Por Horacio Bernades
Filmada
casi una década antes de la caída del Muro de Berlín, Adiós a Matiora,
que recién ahora se estrena en el cine Cosmos, parecería formar parte
(junto con La batalla por Moscú, Mariscal Zukhov y Pantano, exhibidas en
la misma sala con más de veinte años de atraso) del posible ciclo �Nuevos
estrenos del viejo cine soviético�. Pero entre aquellas antiguallas del
stalinismo y este film hay una pequeña diferencia: detrás de La batalla
..., Zukhov y Pantano había apenas unos funcionarios del celuloide.
Detrás de Adiós a Matiora hay un cineasta.
El cineasta en cuestión es Elem Klimov, cuya obra más conocida sigue
siendo la espeluznante Venga y vea, unos años posterior a ésta y su
último film hasta la fecha. Mientras que ésta actuaba a la manera de una
terapia de shock, poniendo al espectador en los ojos de un niño y
haciéndole vivir bien de cerca los horrores de la guerra (en una aldea
bielorrusa tomada por los nazis), Adiós a Matiora (conocida también como
Proschanie) es una elegía introspectiva, algo así como una triste balada
campesina. La historia es, básicamente, la misma que cuenta el film
hispanoargentino Las huellas borradas, estrenado la semana pasada: los
últimos días de una aldea condenada a desaparecer. Hasta la razón de su
desaparición es la misma en ambos casos: la inminente construcción de
una represa. En lo que difieren por completo es en el tratamiento:
mientras que Las huellas borradas elige el camino del naturalismo, Elem
Klimov se acerca a su tema y sus personajes, no tanto contando la historia
de los últimos días de Matiora, sino pintándolos, se diría, a la
manera de un impresionista.
Basada en una novela del escritor Valentin Rasputin y originalmente un
proyecto de su esposa, la cineasta Larisa Shepitko (de ella, en Argentina
se conoció Ascensión, su film más famoso), tras la muerte de ésta en
un accidente automovilístico, Klimov decidió, quizás a modo de homenaje
póstumo, retomar ese proyecto inconcluso. La anécdota del film se reduce
al simple hecho de que la aldea de Matiora va a ser barrida, sazonado por
la difícil convivencia entre sus pobladores y los encargados de cumplir
con el desalojo. La presencia de un funcionario como villano máximo y el
carácter oficial del proyecto de infraestructura, sumados al hecho de que
Klimov nunca contó con las simpatías del Politburó, hicieron que Adiós
a Matiora quedara, una vez terminada, en estado de congelación (la propia
Venga y vea no tuvo un destino muy distinto). De tono elegíaco, el film
está contado como un largo duelo, en el que los rostros de los
pobladores, ciertos rituales, danzas y cantos comunitarios, escenas que
parecerían captadas al paso, importan más que cualquier peripecia.
Klimov logra introducir en este cuadro brochazos de lirismo (la anciana
que reza una última plegaria a la tierra) y de humor negro (el fósforo
con el que un aldeano quiere prender fuego a su casa se apaga con el
viento, y luego está a punto de incinerarlo). El realizador moscovita
construye, sobre el final, un par de grandes secuencias: aquélla en la
que las mujeres del pueblo �ponen a nuevo� una casa que va a ser
quemada, y esa otra en la que una barcaza navega a la deriva, entre
lejanos sonidos apagados. Como si fuera el tiempo mismo el que se aleja,
en medio de una bruma espesa.
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