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Viendo la película, parece difícil
coincidir con Mark Singer, un colega de Morris (su documental Dark Days
fue otra de las sensaciones del último Sundance), que en un artículo de
la revista The New Yorker se preguntaba si Mr. Death no podía provocar
cierta simpatía por un personaje tan siniestro como Leuchter. Es verdad
que el film de Morris no se preocupa por demonizar a su protagonista, pero
realmente no necesita hacerlo. Simplemente con dejar que el entrevistado
cuente la historia de su vida y lo que él considera que son sus más
altos logros científicos, Mr. Death... se convierte en un film que va
mucho más allá del mero reportaje y que, poco a poco, gracias a la
inteligentísima construcción de su relato, termina siendo una reveladora
reflexión sobre lo que la ensayista alemana Hanna Arendt (en relación
con el juicio a Adolf Eichmann) llamaba "la banalidad del Mal".
A primera vista, se diría que
el señor Leuchter es un pequeño hombre común, un técnico como
cualquier otro, dedicado a conciencia a perfeccionar el trabajo que ama,
que resulta ser nada menos que el de proporcionar la muerte más rápida y
eficaz a un condenado. Hijo de un guardia de prisión, ya de chico
Leuchter solía jugar en la cámara de la muerte, alrededor de la temida
silla eléctrica, lo que le permitió comprobar --según sus propias
palabras-- "que a veces la carne se quemaba demasiado". Fue así
como ya de grande dedicó todos sus esfuerzos a construir una silla que
hiciera de la ejecución un acto "más humano" (sic). Con el
orgullo de quien considera que lo que han fabricado sus propias manos es
de la mejor calidad, Leuchter invita a Morris a ingresar a su laboratorio
(convenientemente ubicado en el sótano de su casa) donde exhibe la vieja
silla eléctrica de la penitenciaría de Delaware y las sensibles mejoras
que le introdujo a ésta y a otros modelos similares, realizados por
simples aficionados o incluso por los propios convictos.
El mismo Morris confiesa que él
fue el primer sorprendido cuando su fama fue creciendo y empezó a ser
convocado por otros estados, donde la pena de muerte se efectuaba con
diversos métodos (la cámara de gas, la horca), que él no conocía, pero
que se dedicó a estudiar y por supuesto también a perfeccionar. Su máximo
logro fue la "máquina de inyección letal", diseñada a la
manera del sillón de un dentista, en la que el condenado podía ver
televisión o escuchar su música predilecta mientras el veneno iba
haciendo efecto.
Fumador empedernido y cafeinómano
impenitente (100 cigarrillos y 40 tazas de café por día), Mr. Leuchter
pasó paradójicamente del apogeo al descrédito y la vergüenza pública
cuando en 1988 se convirtió en una suerte de asesor científico de Ernst
Züdel, un canadiense enjuiciado por ser uno de los más tenaces negadores
de la existencia del Holocausto. Contratado por Züdel y convencido de ser
el único auténtico especialista en su área, Leuchter viajó --¡en su
luna de miel!-- a los campos de concentración de Auschwitz y Birkenau, de
donde extrajo clandestinamente (mientras su flamante mujer oficiaba de
campana) fragmentos de los muros de las cámaras de gas, con la intención
de probar "científicamente" la inexistencia de restos de
cianuro.
El "Leuchter Report"
lo hizo tan célebre entre las tropas neonazis como impopular para el
resto del mundo, incluso para aquellos mismos funcionarios del sistema
penitenciario de Estados Unidos para los que Leuchter anteriormente había
perfeccionado a satisfacción sus cámaras de la muerte. Aislado, sin
trabajo, reconocido solamente por esos mitines neonazis en los que recibe
el aplauso de la platea leyendo sus conclusiones "científicas",
Leuchter no tardó en ganarse el divorcio de su esposa (de quien en el
film se escucha sólo su triste voz en off) y el repudio de una sociedad
que, irónicamente, hasta poco tiempo antes le había pagado por hacerse
cargo del trabajo sucio.
Nada de esto, sin embargo,
parece haber minado la confianza en sí mismo de Leuchter, que sigue
creyendo que su especialidad está por encima de los juicios políticos y
morales y que al final del film se lamenta --con una sonrisa que no oculta
su desilusión-- de que ya nadie quiera comprarle sus sillas eléctricas,
por un precio que a él le parece módico para la incuestionable eficacia
y calidad del producto.
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