La
etapa actual del caso Pinochet parece terminar con un triunfo de la
senilidad y de la amnesia. Esta semana, el ministro británico del
Interior, el laborista Jack Straw, anunciará a la Cámara de los
Comunes una decisión definitiva (y "humanitaria"). Y
permitiría que el ex dictador chileno --sobre la base de un informe médico
que lo declaró poco saludable-- regrese a su patria sin haber
comparecido jamás ante ningún juicio sustantivo. En un momento se
pensó que la decisión sin precedentes del juez español Baltasar
Garzón de reclamar a Londres la extradición de Pinochet rumbo hacia
Madrid iba a alarmar a genocidas internacionales. Ahora sabían que en
los imprescriptibles crímenes contra la humanidad la aplicación
extraterritorial de la ley se convertía en la regla, y no en la
excepción. Pero la advertencia funcionó en un sentido muy distinto
de aquel por el que se felicitaron entonces las organizaciones de
derechos humanos. Hace dos semanas, el ex dictador indonesio Suharto,
baluarte de Estados Unidos en Indonesia por más de 35 años, se hizo
declarar incapaz por una junta médica del gobierno. Preventivamente.
Porque todavía no hay juicio por genocidio en su contra. A pesar de
todo, resulta innegable que el panorama jurídico mundial ha cambiado
para siempre, al menos más acá de las limitaciones que los poderes
ejecutivos imponen al judicial. La base de la situación actual está
en el fallo unánime de la Audiencia Española, del 31 de octubre del
año pasado. Un país reconoció que, sin importar dónde se
cometieron o la nacionalidad de víctimas o victimarios, ciertos crímenes
deben juzgarse aquí y ahora, sin excusarse con un gesto hacia un
futuro más feliz, cuando exista un Tribunal Penal Internacional.
Hasta que no exista un gobierno mundial --y es dudoso que sea deseable
en el corto plazo--, un Tribunal Penal Internacional a lo sumo servirá
tanto como sirvió el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para
frenar el genocidio de Ruanda o la masacre de Chechenia. Mientras,
habrá que esperar a que países que puedan permitírselo hagan, como
hizo España, un lugar creciente en sus legislaciones y en sus
justicias nacionales o regionales para el genocidio, los crímenes de
lesa humanidad y la tortura. Es académico decir que la sentencia de
la Audiencia Nacional Española fue un triunfo del derecho. Es más
significativo constatar la módica victoria de las víctimas, por
encima y a veces aun en contra de determinadas instituciones que
quieren encauzarla y capitalizarla.
|