Los peligros del consenso
Por Eugenio Raúl Zaffaroni* |
¿Es siempre
democrático lo que quiere la mayoría? La mayoría se reunía para
celebrar el asado humano de brujas y de disidentes políticos (herejes).
¿Eran asados democráticos? La mayoría de los alemanes compartía el
odio a los judíos. ¿Fue democrático el Holocausto?
Nunca es democrática la masacre de un �chivo expiatorio� con consenso
de una mayoría que, para calmar la angustia que no puede convertir en
miedo por no conocer la causa de sus males, admite que se le invente la
temibilidad de un objeto cualquiera. Esa mayoría un día descubre que fue
engañada y vuelve a dar consenso, pero para guillotinar a un
desconcertado Luis Capeto y a una tonta María Antonieta.
La democracia requiere que en la discusión pública se ejercite el juicio
crítico, para poder identificar lo realmente temible, es decir, para que
no se pretenda neutralizar lo no peligroso, o hacerlo de modo
inconducente. La democracia es la que procura decidir conforme a juicios
racionales y no a prejuicios emocionales.
Por eso, no es concebible la democracia sin espacios para la discusión
pública, lo que presupone el respeto a las minorías y a los disidentes,
para preservar el propio derecho de la mayoría a cambiar de opinión.
Justamente defendiendo los espacios de discusión fuimos construyendo
estas sociedades en que vivimos, que si bien no son todo lo democráticas
que quisiéramos, son bastante plurales para permitirnos ejercitar el
juicio en cierta medida, y se formalizan en estado de derecho que tampoco
son perfectos (porque no todos son tan iguales ante la ley), pero que, por
lo menos, obligan al esfuerzo de disimular los privilegios.
Pero la democracia no avanza espontáneamente, sino en lucha contra los
prejuicios, abriendo los espacios sociales para la discusión pública,
que posibilitan las decisiones racionales.
Las manos del poder represivo se quitaron de los medios de comunicación a
brazo partido. La tortura y la arbitrariedad represiva se limitaron en
contra de todos los oscurantismos. No fue fácil, porque todo se asentaba
en prejuicios con un consenso de mayorías que, por cierto, daba poder a
las minorías.
Para los inquisidores, los más herejes eran los que no creían en las
brujas, y la mayoría del pueblo que sufría su arbitrariedad creía en
las brujas. Recién después de cuatrocientos años de asados de brujas,
un jesuita �Friedrich von Spee� publicó en 1632 el primer libro que
desenmascaraba la aberración, pero, por las dudas, ocultó su autoría
mientras vivió. Y aunque desapareció la Inquisición, quedaron la
tortura y el poder represivo absoluto, que sólo fue discursivamente
demolido en 1764 por Beccaria, en un librito que también apareció
anónimo.
La limitación de la represión, como condición y presupuesto ineludible
de la democratización y del Estado sometido a la Constitución, fue
consolidada por el pensamiento de los grandes penalistas del racionalismo,
en una tarea que no les fue sencilla: al napolitano Pagano lo fusilaron en
1799, la tradición dice que al viejo Feuerbach lo envenenaron en 1833, a
Pellegrino Rossi lo apuñalaron en 1848, Lardizábal fue marginado por la
restauración española, Melo Freire fue acusado por el absolutismo
monárquico portugués, a Romagnosi lo procesaron y los austríacos lo
tuvieron siempre bajo sospecha en Milán, Carmignani sufrió tres años de
destierro en Volterra, y el gran Carrara, tuvo que pelear toda su vida con
jueces ignorantes. Ese fue el precio que pagaron por su esfuerzo para
reemplazar los prejuicios por juicios.
Gracias a ellos conseguimos estas democracias, pero la lucha contra el
prejuicio no acaba, porque el ser humano no es racional, sino que, como
decía Martín Buber, es un ser que puede llegar a ser racional. Para
esorequiere un ejercicio renovado de la razón, que se traduzca en un
predominio de los juicios sobre los prejuicios.
Sin embargo, pareciera que la sociedad globalizada camina en sentido
inverso a la razón. Primero, parece que sólo tiene en cuenta la razón
instrumental, pues de la práctica (ética) le queda poco. Pero ni
siquiera tiende a hacer un buen uso de la razón instrumental, porque
predominan los mensajes emocionales (televisivos) y, como si fuera poco,
los políticos del mundo actual no enfrentan prejuicios, sino que los
constatan técnicamente (encuestas) para plegarse a ellos y obtener más
votos.
El consenso es como �con demasiada frecuencia� se llama hoy al
prejuicio. Se dice que el Estado moderno está superado por un Estado
posmoderno que actúa conforme a prejuicios, lo que no es más que
resucitar el Estado premoderno.
Los políticos del mundo actual consideran suicida enfrentar un prejuicio,
sin caer en la cuenta de que serruchan la rama que los sostiene.
Despreciando los esfuerzos del liberalismo político por controlar la
arbitrariedad represiva, acabarán cerrando los espacios de
esclarecimiento público que posibilitaron el predominio de los juicios
sobre los prejuicios.
No es verdad que la historia se repite, pero es cierto que la historia se
continúa y que hay constantes que indican que ciertos fenómenos emergen
en ciertas circunstancias propicias. De no cambiarse el rumbo, se volverá
a quemar a alguien no temible, y el fantasma de Luis XVI sobrevolará la
cabeza �todavía pegada� de los políticos de todo el mundo que se
apoyan en los prejuicios. Con seguridad, también volverán otros
pensadores a abrir trabajosamente los espacios para el juicio. Cabe
esperar que haya pocas víctimas.
* Director del Departamento de Derecho Penal y Criminología de la UBA.
Vicepresidente de la Asociación Internacional de Derecho Penal.
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