El
ascenso y la caída de Joerg Haider parecen haber tenido una causa común:
su telegénico carisma, su capacidad para resumir situaciones
complicadas en fórmulas breves, efectivas e hirientes. Fue por ello
que consiguió que un partido populista de derecha aumentara su caudal
electoral del 5 al 27 por ciento, hasta ser votado así por uno de
cada tres austríacos. Y fueron sus cortantes declaraciones, más que
su programa de gobierno o su pasado personal, las que precipitaron la
reacción europea, y apuraron la renuncia a dirigir su partido. Una
contundente antología de ellas ("El Tercer Reich tuvo una
excelente política laboral", "Los SS eran gente
honorable", etc.) dio la vuelta al mundo. Si se vio debilitado en
las internas partidarias, fue por el repudio o la atención casi
universal que provocaron sus opiniones, de las que nunca consiguió
desdecirse. Kurt Waldheim había sido elegido presidente de Austria en
1986. Era inocente de neonazismo. Sólo porque era un nazi auténtico,
un conocedor de primera mano de los crímenes contra la humanidad, un
colaborador en el exterminio de los judíos de Salónica. La reacción
europea fue entonces más bien tibia. Había un cortocircuito entre el
Waldheim de carne y hueso, cabal funcionario de las Naciones Unidas en
la posguerra, y el monstruoso oficial nazi que exhumaban
implacablemente los historiadores. A Haider, en cambio, fueron sus
propias palabras las que lo incriminaron. Con esto, las ultraderechas
europeas aprendieron lo que ya sabían: que ciertas cosas se dicen
mejor cuando se dicen a medias, y mejor aún cuando se callan
piadosamente. También en Suiza los populistas recibieron uno de cada
cuatro votos, e integran el gobierno colegiado. Su líder Christoph
Blocher aprendió la lección de discreción: perdió un juicio por
elogiar públicamente el libro de un denegador del Holocausto. Pero el
dilema subsiste para neonazismos y ultraderechas populistas. Saben que
deben hacer adivinar lo que muchos no se atreven a decir contra los
inmigrantes, contra las elites falsamente meritocráticas en el poder,
contra la amnesia colectiva. Saben también que deben capitalizar el
resentimiento del "hombre común", del europeo no
domesticado por la universidad (y aun el de jóvenes yuppies) y sacar
rédito de todo lo que centroderechas y socialdemócratas prefieren
barrer bajo la alfombra. Pero si quieren llegar más lejos deben
aumentar la apuesta y ocupar el lugar de la cultura contestataria de
1968, aunque con signo político cambiado. El riesgo es el vértigo de
ascenso y caída napoleónica (aparente) que vivió Haider. |