Como hombre del
Iluminismo, como uno de los filósofos que preparan el terreno de ideas en
que surgirá la Revolución Francesa, Voltaire era un inconformista. Para
él, el optimismo es reaccionario. Y cuando piensa en el optimismo piensa
en Leibniz y su teoría del "mejor de los mundos posibles".
Aproximadamente, Leibniz razonaba así: si Dios ha creado este mundo es
porque éste es el mejor de los posibles, si no hubiera creado otro. Al no
haber creado otro, y siendo Dios infinitamente bueno y deseando lo mejor
para la humanidad, creo éste, este mundo que habitamos y que
necesariamente tiene que ser el mejor de los posibles, de modo que
quejarse es absurdo y la aceptación es el corolario espiritual de
semejante filosofía.
Voltaire le dedica a la crítica
de esta concepción la mejor de sus novelas, que se llama Cándido o el
optimismo y es de 1759. Uno de los personajes centrales de la novela, y
sin duda el más pintoresco, es el doctor Pangloss, quien es un apasionado
defensor de las tesis de
Leibniz y habrá de aplicarlas a lo largo del relato. De este modo,
entregará la visión optimista de todos los sucesos, aun de los más
aberrantes. Por ejemplo: Cándido se entera de la terrible noticia de la
muerte de su amada. Desgarrado, exclama: "¡Cunegunda ha muerto! ¡Ah!
¿Dónde estás tú, el mejor de los mundos? Pero, ¿de qué enfermedad
murió? ¿Por ventura habrá ocasionado su muerte el ver cómo me
arrojaban a puntapiés del hermoso castillo de su señor padre?". El
doctor Pangloss (que ha sufrido desgracias, ya que es tuerto) explicará
al joven cómo murió su amada sin ahorrarle detalle alguno. Dirá:
"No --dijo Pangloss--, la destriparon unos soldados búlgaros después
de violarla cuanto puede ser violada una mujer. Aquellos soldados
destrozaron la cabeza del barón, empeñado en defender a su hija, y a la
baronesa la hicieron trizas" (Cándido y otros cuentos, Alianza,
1999, p. 57. De paso, qué afortunado escritor Voltaire, ya que le siguen
editando sus relatos doscientos cuarenta años después. Se parece
bastante a la inmortalidad). El joven se desespera, no podía recibir peor
y más cruel noticia. Pangloss, no obstante, habrá de tranquilizarlo. Le
dice: "Todo eso era indispensable --arguyó el doctor tuerto--; de
las desventuras particulares nace el bien general; de modo que cuanto más
abundan las desdichas particulares más se difunde el bien" (p. 59).
Poco después, unos náufragos (la novela de Voltaire es pródiga en
acontecimientos y esto era, exactamente, lo que Voltaire entendía por
novela) consiguen algo para comer. "Pero la comida fue triste hasta
el extremo de que los comensales regaron con sus lágrimas el pan;
Pangloss los consolaba diciéndoles que las cosas no podían pasar de otra
manera; ni ser mejores de lo que eran" (p. 62). De este modo, Cándido,
el héroe de la novela, formula una pregunta inevitable: "Cándido
asustado, sobrecogido, loco, palpitante, decía entre sí: 'Si éste es el
mejor de los mundos imaginables, ¿cómo serán los otros?'" (p. 63).
No obstante, habrá de definir a Pangloss como "el más grande metafísico
de Alemania" (p. 140). A este metafísico la novela lo envuelve en
mil azares y peripecias, muchas horribles, en extremo desagradables. De
modo que Cándido puede preguntarle: "Y bien, mi querido Pangloss
--dijo Cándido--, mientras os ahorcaban y os disecaban y os medían las
espaldas, ¿no varió nunca vuestro modo de pensar? ¿Siempre habéis creído
que todo sucede inmejorablemente?". A lo que responde Pangloss:
"Opino como opinaba, pues soy filósofo, y no me conviene
contradecirme" (p. 144). De donde la condición del filósofo se
identifica con la del necio, la del testarudo. Jamás la realidad le hará
cambiar sus ideas, por horrible que sea. Vale más la coherencia que
admitir los horrores de la vida.
Poco más adelante, Pangloss y
Cándido se encuentran con un derviche, considerado el más profundo
pensador de Turquía, y Pangloss le sugiere que les diga cómo ha sido
creado un animal tan raro como el hombre. El derviche lo trata de mal modo
y se niega a contestar. Aquí, Cándido, una vez más, desliza una queja
que surge de los sufrientes avatares que transita en la novela. Dice Cándido:
"Pero mi reverendo padre, el mal está enseñoreando la tierra"
(p. 148). A lo que responde el derviche: "¿Qué importa que haya mal
o bien? Cuando Su Alteza envía un buque a Egipto, ¿le importa saber si
los ratones que hay en el buque están bien o mal?". Humildemente,
Pangloss pregunta: "¿Qué hacer pues?". Y el derviche responde:
"Callar". (Importa señalar, sin duda con algún apresuramiento
pero no sin poder sugerente valioso, que este derviche se aproxima a
Ludwing Wittgenstein, quien, en su Tractatus, tampoco tendría respuestas
para las desventuras de Cándido, para su dolorosa afirmación: el mal está
enseñoreado de la tierra. Wittgenstein diría: "El método correcto
de la filosofía sería propiamente éste: no decir más que lo que se
puede decir". Wittgenstein diría lo que célebremente ha dicho:
"De lo que no se puede hablar hay que callar". Tractatus
logico-philosophicus, Alianza, p. 183. Con lo que se aproxima al derviche
de Voltaire.) En el final, Pangloss insiste con su filosofía del
optimismo, que ya suena a clara resignación: "Todo está
rigurosamente encadenado en el mejor de los mundos posibles --decía a
veces Pangloss a Cándido--; porque la verdad es que si no os hubiesen
despedido de un hermoso castillo por el amor de la señorita Cunegunda, si
no os hubiesen metido en la Inquisición, ni hubieseis recorrido a pie América
(...) no comeríais aquí azambogos confitados y pistachos" (p. 150).
De esta forma, Pangloss
ejemplifica para Voltaire un optimismo que acepta el mundo tal cual es y
no se rebela contra la cuestión fundamental que la novela expresa: que el
Mal se ha enseñoreado de la tierra. Voltaire apuesta a la revolución y
apuesta también al poder de la razón como instrumento para hacerla. Sin
embargo, este iluminismo voltaireano será duramente criticado por la
escuela de Frankfurt. Adorno y Horkheimer escriben Dialéctica del
Iluminismo y parten de una certeza semejante a la del Cándido de
Voltaire. Escriben: "Lo que nos habíamos propuesto era nada menos
que comprender por qué la humanidad, en lugar de entrar en un estado
verdaderamente humano, desembocó en un nuevo género de barbarie"
(Dialéctica del Iluminismo, Sudamericana, 1987, p. 7). Habrán de llegar
a resultados antagónicos a los de Voltaire. Ahí donde éste encontraba
la solución (en la razón y su poder para transformar y dominar la
realidad), Adorno y Horkheimer habrán de encontrar el origen del proceso
histórico que llevó a Auschwitz: la razón entendida como
instrumentalidad, como dominio y sometimiento. Al cabo, cuando Hannah
Arendt habla de la banalidad del Mal habla del uso burocrático de la
racionalidad instrumental.
La cuestión que (recurriendo a
Voltaire y su Cándido) estoy circundando es la siguiente: en un mundo
entregado al Mal en todas sus formas, ¿sirve de algo el optimismo? ¿Qué
oponerle al Mal? ¿La racionalidad voltaireana? ¿El silencio del
positivismo lógico de Wittgenstein? ¿El abandono de la razón entendida
como instrumentalidad que llevan a cabo Adorno y Horkheimer? Porque hay
algo realmente terrible que los filósofos de Frankfurt, al menos en la
frase que hemos citado, han eludido. La cuestión no reside en entender cómo
la humanidad entró en un estado de barbarie en lugar de entrar en un
estadio "verdaderamente humano", sino en aceptar que la barbarie
ha sido y es un estadio verdaderamente humano, acaso el más humano de los
estadios, sin duda el más persistente. Realidad que el optimismo nunca
revelaría y sí, en cambio, un pesimismo crítico-práctico, como el que
deberíamos ejercer.
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