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OPINION
Todo en primera persona del singular
Por Mario Wainfeld

Transmitió serenidad y desenvoltura, no se trabó y apenas si incurrió en un furcio. Fernando de la Rúa apeló permanentemente a la primera persona del singular usando hasta el cansancio, para que se notara, el pronombre �yo� (�yo voy a tratar a los grandes evasores como delincuentes�, �yo le declaro la guerra a los narcotraficantes�). Escribió y leyó un texto más bien breve para la circunstancia, redactado como un guión: con frases breves, abundancia de puntos y aparte seguidos de enfáticos silencios que facilitaban la ulterior edición en los noticieros de radio y de TV. Un discurso leído (antes bien, actuado) como una sucesión de slogans hilvanados en tono amable y no excitado. Pero severo.
Acaso el párrafo más expresivo del tono elegido fue aquel en que repitiendo los polémicos afiches, espetó �maldita cocaína�. Un slogan poco feliz, si se quiere fetichista, huérfano de propuestas concretas pero a la vez �como cuadra a un slogan� fácilmente recordable y repetible. Nítido para demarcar un mundo edénico, en el que al estilo de las viejísimas películas del Far West los �buenos� y �malos� son muy diferentes y muy fáciles de distinguir.
El Presidente persistió en mostrarse como en la campaña electoral, como un hombre de bien, indignado por la falta de cumplimiento de las leyes. Un armador de consensos políticos al mismo tiempo que un antagonista de los evasores, los narcotraficantes, los contrabandistas y aun las empresas de servicios que no compiten. Tomando prestada la jerga de los economistas -que un discurso sutilmente hilvanado como coloquial eludió con destreza�, el Presidente propuso objetivos (imposibles de no compartir por la gente del común en parte por contener buenas ondas y en parte por ser sumamente difusos) y casi no propuso instrumentos para plasmarlos. Uno de los pocos que designó con claridad, la reforma laboral, tiene poco que ver con los anhelos de dar trabajo, crecer y tener justicia social. Otro, �crecer, crecer y crecer� fue alcanzado durante varios años por el gobierno de Carlos Menem y no vino de la mano de empleo, justicia social, igualdad, seguridad en las calles ni educación.
El discurso presidencial busca convencer a los oyentes y televidentes que los representa un hombre noble que conoce al dedillo las desgracias nacionales y tiene la convicción y el poder para afrontarlas. En esa línea se inscribe el momento de mayor énfasis en lo personal de la oratoria presidencial. Aquel en que De la Rúa �con verba propia del socialismo de la primera mitad del siglo� indagó �¿alguien puede pensar que yo, Fernando de la Rúa, estoy en contra de la familia obrera?� La respuesta, tan buscada como ineludible, es que no, que nadie puede pensarlo. Que nadie puede dudar de su buena fe y sus buenos sentimientos en forma general. Pero nadie que no sea paranoico debería creer que sus precursores Raúl Alfonsín y Carlos Menem eran sádicos que sí quisieron sumir en la angustia, la marginalidad y el desempleo a muchísimos trabajadores. Tal vez sea más sensato pensar que esas desgracias no ocurrieron por maldad de los gobernantes sino por su incapacidad para enfrentar a determinados poderes fácticos que han crecido y lucrado como contrapartida de esos sufrimientos. Poderes que el mensaje presidencial no mencionó sino en forma muy general y que por ahora son tan oficialistas como el que más, seguramente porque �todo indica� no parecen ver en el Presidente a un cowboy dispuesto a enfrentarlos.

 

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