Mientras todo el
gremio reclama el pago del impuesto docente, y los ministros Llach y
Machinea hacen malabarismos para ver cómo lo pagan, mil y pico de kilómetros
al Sur una abnegada maestra hace otro tipo de malabarismos: educar a 28
chicos de todos los niveles y de edades que van de los cuatro a los
catorce años con todo en contra: sin edificio, sin luz, sin materiales
didácticos, sin prácticamente nada. Esto sucede en la turística Península
Valdés, estrella del turismo patagónico, visitada anualmente por decenas
de miles de extranjeros de alto poder adquisitivo. Allí, la única
escuelita rural consta de una sola aula frente al mar y funciona
precariamente en lo que fuera el refugio de un pescador.
"Acá lo único que
nosotros recibimos del ministerio son dos sueldos (para mí y una señora
que es portera y cocinera) y una
partida de 100 pesos cada 40 días para el comedor." La que habla es
Andrea Bordenave, una joven y atractiva rubia que vive en Puerto Pirámides
con su familia (tiene marido y dos hijos). Ella es todo el personal pedagógico
de la Escuela Rural Nº 214, de Riacho San José, un paraje cercano a la
Isla de los Pájaros, en la entrada misma de la península, donde comienza
el delgado istmo que la une al continente. Para cumplir con sus labores
docentes, todos los días debe trasladarse unos 40 kilómetros de ida y
otros tantos de vuelta. Pero habla sin tono de queja, aunque uno se
pregunta cómo hace para alimentar con ese dinero a esos chicos que de
lunes a viernes, infaltablemente, reciben allí desayuno, almuerzo y
merienda. Son todos hijos de pescadores y de peones rurales de la península.
Inteligente, simpática y
movediza, esta treintañera nacida y criada en Puerto Madryn no se arredra
ante la adversidad. Ni siquiera se lamenta de su situación. Tiene un
humor y una fuerza que no parecen los de una argentina de su generación.
Ella, en todo caso, se ha pasado los últimos cuatro años intentando
resolver un dilema burocrático que es un verdadero paradigma del absurdo:
"Nosotros estuvimos estos años fuera de todo presupuesto, y no recibíamos
materiales ni dinero ni nada, porque no teníamos número. Eramos la
escuelita del Riacho San José, pero sin número, y eso impedía que entráramos
en el Plan Social. Yo creo que es por eso que no tenemos luz eléctrica. Y
por supuesto tampoco tenemos heladera. Apenas un aula y un comedor
chiquito, que acondicionamos nosotros cuando el refugio fue remodelado en
1996. Me hubiera gustado tener los 800 pesos que cuesta un grupito electrógeno,
pero nunca pude juntarlos. Y claro, tampoco tenemos compus ni nada de esas
cosas; quedamos afuera porque no teníamos número. Apenas nos lo dieron
ahora, en octubre pasado. Ya somos la 214 y ojalá ahora empecemos a
existir, ¿no?".
Tanta inocencia conmueve,
aunque también fastidia. Ella no tiene respuesta para la pregunta obvia:
¿Por qué tardaron tanto en recibir el dichoso número? Pero si uno anda
por la península y habla con los pescadores, enseguida encuentra la
respuesta: "Ah, porque hubo y sigue haciendo intereses que no quieren
que se afiance la escuelita", me dice Alberto mientras alista su
lancha. Otros compañeros de él se ríen. Y explican: "Aquí hay
muchos intereses turísticos, que tienen influencias políticas. Ellos
tienen miedo de que alrededor de la escuela se asiente una comunidad, una
población. Y no quieren que nadie se instale porque dicen que afectaría
al turismo. Entonces han venido trabando el asentamiento de la escuelita,
pero nosotros en la Asociación de Pescadores, y en la comunidad de
padres, no aflojamos. Hemos peleado mucho y vamos a seguir peleando porque
esta escuela es nuestra y de nuestros hijos. De ninguna manera somos
nosotros los que podríamos afectar al turismo".
En el invierno, la escuelita se
calefacciona con gas, cuando alcanza. "Es que el ministerio nos paga
dos tubos por mes --dice Andrea, mientras prepara con orgullo la fiesta de
inicio de clases para este ciclo lectivo--y con ellos tenemos que calentar
el ambiente, pero también cocinar. De todos modos, no crea, nos
arreglamos bastante bien."
¿Y qué es lo que más
necesitan?, le pregunto, como desconfiando. "Ah, qué gracioso --se ríe,
candorosa--, lo que necesitamos es un edificio. Instalado con todo, aunque
sea pequeño."
Con insólito pudor, casi
avergonzada, Andrea me pregunta si yo puedo ayudarla. Es que ella quisiera
tener libros actualizados, materiales, "cualquier cosa porque acá
nos falta todo", dice como avergonzada. Y explica que sólo tiene
manuales del año 1988 y por eso ahora que se capacitó no puede aplicar
los nuevos cambios pedagógicos. Me cuenta que retira libros de la
Biblioteca de Pirámides y los fotocopia, pero el bolsillo no le alcanza.
Al regresar de la escuelita, de
pronto pasa una camioneta roja y blanca a toda velocidad, espantando un
grupo de choiques (una especie de ñandú petiso) que pastaba junto al
camino de ripio. Va a más de cien kilómetros por hora y levanta una
polvareda impresionante, además de guijarros que son peligrosos como
balazos. Me recuerda a una escena de Una sombra ya pronto serás, la película
de Soriano y Olivera, pero con la diferencia de que este conductor es un
asesino y no lo sabe. Y lo peor es que nadie le dirá nada. Es otro
analfabeto funcional de la Argentina de estos años.
No me resisto a la pregunta,
que duele, aunque duele más la segura respuesta:
--¿Se iría de acá, Andrea,
si pudiera?
Sus ojos claros se humedecen.
Hay mucha tristeza en el fondo cuando dice: --Y, la verdad es que sí...
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