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OPINION

Las palabras y las cosas

Por Alfredo Greco y Bavio

El ascenso y la caída de Joerg Haider parecen haber tenido una causa común: su telegénico carisma, su capacidad para resumir situaciones complicadas en fórmulas breves, efectivas e hirientes. Fue por ello que consiguió que un partido populista de derecha aumentara su caudal electoral del 5 al 27 por ciento, hasta ser votado así por uno de cada tres austríacos. Y fueron sus cortantes declaraciones, más que su programa de gobierno o su pasado personal, las que precipitaron la reacción europea, y apuraron la renuncia a dirigir su partido. Una contundente antología de ellas ("El Tercer Reich tuvo una excelente política laboral", "Los SS eran gente honorable", etc.) dio la vuelta al mundo. Si se vio debilitado en las internas partidarias, fue por el repudio o la atención casi universal que provocaron sus opiniones, de las que nunca consiguió desdecirse. Kurt Waldheim había sido elegido presidente de Austria en 1986. Era inocente de neonazismo. Sólo porque era un nazi auténtico, un conocedor de primera mano de los crímenes contra la humanidad, un colaborador en el exterminio de los judíos de Salónica. La reacción europea fue entonces más bien tibia. Había un cortocircuito entre el Waldheim de carne y hueso, cabal funcionario de las Naciones Unidas en la posguerra, y el monstruoso oficial nazi que exhumaban implacablemente los historiadores. A Haider, en cambio, fueron sus propias palabras las que lo incriminaron. Con esto, las ultraderechas europeas aprendieron lo que ya sabían: que ciertas cosas se dicen mejor cuando se dicen a medias, y mejor aún cuando se callan piadosamente. También en Suiza los populistas recibieron uno de cada cuatro votos, e integran el gobierno colegiado. Su líder Christoph Blocher aprendió la lección de discreción: perdió un juicio por elogiar públicamente el libro de un denegador del Holocausto. Pero el dilema subsiste para neonazismos y ultraderechas populistas. Saben que deben hacer adivinar lo que muchos no se atreven a decir contra los inmigrantes, contra las elites falsamente meritocráticas en el poder, contra la amnesia colectiva. Saben también que deben capitalizar el resentimiento del "hombre común", del europeo no domesticado por la universidad (y aun el de jóvenes yuppies) y sacar rédito de todo lo que centroderechas y socialdemócratas prefieren barrer bajo la alfombra. Pero si quieren llegar más lejos deben aumentar la apuesta y ocupar el lugar de la cultura contestataria de 1968, aunque con signo político cambiado. El riesgo es el vértigo de ascenso y caída napoleónica (aparente) que vivió Haider.

 

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