El Gauchito Gil en la Patagonia
Por M.G.
Desde San Antonio Oeste, Río Negro
En San Antonio
Oeste, en el cruce carretero de la entrada al pueblo, de pronto el
desierto parece coronarse con algunas edificaciones inesperadas: ninguna
en buen estado, todas desteñidas por el sol y el viento. Lo único nuevo
es una estación de servicio que contrasta con las cascajientas
construcciones que se ven del otro lado, sobre la ruta que viene de Choele
Choel y General Conesa: una vieja casa en cuyo frente se lee: �Thalia.
Wiskería-Show�; un taller mecánico que parece cerrado para siempre;
una dudosa gomería y enseguida la estridencia de una casa cuadrada
pintada de rojo furioso: �Night Club y Wiskería La Gata�.
�¿Y ésos, qué son? �le pregunto a un chico que está sentado a la
puerta de los baños de la gasolinería viendo cómo dos tipos grandes,
presuntamente camioneros, encienden velas rojas ante un altarcito dedicado
al Gaucho Gil a un costado de la carretera.
�Quilombos, ¿qué van a ser?
�¿Y a qué hora abren? �pregunto para disimular la torpeza de mi
primera pregunta.
�A las doce de la noche �responde el chico con desinterés mientras
ordena sobre una mesita, con prolijidad de burócrata, un platito con un
jabón, una pila de toallas de papel y un par de peines. Ha supuesto que
no le daré más que una convencional moneda, y está concentrado en los
dos tipos, que ahora parecen rezar. Tan atractivas le resultan las velas
rojas que ni se inmuta cuando se detiene a cargar nafta un impactante
Mercedes Benz convertible, rojo sangre y con capota negra, con patente de
Chile y del que desciende un tipo que parece un playboy mexicano:
chaparro, botas de tacos altísimos, pancita, bigotazos negros, cadena de
oro en la muñeca y anteojos oscuros. Dentro del coche se ve una rubia de
mejor pasado que presente y cara de agotamiento, que mira la inmensidad
vacía con ojos vacíos.
�¿Y qué tal se pone?
�Hay lindas chicas.
�¿Laburan mucho?
�Estas sí, las que están jodidas son las del puerto.
�Aquí hay mucha prostitución, parece.
�Y qué otra cosa van a hacer �me corta el chico, con el desinterés
intacto.
Miro el paisaje, que en la siesta caliente parece el desierto de Arizona
pero no en versión de Hollywood sino menemista. Hacia el Sur la �Parrilla
El Caminante� está cerrada, pero enfrente está abierta �Palitos.
Fast Food & Snack Bar�. Más allá hay un hotel, no sé si decente o
arreglado con los de �Thalia y La Gata�.
Me alejo del baño y circulo entre un par de camiones cargados de lana
sucia, otro que lleva ovejas vivas en dos pisos y uno, enorme,
frigorífico. Entro al negocio, que se llama �Shopping� y me sirvo un
café. El flaco de la caja no sonríe cuando digo que no sé si pagar un
café o un �coffee�.
Me pregunta qué hago por allí y se lo digo. Me cobra y dice:
�¿Vio el partido?
�No, ese equipo me deprime.
�Drintín, le decían. ¿Qué es eso?
�Equipo de los sueños, o equipo soñado. Boludeces.
�No digo usté, pero mire que hablan al pedo los periodistas, ¿eh?
¿Por qué no paran un poco?
�No pueden �defiendo gremialmente, aunque sin convicción�. Tienen
que morfar.
�Por eso nadie les cree. Me quedo mirando la estepa gigantesca tras los
vidrios sucios. El viento, afuera, sacude nubes inmensas como si fueran
miguitas de pan del cielo. �Esto es la Patagonia�, pienso, como
echando de menos los intensos verdes y el horizonte siempre cargado de
detalles. Aquí el paisaje se abre como una rosa gigantesca al amanecer:
virgen, incitante, imprecisable. En esas divagaciones estoy cuando escucho
que en una mesa hablan con una tonada que me es familiar: han dicho �calle�
y �pollo� pronunciando las dos eles perfectamente juntas. Ni cashe ni
caie.
�¿Correntinos? �me atrevo, desde la barra.
�De Bella Vista pueblo, Lavalle Departamento �responde con orgullo un
gordito de mirada inteligente y sonrisa de político. Enseguida nos
trenzamos en una conversación como de hora del mate después de la
siesta: me cuenta que salieron hace una semana y que van a visitar a unos
parientes, en Comodoro. Dice que es demócrata cristiano y que justo este
fin de semana, del 11 al 13, se reúne la convención nacional del
partido, en Empedrado. Estaba por ir, pero la familia lo convenció de
rumbear para el Sur. Viaja con la patrona, dos chicos y la abuela, que �no
quiere morirse sin conocer la Patagonia�. Y señala la inmensidad como
si pudiera abarcarse con un gesto. Por eso primero pasaron a hacerle unas
promesas al Gaucho Gil, en Mercedes, y a pedirle la gracia de un buen
viaje. Me muestra la cinta roja que lleva atada en la muñeca. Le comento
que estoy impresionado por la cantidad de altares paganos con banderas
rojas que se ven por los caminos: los he visto en Entre Ríos y Santa Fe,
en Zárate y Mar del Plata, en Carmen de Patagones y en fin, en todas las
rutas. Celebran a Antonio Mamerto Gil Núñez, el famoso Gauchito Gil,
supuesto héroe milagrero de Corrientes. La leyenda dice que en la segunda
mitad del Siglo XIX fue un gaucho bueno y pacífico, al que una cuadrilla
policial degolló antes de que se lo juzgara. Antes de morir, Gil le dijo
a su matador que de todos modos lo perdonaba y que cuando volviera a su
casa encontraría a su hijo enfermo, pero se curaría si se acordaban de
él. El sargento que lo mató volvió a su casa y, en efecto, encontró a
su hijo moribundo. Entonces se acordó de Gil y le rezó, arrepentido. El
muchacho se curó. El sargento cortó un espinillo e hizo una cruz, que
plantó en el lugar del degüello. Hoy allí se la venera.
�El que debiera ir un día de estos es Ramón Mestre�, me dice el
correntino, con un guiño y marchando con su familia hacia un viejo R-12
que está afuera. Del espejo retrovisor cuelgan un gauchito de plástico y
una banderola colorada. Del parabrisas ha sido rasqueteado un adhesivo que
decía �Vote a Tato�.
Blues de Caleta Olivia
Por Mempo Giardinelli
Desde Caleta Olivia, Santa Cruz.
El camino hacia el
Sur no es otra cosa que esa misma larga cinta de asfalto colocada como una
dura alfombra sobre la piedra. Cada tanto el coche cae en un valle (se les
llama �Bajos�); cada tanto hay que remontar una sierra modesta. Pasa
uno que otro camión, algún coche, pero durante largos minutos lo único
que cruza el mundo somos nosotros y el pequeño coche rojo en el que
viajamos. A los lados, tras las alambradas se ven muy pocas ovejas y
algunas esporádicas manadas de ñandúes o de guanacos. Estos animales,
especialmente, impresionan por su porte entre elegante y aburrido. Como
todos los camélidos, tienen las patas muy delgadas y el cuello enhiesto.
En la Patagonia se los ve siempre hermosos, magníficos a la distancia,
con esa extraña apariencia distinguida que tienen, que mezcla lo
aristocrático y lo salvaje. Desconfiados y homofóbicos, huyen siempre,
guiados por una impulsiva inteligencia primitiva.
Durante horas recorremos el monótono, interminable camino recto que lleva
al fin del continente. Pasamos por el costado de Trelew, vemos Rawson a lo
lejos, no nos tentamos con la entrada a Gaiman ni a Sarmiento, ni a los
Bosques Petrificados, y seguimos nuestro camino como se sigue un destino
inexorable. Hasta que luego de varias horas llegamos a una serie de
carteles que avisan que hay una población cercana y que es importante. Se
anuncian hoteles, restaurantes, servicios. Comodoro Rivadavia se empieza a
sentir en el aire desde varios kilómetros antes. No es la capital de la
provincia, pero es la ciudad más grande de Chubut, verdadera antesala de
la estepa santacruceña. Recorrerla nos lleva sólo media hora. Quizá nos
perdemos algo interesante, pero debemos seguir viaje. La Patagonia es
enorme y es el Sur profundo el que nos llama.
La carretera se pone hermosa a partir de entonces. Entre el balneario de
Rada Tilly y Caleta Olivia, ya en Santa Cruz, la ruta 3 muestra su tramo
más bello. La carretera ha sido pavimentada sobre los acantilados y
bordea el Atlántico como un larguísimo balcón construido especialmente
para mirar el horizonte helado y contemplar el cielo impecable. Uno viaja
y sabe que treinta o cuarenta metros debajo hay pingüineras, loberías,
rompientes maravillosas. Uno siente el impulso de detenerse y caminar
sobre esas playas que son una sola y larga playa infinita. Pero a la vez
uno tiene la sensación de que el tiempo es poco, que no alcanza. Es la
certeza de que no se puede todo. La inmensidad tiene esa virtud: de tan
ilimitada impone límites.
Al cabo de una hora, se llega a una ciudad típicamente santacruceña:
Caleta Olivia. De simpático nombre, que evoca a pioneros y a petróleo,
es un pueblo chato y con una ría casi deshabitada, que consta de una
larga avenida central con negocios de todo tipo, varios hoteles y la
sensación de que la gente está de paso y que los �nyc� (�nacidos y
criados� en el lugar) sólo están esperando la mejor oportunidad para
irse. Quizá por eso hay tanta suciedad en las calles, esa desdichada
característica de casi todas las ciudades patagónicas. El viento, que es
implacable, zarandea los tiraderos de basura de los suburbios y entonces
los alambrados de los campos aledaños resultan polucionados muestrarios
colgantes de papeles y bolsas de plástico.
Lo primero que llama la atención aquí es el horrible �Gorosito�,
como le llaman al monumento al obrero petrolero, un mamotreto blanco, como
de yeso, que tiene unos seis metros de altura y domina el centro de la
ciudad. Típico exponente del kitsch peronista, se trata de una escultura
elemental que representa en plan realista a un obrero con casco, más bien
gordito y petiso, haciendo girar la rueda de la válvula de un oleoducto.
No parece esforzarse demasiado, la verdad, de modo que resulta una rara
versión vernácula de estajanovismo patagónico. Nuestro paso por Caleta
�como todos la llaman� no es demasiado feliz. En todos los locutorios
desde donde intentamos hablar, las comunicaciones son imposibles. Unos
mochileros neozelandeses se quejan de la lentitud de la única computadora
que podría conectarse a Internet. Un matrimonio chileno que dice estar en
emergencia, no puede llamar a casa. El servicio telefónico es municipal y
así funciona, municipalmente. Una barra de muchachones, de miradas
burlonas, nos observa oficiar de traductores. Los chicos toman cerveza y
miran por la tele el enésimo River-Boca de la temporada como si se
tratase de algo importante.
Cruzamos la calle y el único hotel con aspecto decente es caro como ha de
ser el Sheraton de Retiro. Ya muy noche y cansadísimos, cuando arrecian
el viento y el frío, recalamos en una posada, humilde pero limpia, y
caemos rendidos. Al día siguiente la patrona que atiende la pequeña
posada, me da conversación. Es una catamarqueña que vino en 1960,
recién casada y llena de ilusiones. Su marido trabajaba en YPF,
prosperaron durante un tiempo y los dos hijos pudieron estudiar en La
Plata y hoy son profesionales. �Pero después empezó la decadencia �declara�
cuando se fueron los militares.� En el acto veo por dónde va la cosa,
de modo que opto por no seguir la charla. No me banco esa típica
nostalgia que todavía tienen algunos de los supuestos buenos, viejos
tiempos en que los dictadores �ponían orden�, sólo sufrían los que
�algo habrían hecho� y los argentinos -como ella- eran �derechos y
humanos�.
�Ahora lo único que queda es esperar�, dice la mujer, advertida de
que no me gustan su comentario ni su ideología y después de extenderme
la correspondiente factura. �¿Esperar qué, señora?�, le pregunto
con respeto y disimulando mi fastidio. �Quién sabe�, dice ella sin
darse cuenta de la vaciedumbre de su propia expectativa.
�Entonces espere el próximo programa de la tele �le digo, en el tono
más hiriente posible�. Hay muchos para elegir, uno peor que el otro.
Parecen ser todos hijos de la dictadura que usted echa de menos.
Y me voy, seguro de que de todos modos no me ha entendido.
En la estación de servicio compramos las vituallas más caras del país y
nos tentamos con un café con leche antes de partir. El precio es abusivo:
tres pesos con cincuenta, y encima nos cobran un peso por cada medialuna.
Protesto inútilmente, y enseguida advierto que a los locales les cobran
lo mismo y nadie se queja. Salgo pensando que no me gusta Caleta Olivia y
veo que el pibe que limpia el parabrisas del coche lleva una remera de los
Redonditos de Ricota. Le digo que para mí también son lo máximo,
comentamos algunos temas y sonreímos con complicidad. Le pregunto si él
también quiere irse y me dice que no. Está copado con una piba del
barrio, los dos estudian y no quiere saber nada con Buenos Aires.
Enseguida aparece ella, una rubia de muy buen ver y ojos preciosos, y me
la presenta. Le pregunto lo mismo, y ella dice: �No, a mí me encanta
vivir acá. Es un poco aburrido y faltan cosas, pero una se acostumbra. Y
acá nadie te mata por dos pesos, como allá�.
De vuelta a la carretera, siempre rumbo al Sur, me digo que Caleta Olivia,
después de todo, no es tan fea.
El solitario de Tres Cerros
Por M.G.
Entre Caleta Olivia y Puerto San Julián, Santa Cruz
Sobre
la Ruta 3, por el kilómetro dos mil y pico, hay un punto que en los mapas
figura con un punto negro y el nombre de Tres Cerros. Es gracioso porque
no se trata de un pueblo, ni siquiera pequeño. Es simplemente una de las
tantas referencias cartográficas de un territorio vacío: allí se
indican los nombres de decenas de estancias, de almacenes a la vera del
camino, de simples casas de alguna familia que quizá ya no está. Tres
Cerros, sin embargo, no es nada de eso. Sólo una leve elevación de la
interminable meseta que se repite tres veces. Desde la carretera parece un
chiste cartográfico. Que sólo tendría sentido, quizá, si se le pusiera
imaginación, como que en ese paraje alguna vez buscó refugio Butch
Cassidy y su banda. Pero ni eso.
Lo que para nosotros le da sentido al sitio es que varios kilómetros más
allá, casi en la exacta mitad del largo trayecto entre Caleta Olivia y
Puerto San Julián, hay un paradero bien original. Se llama La Cabaña y
es una amplia playa de estacionamiento sobre el ripio, como la entrada a
una vieja estación de servicio. Hay un viejo surtidor de YPF en desuso,
detrás se ve un corral de maderas pintadas de celeste, blanco y celeste,
y mirando a la carretera una casona de madera montada sobre un contrapiso
de piedras. Es un restaurante en el que hay un viejo metegol, un pool que
ha conocido mejores épocas y, en las paredes, fotos turísticas de Santa
Cruz, artículos indígenas, vasijas de barro, alguna platería,
artículos de plástico y un montón de golosinas y cigarrillos, en un
rincón, una especie de kiosco.
En la pared está la foto reciente de una yegua, Marisa, ganando una
carrera cuadrera de 275 metros en Gobernador Gregores. Nos atiende su
propietario, Francisco, un enorme gaucho de unos cuarenta años y más de
ciento veinte kilos. De bombacha y alpargatas, con camisa de mezclilla y
chaleco negro, usa un sombrero también negro del que cuelga una cinta
peluda. Vive solo, �completamente solo�, como él subraya. Dice ser
hijo de alemán y chilena, pero se le notan los rasgos aindiados, el pelo
negro y grueso, el bigotito fino caído hacia las comisuras. Comparte el
paraje con otro solitario: un hombre que atiende la gomería que está
cien metros más allá, media casa hundida en la piedra, aprovechando una
gruta natural. Pero cada uno hace la suya.
Mientras sirve café instantáneo, Francisco cuenta que llevan a Marisa
por toda la provincia. Hay carreras en diferentes pueblos, un par de veces
al mes. Son distancias enormes pero la gente va; se encuentran en todo el
territorio provincial. Se cruzan apuestas, se ponen banderitas argentinas
en los palos indicadores de las distancias, y hay asado y cordero para los
centenares de paisanos que se acercan. Los animales se llevan en carros y
Francisco arrastra el suyo con una F-100 vieja �pero con motor Nissan
más nuevo, que anda un balazo�. Marisa es una zaina preciosa, hija de
una yegua de Trelew servida por un padrillo de Bahía Blanca. �Hay que
verla correr �se enorgullece Francisco�, de doce carreras ganó once,
y la que perdió fue porque el jockey se enredó.�
Todas las mañanas Francisco entrena a su animal. Ha pedido a unos
muchachos de Vialidad que le alisen un poquito la banquina de la ruta. �Pasaron
la máquina y quedó como una pista�, se ufana. �Lástima que yo no
pueda montarla �lamenta enseguida�, porque soy muy grande, pero el
chico que la corre no pesa ni sesenta kilos y la hace volar.�
Marisa no es su único capital equino. �Tengo un petiso que va a salir
bueno y una yegua que ahora mi hermano llevó a servir en Comodoro.�
Lo curioso es que Francisco alquila el lugar. �Esto está vacío
-explica�, no hay nadie ni nada. Todo esto fue abandonado por culpa de
las cenizas del Hudson�, dice y se le nota el rencor hacia el volcán
que hizo erupción a comienzos de los �90. �No quedó ni una oveja
viva, sólo sesalvaron los guanacos, los pumas y algunos ñandúes que
alcanzaron a rajar. Pero las pobres ovejas, que eran no sé cuántos
miles, no pudieron sobrevivir: se les depositaban las cenizas en la lana y
pesaban tanto que terminaban arrodillándose para morir. Dolía verlas,
pero en estas inmensidades nadie se podía poner a sacudirlas una por una.�
Lo que impresiona es vivir en tan tremenda soledad. Todo es gris alrededor
y la certeza del abandono sobreimprime la melancolía del lugar. �Los
días de viento �cuenta Francisco� vuelan todavía las cenizas del
Hudson y se forma como una neblina muy cerrada.� En Tres Cerros no hay
nada y toda la vida alrededor se reduce a Caleta Olivia (a unos 200
kilómetros) y a Puerto San Julián (a 160). �Pero yo voy a Caleta
porque ahí los precios son más baratos. Voy cada quince días o cuando
hay carreras.� Es que allá tiene que buscarlo todo, porque él hace
todo: el pan, un guiso cada día, un asado de vez en cuando. �Aquí
paran camioneros, y saben que hay un buen plato caliente cada día. Y
mientras esperan juegan al pool o al metegol. Se hacen amigos, charlan, me
cuentan, me traen cosas, y luego se van.�
¿Y el agua, Francisco, y la luz? �Aquí hay muy buena agua a ocho
metros de profundidad, yo tengo un par de generadores a petróleo y no me
falta nada. Podría poner un molino para energía eólica, pero por ahora
me arreglo bien con lo que tengo y si se rompe uno anda el otro.�
¿Y no tiene mujer, Francisco, alguna novia en algún lado? �No �dice
como un hombre discreto al que no le parece un tema para ventilar�. A
veces viene alguna mujer. O yo hago una visita en Caleta.� Y cambia de
tema: ahora está pensando en comprar unas ovejas. �Valen treinta pesos
cada una, y si traigo diez con un carnero, como ellas tienen dos
pariciones anuales en poco tiempo podría tener un buen rebaño. Claro que
la lana hoy no vale nada: un peso por kilo, con suerte. Pero las ovejas
son lindas de tener, no dan trabajo, se esquilan y se comen...�
Pero no es lo mismo, Francisco, la soledad... �No, claro que no es lo
mismo�, admite él y se va a atender a un camionero que ha llegado y
quiere comer el sabroso guiso de cordero cuyo aroma impregna el aire.
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