Enelda quiso,
este año, ir a pasar las Fiestas con su familia, en Santa Cruz de la
Sierra, Bolivia. Hacía tres años que no iba, porque en su trabajo como
empleada doméstica tiene dos semanas de vacaciones y el viaje por tierra,
entre ida y vuelta, le demanda una semana entera, entre trasbordos de
micros y espera de trenes. Y además a Enelda la acongoja ver a su mamá
que, dice, está mal de los nervios, y siempre que ella viaja a visitarla,
a medida que se acerca la hora del regreso, se aferra a Enelda, la aprieta
contra sí, la ahoga, la atormenta con llantos pidiéndole que no se vaya,
que se quede con ella. Pero Enelda tiene que volver a Buenos Aires, porque
los quinientos dólares que cobra por limpiar una casa y atender a los dos
chicos de esa familia que la trata bien se traducen, por ejemplo, en una
dentadura postiza nueva para su padre, en un chequeo completo para su
madre --que este año incluyó hasta tomografía computada (el médico le
dijo: "Señorita, su madre no tiene nada. Son los nervios")--, y
en los doscientos dólares mensuales de los que viven sus padres y su
hermano más chico. Cada año Enelda se pregunta si ya llegó el momento
de volver, porque acá, dice, no está en su casa. Acá es una bolita. Y añora
ese universo de calor indecible en el que todos son como ella, comen
frituras a destajo y se comunican en una lengua pródiga en eñes y
vocales.
A miles de kilómetros de
Buenos Aires y de Santa Cruz de la Sierra, las dos ciudades que forman en
el imaginario de Enelda la encrucijada de su vida --ir o volver--, en los
invernaderos de El Ejido español, en Almería, los 15.000 inmigrantes
magrebíes soportan en estos días la calma contracturada que le sigue al
estallido. El estallido fue la caza de moros que desató el asesinato de
una niña. Un magrebí descentrado la mató, y esa chispa de rabia ante el
espanto fue la que desató el espanto mayúsculo de miles de ejidenses
linchando moros, incendiándoles las casas, apaleándolos, negándose a
venderles alimentos. El rapto xenófobo se extendió tan rápidamente, que
sólo es posible pensar ese vigor del odio desde un odio muy antiguo,
subterráneo, larvado, nunca dicho. En esa zona de España, la mano de
obra barata y los contratos en negro que suponen los moros hizo posible
cierto esplendor. La dinámica económica fue la que atrajo hace unos años,
como un imán, a miles de magrebíes que, como Enelda, van a trabajar para
mantener familias a la distancia, con el costo considerable de vivir en un
lugar en el que se los desprecia. Pero a pesar de las palizas, del
apartheid provinciano que ahora amenaza en El Ejido con bares y baños y
pensiones para moros y para no moros, nadie en esa pequeña región de
Almería se confiesa racista. Lo que los sulfura, dicen, no es que los árabes
sean árabes, sino que sean sucios, que sean promiscuos, que sean
libidinosos, que sean borrachos, que sean indocumentados.
Muy, muy lejos de la casa
santacruceña de los padres de Enelda y también lejos de El Ejido, en
Carintia el gobernador Joerg Haider también niega ser racista. Sonríe pícaramente
para las fotos acompañado por su robusta esposa y se relame en el
estruendo que el salto de su partido al gobierno austríaco está
provocando en la Unión Europea. El fenómeno es analizado desde todos los
ángulos, incluso el psicoanalítico. En la Universidad de Klagenfurt, el
psicoanalista y heiderólogo Klaus Ottomeyer ha hecho una caracterización
de Haider que seguramente también se hubiese podido hacer de Hitler antes
de que una mayoría lo votara: una versión de Robin Hood que lucha contra
los poderosos a favor de los más débiles, una versión de Rambo que
tiene la fuerza necesaria como para luchar contra la burocracia y hasta
contra los escrúpulos, una versión populista que lo hace tomar cerveza
con los aldeanos y recibir flores de niñas tirolesas, y finalmente una
versión neonazi que el psicoanalista interpreta como el deseo filial de
salvar la imagen de sus propios padres, nazis irredentos, para
tranquilizar su espíritu, si es que lo tiene. Como fuere, si Haider es
nazi, como él mismo ha dicho y ha desdicho, lo es al modo de esos
ejidenses que lincharon moros en la calle pero, interrogados, se alteran
si alguien los llama racistas. La noción de lo políticamente correcto está presentando sus primeras y atroces fisuras. Impide nombrar al lobo, pero no impide que el lobo esté. |