Voces
Por Eduardo Galeano |
Para la Cátedra de Lingüística
A la ventura se marcharon tres hermanos, por tres caminos, y tres
años después regresaron a su casa, en el sur de Veracruz.
El padre les preguntó qué habían aprendido en esos andares.
El hijo mayor contestó:
�Yo conocí las artes de sastrería.
El padre asintió.
El del medio informó:
�Yo me hice maestro en carpintería.
El padre aprobó.
El hijo menor contó:
�Yo aprendí el idioma de los pájaros.
Y el padre se enojó. El más muchacho, su hijo del alma, le venía con
embustes. Entonces, un pájaro cantó, desde la rama más alta, sobre el
tejado. Varias veces el pájaro cantó lo mismo, un canto que parecía
anunciar alguna cosa, y el padre exigió al hijo menor:
�Si no eres un mentiroso, dime lo que dijo.
El hijo se negó, pero el padre insistió.
�No te gustará saberlo �advirtió el hijo.
Y cuando, por fin, tradujo el canto, el padre palideció y lo echó de la
casa.
Los mendigos
Para triunfar en la vida, los mendigos estudian.
Espiando la tele, en bares y vidrieras, los mendigos reciben lecciones de
los maestros del oficio. En la pantalla chica, ellos asisten a las clases
impartidas por los presidentes latinoamericanos, que pasan el sombrero en
las conferencias internacionales, y que practican el arte de implorar en
sus periódicas peregrinaciones a Washington.
Así, los mendigos aprenden que la verdad no es eficaz. Un buen
profesional no pide para el vino: extiende la mano suplicando una caridad
para llevar a la anciana madre al hospital, o para pagar el cajón del
hijito que acaba de morir, mientras con la otra mano exhibe la receta
médica o el certificado de defunción.
Los mendigos también aprenden que algo hay que ofrecer, a cambio de la
limosna. Ellos tienen la calle por patria, carecen de territorio: no hay
suelos, ni subsuelos, ni empresas públicas, que puedan entregar. Pero
pueden prometer un lugar en el Cielo: no me obligue a robar, Dios también
pidió, lo dice la Biblia, Dios se lo pague, Dios lo tenga en la Gloria.
Cada vez que la caridad ocurre, la cárcel pierde un preso y el Paraíso
gana un habitante.
La actriz
Hace más de medio siglo, la Comedia Nacional llevó Bodas de sangre a
los campos de Salto. Desde otros campos, lejanos campos de Andalucía,
venía esta tragedia de García Lorca. Era una historia de familias
enemigas, una boda rota, una novia robada, dos hombres queriendo esa
mujer: en tierras de secano, corría la sangre más fuerte que el agua, y
peleando a cuchillo, acuchillados, caían los dos. La madre de uno de los
muertos decía a su vecina:
�¿Te quieres callar? No quiero llantos en esta casa. Tus lágrimas son
lágrimas de los ojos, nada más.
Margarita Xirgu era, en escena, esa madre dolida y altiva. Cuando se
apagaron los aplausos, un peón de estancia se le acercó. Sombrero en
mano, la cabeza gacha, le dijo:
�La acompaño al sentimiento. Yo también perdí un hijo.
Las páginas
Iván Kmaid había querido que los querientes se quisieran una vez
más, o tres, o cinco, porque impar es la dicha; y en noche impar nos
juntamos sus amigos, para evocarlo, bajo los árboles del parque Rodó.
Esa noche, Hugo Burel leyó algunas páginas en memoria de Iván, algo
así como un conjuro contra su muerte. Y a la tarde siguiente, cuando
quiso guardar esas palabras, descubrió que las había perdido.
Hugo se lanzó a recorrer, uno por uno, todos los lugares donde había
estado. Ni rastros. Pero de pronto recordó que en la noche, al regreso de
aquella ceremonia, se había cruzado con una manifestación de
cooperativistas, y que había parado el auto al pie del Obelisco. ¿Se
habrían volado las hojas por la ventanilla abierta?
Estaba la calle todavía alfombrada por los volantes que la manifestación
iba arrojando a su paso. Hurgando bajo esa manta de papeles, Hugo
encontró sus páginas. Estaban dispersas, una por acá, otra por allá,
salvadas de la lluvia y del viento.
Encontró todas, menos una. Faltaba la última. Siguió revolviendo al
volanterío desparramado sobre la calle, y le llamó la atención un
muñequito de papel. Lo levantó, reconoció su letra. Alguien había
recortado aquella última página, y el manuscrito había quedado
convertido en muñequito: brazos, piernas, una boca grande, abierta de
risa.
Sí, alguien había recortado esa hoja. ¿Alguien? Hugo apretó el
muñequito contra su pecho, meneó la cabeza, y sonrió mirando más allá
de las nubes.
El libro
Reina Reyes quería que Felisberto Hernández pudiera dedicarse a
escribir sus cuentos prodigiosos y a tocar el piano. La literatura le daba
pocos lectores y plata ninguna, y la música no era, que digamos, un gran
negocio: Felisberto viajaba por el interior uruguayo y el litoral
argentino, ofreciendo conciertos, y terminaba siempre escapándose del
hotel por la ventana.
Reina se ganaba bien la vida. Mientras vivió con ella, Felisberto no
escuchó nunca hablar de dinero.
El primer día de cada mes, Reina le regalaba un libro, de alguno de los
narradores o poetas que a él le gustaban. Dentro del libro, estaba la
libertad que lo salvaba del infierno de las oficinas, o de cualquier otro
tormento laboral de esos que roban las horas y gastan la vida. Cada pocas
páginas, bien planchadito, había un billete.
La vitamina
Al despertar, Sandra Cisneros recibe su vitamina. Cada mañana, su
VitaBert está esperándola en la pantalla de la computadora. Bert Snyder
envía una palabra por día, desde su casa de Nueva York hasta la casa de
Sandra en San Antonio. Cada día, una palabra diferente. Estas vitaminas
se toman de a una.
Es un alimento de primera necesidad:
�Y hoy, ¿qué será de mí? �se pregunta Sandra, que sufre síndrome
de abstinencia cada vez que Bert sale de viaje y suspende el suministro.
Una fórmula misteriosa: ella no sabe por qué, y quizá Bert tampoco
sabe, pero cada Vita-Bert es la palabra que ella está necesitando,
precisamente el día que llega, para vivir, escribir y demás vicios.
Las Vita-Bert son palabras amorosas o desafiantes, ayudonas o rezongonas o
insultantes, o son simplemente palabras, palabras porque sí, como
tightrope o swing o perhaps. Sandra repite la palabra de cada día a su
papagayo, Agustín Loro, con la esperanza de que él la aprenda de
memoria, pero Agustín Loro sólo habla español.
La palabra
Estás encerrado, supongamos, penando tus penares, tus penas de verdad,
penas del dolor y del horror, y también las otras, tus penas tontas y
tantas: estás condenado, supongamos, a pena perpetua, prisionero de la
tristeza en celda solitaria, incomunicado y sin visita. Y de pronto,
supongamos, aparece una pulga, inesperada, que se pone a practicar
piruetas de circo en la palma de tu mano. Una pulga: una palabra. Una
palabrita, que llega sin aviso, y juega.
Robert Hass cuenta la historia de un amigo. El sólo tenía cenizas en el
pecho, y una noche decidió que ya no daba más. Subió al puente de San
Francisco y trepó por los fierros, para arrojarse a las aguas de la
bahía. Y ya iba a tirarse, cuando una palabra apareció, traída por los
aires marinos o por quién sabe quién. Era la palabra seafood, que a
primera vista nada tiene de raro ni de cómico, pero al amigo de Robert
Hass esa palabra le sonó ridícula, y él se detuvo a pensar en lo
ridícula que era. En eso estuvo, mientras pasaban los segundos, los
minutos. Cuando se quiso acordar, ya había perdido las ganas de
suicidarse, y se volvió a la casa. La casa estaba vacía, nadie lo
esperaba, pero él estaba vivo.
Pienso en las palabras que podrían salvarme, llegado el caso. A mí, o a
otros. Podrían salvar muchas vidas, me parece, se me ocurre, si llegaran
a tiempo, palabras como cacofónico, paralelepípedo, chinchulín,
pluscuamperfecto, pusilánime...
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