OPINION
La
sinrazón de Estado
Por Claudio Uriarte |
El Estado
es la entidad que detenta el monopolio legítimo de la violencia.
Desde la perspectiva de esta definición clásica, la ultima ratio del
Estado está en su capacidad de ejercer la pena de muerte. Esa
interpretación clásica, conservadora y durísima de las atribuciones
del poder del Estado fue la que empezó a ser cuestionada por la
política de derechos humanos de la administración demócrata de
Jimmy Carter en los años �70; la que fue atacada de modo
revolucionario por las acciones del juez Baltasar Garzón y el
resultante arresto del ex dictador Augusto Pinochet por casi 17 meses
y la que insinúa volver a resurgir bajo la masa de argumentaciones
�más o menos �humanitarias�� con que se permitió que el
autor intelectual de 3000 asesinatos volviera sin condena a su país.
Ese es el primer punto a subrayar en la decisión del ministro del
Interior Jack Straw. El otro es la inconveniencia de fondo para Gran
Bretaña y las cuatro naciones intervinientes en el caso �Francia,
Bélgica, España y Suiza� de que estos precedentes humanitaristas
cobren fuerza en escala internacional, volviéndoseles en su contra.
El llamado �orden� internacional es por naturaleza anárquico, y
órdenes de captura contra ex jefes de Estado en el exterior como la
que libró Garzón pueden multiplicarse, sumando así a esa anarquía.
De ese modo, de Tony Blair hacia atrás, cada ex primer ministro
británico viviente podría ser juzgado por las violaciones
sistemáticas a los derechos humanos cometidos por la policía del
Royal Ulster Constabulary en Irlanda del Norte, por ejemplo. Es verdad
que los británicos eran gobiernos legítimos y democráticos,
mientras que lo de Pinochet fue una dictadura, pero en el acto de
ejecución de delitos iguales esa diferencia se vuelve borrosa.
Desde luego, el caso Pinochet instala un antes y un después en los
derechos humanos internacionales. Pero a esta observación hay que
acotarle dos condicionamientos: primero, que �como dice Reed Brody
de Human Rights Watch en estas páginas� la ejecución internacional
de las legislaciones pro derechos humanos depende en última instancia
de la voluntad de los distintos Estados nacionales (y también, y por
lo tanto, de las diferentes relaciones de fuerzas entre ellos). Y
segundo, que este tipo de precedente difícilmente constituya en modo
alguno un antídoto contra la aparición de futuras dictaduras, que no
surgen de la voluntad individual de un golpista ante la historia sino
que son construcciones con apoyo social (como en su momento
disfrutaron Pinochet y el propio Proceso argentino). |
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