Por
Cecilia Bembibre
"Un
conductor atropella, escapa y deja huesos y un corazón destrozados";
"la última esperanza de Spike Mungai es una trasfusión de células
rojas"; "los médicos determinan si la pata de Smokey deberá
ser amputada". Tratándose de un programa sobre mascotas, los títulos
que abren cada noche "Emergencias veterinarias" (por Animal
Planet, de lunes a viernes a las 20) son, al menos, inesperados. En los
primeros minutos, la combinación de drama hospitalario, crónica policial
y los enormes ojos de un cachorro agonizante son argumentos irrebatibles
que convencen al espectador de quedarse a ver más. Lo suficiente, al
menos, para que el perro atropellado vuelva a caminar, Spike Mungai se
reponga o que Smokey agradezca silenciosamente, con la cara algo sedada,
por haberle salvado la vida.
Aunque comparten la fórmula que hizo de "ER" uno de los
programas más vistos de la televisión estadounidense, en
"Emergencias veterinarias" los quirófanos y las salas de espera
son mucho más que escenografías sofisticadas. Las historias eluden
maratones de histrionismo de las mascotas para apelar a la compasión. A
que el televidente odie al conductor irresponsable que destrozó corazón
y huesos, se angustie porque los samaritanos que rescataron a un gato no
pueden pagar la operación y lo condenen sin querer a la eutanasia, y sonría
con el mismo alivio que sus dueños al ver a la brillante serpiente de
Burma recuperarse de su catarro.
"Yo vaticinaba que la gente diría `oye, mi perro está
enfermo, quita esa cámara de ahí', cuando se les pidiera que
participaran del programa. pero creo que sólo un par de personas se negó
a aparecer", asegura el doctor Kevin Fitzgerald, integrante del
equipo médico del Hospital Veterinario Alameda East, Colorado, donde se
graba el programa. Además de aparecer en los créditos de cada capítulo,
los veterinarios del ciclo son los primeros en compadecerse de los
animales malheridos. "El primer gato era de mi ex mujer: nunca le caí
bien. Traje el segundo porque le daba pena que su mascota no me quisiera,
pero con éste tampoco nos entendimos. Recién con el tercero hubo
onda", cuenta uno de los médicos, dueño también de una iguana,
algunos peces y dos perros, todos ex pacientes sin dueño.
Rhonda y su hijo Brandon, de
dos años, llegan a la clínica Alameda con una gata vagabunda en los
brazos. Tiene las patas destrozadas, los huesos sobresalen de la piel.
Salvarle la vida al animal costaría 1200 dólares y mucho tiempo,
advierte a Rhonda uno de los médicos. "No es su
responsabilidad", la consuela más tarde cuando ella autoriza la
eutanasia de la gata. "Si tuviera ese dinero..." repite la mujer
entre sollozos, y la cámara vira hacia otra historia.
Un perro negro fue atropellado.
Cory lo encontró en la ruta, cuando el primer auto en pisarlo se perdía
en el horizonte, y un segundo coche se llevaba por delante al animal
herido. "Ninguno de los dos se detuvo", le cuenta con los ojos húmedos
al veterinario, que sabe muy bien de qué habla. Una operación de rutina
hará que el perro vuelva a caminar. Cory accede a pagar los gastos y a
hacerse cargo de la recuperación. "Es difícil resistirse a una
criatura indefensa, especialmente si está bajo riesgo de recibir
eutanasia", dice sabiamente el conductor. El perro, como si lo
entendiera, mueve la cola. El programa no carece de suspenso: muchos de
los protagonistas no llegan vivos al final.
El caso de la gata vagabunda es
atípico, porque uno de los veterinarios decidió operarla gratis: Rhonda
accede con alegría a cuidarla y la bautiza Autopista. El mismo día en la
clínica reciben casos de rutina: un pequinés empachado de chocolate, un
perro viejo llamado Frisco que llega con una pata rota. "Quiérelo, y
él te querrá", asegura una voz en off. El perro negro se llama
ahora Jack Kerouac, y corre junto a Cory, el samaritano que le salvó la
vida en el camino.
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