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Voltaire le dedica a la crítica
de esta concepción la mejor de sus novelas, que se llama Cándido o el
optimismo y es de 1759. Uno de los personajes centrales de la novela, y
sin duda el más pintoresco, es el doctor Pangloss, quien es un apasionado
defensor de las tesis de
Poco más adelante, Pangloss y
Cándido se encuentran con un derviche, considerado el más profundo
pensador de Turquía, y Pangloss le sugiere que les diga cómo ha sido
creado un animal tan raro como el hombre. El derviche lo trata de mal modo
y se niega a contestar. Aquí, Cándido, una vez más, desliza una queja
que surge de los sufrientes avatares que transita en la novela. Dice Cándido:
"Pero mi reverendo padre, el mal está enseñoreando la tierra"
(p. 148). A lo que responde el derviche: "¿Qué importa que haya mal
o bien? Cuando Su Alteza envía un buque a Egipto, ¿le importa saber si
los ratones que hay en el buque están bien o mal?". Humildemente,
Pangloss pregunta: "¿Qué hacer pues?". Y el derviche responde:
"Callar". (Importa señalar, sin duda con algún apresuramiento
pero no sin poder sugerente valioso, que este derviche se aproxima a
Ludwing Wittgenstein, quien, en su Tractatus, tampoco tendría respuestas
para las desventuras de Cándido, para su dolorosa afirmación: el mal está
enseñoreado de la tierra. Wittgenstein diría: "El método correcto
de la filosofía sería propiamente éste: no decir más que lo que se
puede decir". Wittgenstein diría lo que célebremente ha dicho:
"De lo que no se puede hablar hay que callar". Tractatus
logico-philosophicus, Alianza, p. 183. Con lo que se aproxima al derviche
de Voltaire.) En el final, Pangloss insiste con su filosofía del
optimismo, que ya suena a clara resignación: "Todo está
rigurosamente encadenado en el mejor de los mundos posibles --decía a
veces Pangloss a Cándido--; porque la verdad es que si no os hubiesen
despedido de un hermoso castillo por el amor de la señorita Cunegunda, si
no os hubiesen metido en la Inquisición, ni hubieseis recorrido a pie América
(...) no comeríais aquí azambogos confitados y pistachos" (p. 150).
De esta forma, Pangloss
ejemplifica para Voltaire un optimismo que acepta el mundo tal cual es y
no se rebela contra la cuestión fundamental que la novela expresa: que el
Mal se ha enseñoreado de la tierra. Voltaire apuesta a la revolución y
apuesta también al poder de la razón como instrumento para hacerla. Sin
embargo, este iluminismo voltaireano será duramente criticado por la
escuela de Frankfurt. Adorno y Horkheimer escriben Dialéctica del
Iluminismo y parten de una certeza semejante a la del Cándido de
Voltaire. Escriben: "Lo que nos habíamos propuesto era nada menos
que comprender por qué la humanidad, en lugar de entrar en un estado
verdaderamente humano, desembocó en un nuevo género de barbarie"
(Dialéctica del Iluminismo, Sudamericana, 1987, p. 7). Habrán de llegar
a resultados antagónicos a los de Voltaire. Ahí donde éste encontraba
la solución (en la razón y su poder para transformar y dominar la
realidad), Adorno y Horkheimer habrán de encontrar el origen del proceso
histórico que llevó a Auschwitz: la razón entendida como
instrumentalidad, como dominio y sometimiento. Al cabo, cuando Hannah
Arendt habla de la banalidad del Mal habla del uso burocrático de la
racionalidad instrumental.
La cuestión que (recurriendo a
Voltaire y su Cándido) estoy circundando es la siguiente: en un mundo
entregado al Mal en todas sus formas, ¿sirve de algo el optimismo? ¿Qué
oponerle al Mal? ¿La racionalidad voltaireana? ¿El silencio del
positivismo lógico de Wittgenstein? ¿El abandono de la razón entendida
como instrumentalidad que llevan a cabo Adorno y Horkheimer? Porque hay
algo realmente terrible que los filósofos de Frankfurt, al menos en la
frase que hemos citado, han eludido. La cuestión no reside en entender cómo
la humanidad entró en un estado de barbarie en lugar de entrar en un
estadio "verdaderamente humano", sino en aceptar que la barbarie
ha sido y es un estadio verdaderamente humano, acaso el más humano de los
estadios, sin duda el más persistente. Realidad que el optimismo nunca
revelaría y sí, en cambio, un pesimismo crítico-práctico, como el que
deberíamos ejercer.
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