Según
reza el dicho, un austríaco es un hombre que cree que Beethoven era
austríaco y Hitler, alemán. A los aliados, durante la Segunda Guerra
Mundial, les convenía declarar que Austria era un país invadido y
ahora la amnesia, desde Bregenz vía Salzburgo a Viena, barrió de la
memoria colectiva austríaca la histérica bienvenida a las tropas de
Hitler cuando cruzaron la frontera en marzo de 1938.
El resultado son actitudes muy distintas entre los alemanes jóvenes y
sus contrapartes austríacos con respecto de las catastróficas
décadas de 1930 y 1940. Muchos alemanes sienten culpa por las
acciones de sus abuelos, mientras que los austríacos se indignan si
uno señala que algunos de los más prominentes nazis eran
austríacos, como lo fueron los peores criminales de guerra, incluido
Adolf Eichemann. En Austria, las raíces de la democracia no son
profundas. Bajo Francisco José (emperador austríaco 1848-1916), el
parlamento imperial era una mezcla anárquica de representantes
étnicos que hablaban lenguas distintas, y la asamblea tenía poca
injerencia en el gobierno. Después de su derrota en la Primera Guerra
Mundial, Austria se encogió: de potencia continental de más de 60
millones de habitantes, pasó a ser una república de sólo 7. La
derecha y la izquierda estaban profundamente divididas. Los dos
principales partidos, el Social Demócrata de izquierda y el Social
Cristiano de derecha, tenían cada uno sus ejércitos privados. Una
guerra civil en miniatura en 1927 y una mayor en 1934 terminaron con
la llegada de un régimen criptofascista que, con la ayuda de
Mussolini, logró contener un primer golpe nazi.
Pero ese régimen era demasiado débil para unir a un pueblo que veía
fascinado el éxito del pleno empleo de Hitler en Alemania. Antes del
Anschluss en 1938, Austria era desesperadamente pobre. El viejo
Imperio Austrohúngaro tenía lógica económica. Pero librados a sus
propios medios -paisaje, Mozart, encanto�, los austríacos hallaban
difícil vivir. La industrialización de Austria por Hitler y, 20
años después, La novicia rebelde, que atrajo miles de turistas,
transformaron la economía.
Los campesinos se convirtieron en dueños de telesféricos. Los
empleadores y los sindicalistas arreglaban sus diferencias en acuerdos
salariales anuales. La derecha y la izquierda se dividían la torta en
gobiernos de coalición mientras aparentaban discutir en público.
Austria disfruta hoy de una prosperidad que nunca tuvo en cientos de
años de reinado de los Habsburgo. Se podría pensar que el resultado
sería la satisfacción general. No es así. Varios de los más
importantes escritores austríacos del período de postguerra �como
Peter Handke, Thomas Bernhard, Ilse Bachmann y Wolfgang Bauer�
escribieron obras de teatro y libros profundamente deprimentes que
describían la vida en términos de tragedia o comedia
desesperadamente negra. Handke vive en Francia. Bachmann se suicidó.
Cuando Bernhart estrenó en el principal teatro vienés Heldenplatz,
(o Plaza de los Héroes, el lugar frente al Palacio Hofburg donde
Hitler coronó su entrada triunfal a Austria en 1938), manifestantes
enfurecidos tiraron carretadas de bosta frente al edificio.
El peso de la historia afecta a las naciones de manera diferente. A
fines del siglo XIX, la capital imperial, Viena, actuaba como un imán
para las familias inmigrantes de todas partes del imperio. Checos,
eslovacos, polacos y húngaros llegaban a Viena en busca de fortuna.
Los inmigrantes del interior incluían a muchos judíos, que agregaron
peso intelectual a las clases profesionales en una escala sin
precedentes. Freud, Mahler, Karl Kraus, Joseph Roth, Artur Schnitzler
y Stefan Zweig demuestran la deuda de Austria-Hungría con sus
judíos. No todos los austríacos compartían esta opinión. El
popular intendente de Viena, Karl Lueger, lanzó virulentos y
continuos ataques antisemitas durante sus 12 años en funciones. Su
retórica y presencia pública fue estudiada de cerca por otro
ciudadano austríaco que vivía en la ciudad en ese momento, Adolf
Hitler. Hoy, Lueger merece el homenaje de una estatua en una
prominente plaza pública que lleva su nombre. Lueger merece otra
distinción: inventó una política de �empleos para los muchachos�
para los partidarios de su partido de derecha. El antisemitismo y el
nepotismo se hicieron endémicos. Para 1938, había unos 250.000
judíos en Viena, de una población de poco más de 2 millones. Su
presencia tuvo otro profundo efecto cultural en la vida austríaca.
Una capital imperial de unos 2 millones de ciudadanos en un imperio de
60 millones es una cosa; pero 2 millones en una república alpina de
7,5 millones es otra muy diferente. Tras la Primera Guerra, la
sofisticación de una metrópolis llena de figuras de renombre
internacional constrastaba penosamente con un interior alpino
culturalmente aislado. En un ejemplo vívido, en todos los clubes de
fútbol la primera división austríaca venía de Viena, asegurando
que los campeonatos quedaran siempre en la capital. Los vieneses
miraban con desprecio a las otras regiones de Austria y los contactos
con los �yokels� eran limitados. Aquí había dinamita con una
mecha muy corta.
Hoy, no es ninguna coincidencia que el mayor apoyo para Joerg Haider y
su partido de la Libertad venga de Carintia y de Salzburgo. Sus
raíces están evidentemente en la historia de Austria. En 1938, no se
necesitada demasiado poder de convicción para culpar a los judíos
por el lamentable estado de Austria. Hoy, los judíos no pueden ser
culpados, porque quedan poquísimos. Para los seguidores más
fervientes de Haider, es la última ola de inmigrantes, refugiados de
todo el mundo, particularmente de Yugoslavia, la que parece amenazar
la actual riqueza de Austria.
* Escritor nacido en Viena; se
trasladó a Gran Bretaña en 1938. |