenda dice que en la segunda mitad del Siglo XIX fue un gaucho bueno y pacífico, al que una cuadrilla policial degolló antes de que se lo juzgara. Antes de morir, Gil le dijo a su matador que de todos modos lo perdonaba y que cuando volviera a su casa encontraría a su hijo enfermo, pero se curaría si se acordaban de él. El sargento que lo mató volvió a su casa y, en efecto, encontró a su hijo moribundo. Entonces se acordó de Gil y le rezó, arrepentido. El muchacho se curó. El sargento cortó un espinillo e hizo una cruz, que plantó en el lugar del degüello. Hoy allí se la venera.
�El que debiera ir un día de estos es Ramón Mestre�, me dice el correntino, con un guiño y marchando con su familia hacia un viejo R-12 que está afuera. Del espejo retrovisor cuelgan un gauchito de plástico y una banderola colorada. Del parabrisas ha sido rasqueteado un adhesivo que decía �Vote a Tato�.

 


 

Blues de Caleta Olivia

Por Mempo Giardinelli
Desde Caleta Olivia, Santa Cruz.

El camino hacia el Sur no es otra cosa que esa misma larga cinta de asfalto colocada como una dura alfombra sobre la piedra. Cada tanto el coche cae en un valle (se les llama �Bajos�); cada tanto hay que remontar una sierra modesta. Pasa uno que otro camión, algún coche, pero durante largos minutos lo único que cruza el mundo somos nosotros y el pequeño coche rojo en el que viajamos. A los lados, tras las alambradas se ven muy pocas ovejas y algunas esporádicas manadas de ñandúes o de guanacos. Estos animales, especialmente, impresionan por su porte entre elegante y aburrido. Como todos los camélidos, tienen las patas muy delgadas y el cuello enhiesto. En la Patagonia se los ve siempre hermosos, magníficos a la distancia, con esa extraña apariencia distinguida que tienen, que mezcla lo aristocrático y lo salvaje. Desconfiados y homofóbicos, huyen siempre, guiados por una impulsiva inteligencia primitiva.
Durante horas recorremos el monótono, interminable camino recto que lleva al fin del continente. Pasamos por el costado de Trelew, vemos Rawson a lo lejos, no nos tentamos con la entrada a Gaiman ni a Sarmiento, ni a los Bosques Petrificados, y seguimos nuestro camino como se sigue un destino inexorable. Hasta que luego de varias horas llegamos a una serie de carteles que avisan que hay una población cercana y que es importante. Se anuncian hoteles, restaurantes, servicios. Comodoro Rivadavia se empieza a sentir en el aire desde varios kilómetros antes. No es la capital de la provincia, pero es la ciudad más grande de Chubut, verdadera antesala de la estepa santacruceña. Recorrerla nos lleva sólo media hora. Quizá nos perdemos algo interesante, pero debemos seguir viaje. La Patagonia es enorme y es el Sur profundo el que nos llama.
La carretera se pone hermosa a partir de entonces. Entre el balneario de Rada Tilly y Caleta Olivia, ya en Santa Cruz, la ruta 3 muestra su tramo más bello. La carretera ha sido pavimentada sobre los acantilados y bordea el Atlántico como un larguísimo balcón construido especialmente para mirar el horizonte helado y contemplar el cielo impecable. Uno viaja y sabe que treinta o cuarenta metros debajo hay pingüineras, loberías, rompientes maravillosas. Uno siente el impulso de detenerse y caminar sobre esas playas que son una sola y larga playa infinita. Pero a la vez uno tiene la sensación de que el tiempo es poco, que no alcanza. Es la certeza de que no se puede todo. La inmensidad tiene esa virtud: de tan ilimitada impone límites.
Al cabo de una hora, se llega a una ciudad típicamente santacruceña: Caleta Olivia. De simpático nombre, que evoca a pioneros y a petróleo, es un pueblo chato y con una ría casi deshabitada, que consta de una larga avenida central con negocios de todo tipo, varios hoteles y la sensación de que la gente está de paso y que los �nyc� (�nacidos y criados� en el lugar) sólo están esperando la mejor oportunidad para irse. Quizá por eso hay tanta suciedad en las calles, esa desdichada característica de casi todas las ciudades patagónicas. El viento, que es implacable, zarandea los tiraderos de basura de los suburbios y entonces los alambrados de los campos aledaños resultan polucionados muestrarios colgantes de papeles y bolsas de plástico.
Lo primero que llama la atención aquí es el horrible �Gorosito�, como le llaman al monumento al obrero petrolero, un mamotreto blanco, como de yeso, que tiene unos seis metros de altura y domina el centro de la ciudad. Típico exponente del kitsch peronista, se trata de una escultura elemental que representa en plan realista a un obrero con casco, más bien gordito y petiso, haciendo girar la rueda de la válvula de un oleoducto. No parece esforzarse demasiado, la verdad, de modo que resulta una rara versión vernácula de estajanovismo patagónico. Nuestro paso por Caleta �como todos la llaman� no es demasiado feliz. En todos los locutorios desde donde intentamos hablar, las comunicaciones son imposibles. Unos mochileros neozelandeses se quejan de la lentitud de la única computadora que podría conectarse a Internet. Un matrimonio chileno que dice estar en emergencia, no puede llamar a casa. El servicio telefónico es municipal y así funciona, municipalmente. Una barra de muchachones, de miradas burlonas, nos observa oficiar de traductores. Los chicos toman cerveza y miran por la tele el enésimo River-Boca de la temporada como si se tratase de algo importante.
Cruzamos la calle y el único hotel con aspecto decente es caro como ha de ser el Sheraton de Retiro. Ya muy noche y cansadísimos, cuando arrecian el viento y el frío, recalamos en una posada, humilde pero limpia, y caemos rendidos. Al día siguiente la patrona que atiende la pequeña posada, me da conversación. Es una catamarqueña que vino en 1960, recién casada y llena de ilusiones. Su marido trabajaba en YPF, prosperaron durante un tiempo y los dos hijos pudieron estudiar en La Plata y hoy son profesionales. �Pero después empezó la decadencia �declara� cuando se fueron los militares.� En el acto veo por dónde va la cosa, de modo que opto por no seguir la charla. No me banco esa típica nostalgia que todavía tienen algunos de los supuestos buenos, viejos tiempos en que los dictadores �ponían orden�, sólo sufrían los que �algo habrían hecho� y los argentinos -como ella- eran �derechos y humanos�.
�Ahora lo único que queda es esperar�, dice la mujer, advertida de que no me gustan su comentario ni su ideología y después de extenderme la correspondiente factura. �¿Esperar qué, señora?�, le pregunto con respeto y disimulando mi fastidio. �Quién sabe�, dice ella sin darse cuenta de la vaciedumbre de su propia expectativa.
�Entonces espere el próximo programa de la tele �le digo, en el tono más hiriente posible�. Hay muchos para elegir, uno peor que el otro. Parecen ser todos hijos de la dictadura que usted echa de menos.
Y me voy, seguro de que de todos modos no me ha entendido.
En la estación de servicio compramos las vituallas más caras del país y nos tentamos con un café con leche antes de partir. El precio es abusivo: tres pesos con cincuenta, y encima nos cobran un peso por cada medialuna. Protesto inútilmente, y enseguida advierto que a los locales les cobran lo mismo y nadie se queja. Salgo pensando que no me gusta Caleta Olivia y veo que el pibe que limpia el parabrisas del coche lleva una remera de los Redonditos de Ricota. Le digo que para mí también son lo máximo, comentamos algunos temas y sonreímos con complicidad. Le pregunto si él también quiere irse y me dice que no. Está copado con una piba del barrio, los dos estudian y no quiere saber nada con Buenos Aires. Enseguida aparece ella, una rubia de muy buen ver y ojos preciosos, y me la presenta. Le pregunto lo mismo, y ella dice: �No, a mí me encanta vivir acá. Es un poco aburrido y faltan cosas, pero una se acostumbra. Y acá nadie te mata por dos pesos, como allá�.
De vuelta a la carretera, siempre rumbo al Sur, me digo que Caleta Olivia, después de todo, no es tan fea.

 


 

El solitario de Tres Cerros

Por M.G.
Entre Caleta Olivia y Puerto San Julián, Santa Cruz

Sobre la Ruta 3, por el kilómetro dos mil y pico, hay un punto que en los mapas figura con un punto negro y el nombre de Tres Cerros. Es gracioso porque no se trata de un pueblo, ni siquiera pequeño. Es simplemente una de las tantas referencias cartográficas de un territorio vacío: allí se indican los nombres de decenas de estancias, de almacenes a la vera del camino, de simples casas de alguna familia que quizá ya no está. Tres Cerros, sin embargo, no es nada de eso. Sólo una leve elevación de la interminable meseta que se repite tres veces. Desde la carretera parece un chiste cartográfico. Que sólo tendría sentido, quizá, si se le pusiera imaginación, como que en ese paraje alguna vez buscó refugio Butch Cassidy y su banda. Pero ni eso.
Lo que para nosotros le da sentido al sitio es que varios kilómetros más allá, casi en la exacta mitad del largo trayecto entre Caleta Olivia y Puerto San Julián, hay un paradero bien original. Se llama La Cabaña y es una amplia playa de estacionamiento sobre el ripio, como la entrada a una vieja estación de servicio. Hay un viejo surtidor de YPF en desuso, detrás se ve un corral de maderas pintadas de celeste, blanco y celeste, y mirando a la carretera una casona de madera montada sobre un contrapiso de piedras. Es un restaurante en el que hay un viejo metegol, un pool que ha conocido mejores épocas y, en las paredes, fotos turísticas de Santa Cruz, artículos indígenas, vasijas de barro, alguna platería, artículos de plástico y un montón de golosinas y cigarrillos, en un rincón, una especie de kiosco.
En la pared está la foto reciente de una yegua, Marisa, ganando una carrera cuadrera de 275 metros en Gobernador Gregores. Nos atiende su propietario, Francisco, un enorme gaucho de unos cuarenta años y más de ciento veinte kilos. De bombacha y alpargatas, con camisa de mezclilla y chaleco negro, usa un sombrero también negro del que cuelga una cinta peluda. Vive solo, �completamente solo�, como él subraya. Dice ser hijo de alemán y chilena, pero se le notan los rasgos aindiados, el pelo negro y grueso, el bigotito fino caído hacia las comisuras. Comparte el paraje con otro solitario: un hombre que atiende la gomería que está cien metros más allá, media casa hundida en la piedra, aprovechando una gruta natural. Pero cada uno hace la suya.
Mientras sirve café instantáneo, Francisco cuenta que llevan a Marisa por toda la provincia. Hay carreras en diferentes pueblos, un par de veces al mes. Son distancias enormes pero la gente va; se encuentran en todo el territorio provincial. Se cruzan apuestas, se ponen banderitas argentinas en los palos indicadores de las distancias, y hay asado y cordero para los centenares de paisanos que se acercan. Los animales se llevan en carros y Francisco arrastra el suyo con una F-100 vieja �pero con motor Nissan más nuevo, que anda un balazo�. Marisa es una zaina preciosa, hija de una yegua de Trelew servida por un padrillo de Bahía Blanca. �Hay que verla correr �se enorgullece Francisco�, de doce carreras ganó once, y la que perdió fue porque el jockey se enredó.�
Todas las mañanas Francisco entrena a su animal. Ha pedido a unos muchachos de Vialidad que le alisen un poquito la banquina de la ruta. �Pasaron la máquina y quedó como una pista�, se ufana. �Lástima que yo no pueda montarla �lamenta enseguida�, porque soy muy grande, pero el chico que la corre no pesa ni sesenta kilos y la hace volar.�
Marisa no es su único capital equino. �Tengo un petiso que va a salir bueno y una yegua que ahora mi hermano llevó a servir en Comodoro.�
Lo curioso es que Francisco alquila el lugar. �Esto está vacío -explica�, no hay nadie ni nada. Todo esto fue abandonado por culpa de las cenizas del Hudson�, dice y se le nota el rencor hacia el volcán que hizo erupción a comienzos de los �90. �No quedó ni una oveja viva, sólo sesalvaron los guanacos, los pumas y algunos ñandúes que alcanzaron a rajar. Pero las pobres ovejas, que eran no sé cuántos miles, no pudieron sobrevivir: se les depositaban las cenizas en la lana y pesaban tanto que terminaban arrodillándose para morir. Dolía verlas, pero en estas inmensidades nadie se podía poner a sacudirlas una por una.�
Lo que impresiona es vivir en tan tremenda soledad. Todo es gris alrededor y la certeza del abandono sobreimprime la melancolía del lugar. �Los días de viento �cuenta Francisco� vuelan todavía las cenizas del Hudson y se forma como una neblina muy cerrada.� En Tres Cerros no hay nada y toda la vida alrededor se reduce a Caleta Olivia (a unos 200 kilómetros) y a Puerto San Julián (a 160). �Pero yo voy a Caleta porque ahí los precios son más baratos. Voy cada quince días o cuando hay carreras.� Es que allá tiene que buscarlo todo, porque él hace todo: el pan, un guiso cada día, un asado de vez en cuando. �Aquí paran camioneros, y saben que hay un buen plato caliente cada día. Y mientras esperan juegan al pool o al metegol. Se hacen amigos, charlan, me cuentan, me traen cosas, y luego se van.�
¿Y el agua, Francisco, y la luz? �Aquí hay muy buena agua a ocho metros de profundidad, yo tengo un par de generadores a petróleo y no me falta nada. Podría poner un molino para energía eólica, pero por ahora me arreglo bien con lo que tengo y si se rompe uno anda el otro.�
¿Y no tiene mujer, Francisco, alguna novia en algún lado? �No �dice como un hombre discreto al que no le parece un tema para ventilar�. A veces viene alguna mujer. O yo hago una visita en Caleta.� Y cambia de tema: ahora está pensando en comprar unas ovejas. �Valen treinta pesos cada una, y si traigo diez con un carnero, como ellas tienen dos pariciones anuales en poco tiempo podría tener un buen rebaño. Claro que la lana hoy no vale nada: un peso por kilo, con suerte. Pero las ovejas son lindas de tener, no dan trabajo, se esquilan y se comen...�
Pero no es lo mismo, Francisco, la soledad... �No, claro que no es lo mismo�, admite él y se va a atender a un camionero que ha llegado y quiere comer el sabroso guiso de cordero cuyo aroma impregna el aire.

 

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