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Porque el inflexible objetivo
de la protagonista, en este caso, es llegar a la gran fiesta que, con
motivo de su boda, celebra el Gran Sultán Leo Vigésimo Octavo, el león.
Llegará cueste lo que cueste, a pesar de las advertencias, limitaciones y
peligros. Llegará, inclusive, a pesar de la propia muerte del león.
Llegará a una fiesta muy distinta, a un casamiento inesperado, pero
llegará. Más allá de las dificultades, de la distancia, del tiempo e
inclusive del fin de la vida. "La manera más certera, infalible y
justa de llegar es por el camino caminar, un paso y otro paso hay que
dar", es la moraleja, en versión musical, de la obra.
La adaptación titiritesca de
Carlos Almeida resulta entretenida y casi nunca pierde el ritmo, aunque éste
sea más bien parsimonioso, en consonancia con la marcha de una tortuga
que tiene todo el tiempo del mundo. Movimientos suaves en una puesta
colorida, pequeños personajes que acompañan el trayecto, sutiles
variaciones en la escenografía, iluminación jugada a la creación de
espacios distintos y retablos movibles que van generando nuevas escenas
ayudan a conservar la dinámica y a mantener el interés.
Uno de los fuertes de la puesta
es el diseño y la realización de los títeres, a cargo de Florencia
Salas y Roberto Docampo, que apuntaron a configurar un elenco de
personajes variados y visualmente atractivos, en una concepción estética
que privilegia el colorido sin estridencias, las ondulaciones suaves, los
vuelos. Por otro lado, el permanente abordaje humorístico presente en el
libro y en la letra de las canciones y la música, a cargo de Tito Loréfice,
operan como recursos muy interesantes para aderezar un relato en el que no
se escenifican conflictos potentes, más allá de la aparición de
distintos personajes que intentan detener la travesía de la heroína: una
bandada de cuervos leguleyos, una pareja de tucanes tangueros, una
peligrosa araña aparentemente andaluza, un rebaño de policíacos
dinosaurios, unos caracoles pusilánimes, un elefante piadoso. Cada escena, determinada por la intervención de estos diferentes personajes que se cruzan en el camino, parece poner en juego la exhibición de distintos tipos humanos, y reírse de ellos. Los represores, los cobardes, los legalistas, los hipócritas, los llorones, entre otros, aparecen como objeto de una mirada irónica --encarnada por un coro de graciosos títeres llenos de plumas-- que se burla de la debilidad, el temor al esfuerzo, la flaqueza, y de su cara oculta: la intolerancia y el autoritarismo. En la otra vereda se destacan los solidarios, como el elefante, y los que acompañan y embellecen, como las flores o el gusano. Y los que aman, como Beppo, el tortugo enamorado de Casiopea, quien tampoco le teme a nada aunque su objetivo sea diferente: él no se propone llegar a ningún lugar más que al corazón de su amada. El periplo del tortugo, incansable detrás de Casiopea, queda algo desdibujado y sus posibilidades dramáticas parecen desaprovechadas en un papel demasiado secundario. Su romance, aunque se anuncia desde el comienzo, queda relegado a un final feliz, que de esta manera cierra la obra con confites para todos. Es que Casiopea, que sabía que llegaría, como lo sabe el público, no sabía que llegaría a su realización amorosa, a su propia boda, a su destino de tortuga que siempre llega aunque no sepa realmente adónde va.
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