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el Kiosco de Página/12

Esto recién comienza
Por
Ariel Dorfman

(Viene de tapa)
t.gif (862 bytes) Para los tribunales europeos que habían pedido la extradición del ex presidente chileno, y especialmente para los españoles que estuvieron a la vanguardia de esta lucha tan trascendental, es cierto que ya no hay mucho más que hacer, fuera de asegurarse, a través de la Interpol, de que el general prófugo no intente salir nunca más de las fronteras nacionales a tomar té de nuevo con la baronesa Thatcher, o tal vez con sus nuevos amigos Jack Straw o Abel Matutes, quienes lo salvaron, cada uno a su manera, de verse sometido a un largo proceso en Madrid.

  ¿Y las víctimas? No cabe duda de que para los miles de miles que sufrieron los atropellos y delitos de Pinochet, su huida, por ignominiosa y grotesca que haya sido, deja un gusto amargo, este desenlace donde hay que despertar por fin de un sueño que siempre pareció demasiado perfecto como para que fuera cierto, un sueño donde un hombre poderoso y arrogante terminaba preso, acosado por sus muertos, sometido a la ley que él nunca respetó. Demandando para sí histéricamente los derechos que negó a sus compatriotas.

  Si ese sueño nuestro se acaba de clausurar, existen, sin embargo, otros sueños colectivos derivados de la detención del general durante más de diecisiete meses que, lejos de haber concluido, recién comienzan.

  Precisamente por la forma en que Pinochet se libró y precisamente debido a la nueva jurisprudencia internacional que, a raíz de su caso, afirma que no existen fronteras nacionales para juzgar las violaciones más extremas de los derechos humanos, queda una serie de tareas pendientes para los tribunales y juristas de todo el mundo. Andan sueltos por ahí déspotas a granel y es difícil (y sería demasiado vergonzoso y casi risible) que los próximos tiranos acusados de crímenes contra la humanidad pudieran volver a utilizar las espurias razones de salud mental que empleó Pinochet para escabullirse de la Justicia. Lo que se vislumbra, más bien, es un futuro no lejano donde se tratará a los torturadores como a los piratas de antaño, tránsfugas sin derecho al amparo ni menos en el exilio dorado.

  Y al lado de ese sueño global, otro sueño más modesto y local: la posibilidad todavía vigente de un juicio a Pinochet en Chile.

  Veremos en las semanas venideras si hay voluntad para desaforar al general, acción imprescindible no sólo para quitarle la inmunidad como senador y forzarlo a comparecer ante los tribunales donde se han abierto sesenta procesos contra él, sino indispensable además para medir si somos efectivamente soberanos.

  El gobierno democrático de Chile invocó aquella soberanía �-falsamente a mi entender-� para exigir el regreso de Pinochet, aduciendo que somos capaces de resolver nuestros propios dilemas, proclamando que un juicio a Pinochet en su patria era absolutamente factible. El mundo entero espera ahora que sepamos, con el nuevo gobierno de Ricardo Lagos, desplegar plenamente esa soberanía. Soberanía frente a unas Fuerzas Armadas que resistirán que su ex comandante en jefe sea colocado en el banquillo de los acusados, tratado como un ciudadano cualquiera. Pero soberanía también frente a tantos cómplices de la dictadura que ocupan puestos de poder y casi de veto en la Legislatura, para no mencionar a los pinochetistas que dominan el empresariado y la prensa. Y la soberanía más ardua de todas: la que hay que ejercer sobre nuestro pasado para que finalmente nos pertenezca tanto como un pedazo del territorio nacional.

  Porque el jefe máximo no actuó solo.

  Son muchos, innumerables, los que participaron y permitieron sus abusos.    Están, por cierto, los centenares de militares y funcionarios de primera y cuarta categoría que llevaron a cabo las órdenes del general, los hombres que apretaron el gatillo o hundieron el bisturí en el ojo ajeno o agarrotaron el tornillo en los genitales de un hombre o una mujer inermes. Ni qué hablar de quienes compraban los materiales con que tales horrores se perpetuaron, aquellos que arrendaban esos sótanos y los limpiaban, los que pagaban los sueldos de esos agentes y mecanografiaban los informes y servían el café y las galletas a la hora del reposo de los guerreros. Y a ellos se agregan, en forma menos visible, tantos millares que negaban esos desmanes sabiendo que eran ciertos o que los justificaban como un mal inevitable para salvar al país de las bárbaras hordas marxistas.

  Pero no me refiero tan sólo a ellos. Pienso en otros: los que cerraron los ojos para no ver, los que decidieron hacer caso omiso de los aullidos, los que se dijeron en voz baja y a menudo en forma pública que las madres de los desaparecidos eran unas locas y que hasta cuándo seguirían jodiendo. Los que aprovecharon la dictadura para hacerse ricos, para comprar el patrimonio del Estado, para echar al trabajador indefenso. Y aún otros más: aquellos que más tarde, cuando vino la democracia, prefirieron olvidar, prefirieron la amnesia del consumo desenfrenado, mientras el dolor se paseaba en la callejuela de al lado, mientras el dolor surgía desde todos los rincones y conciencias de la patria. Me refiero a los que permitieron, con su silencio, que Pinochet prosperara, que Pinochet existiera.

  Me refiero a todos aquellos que, si Pinochet es juzgado, tendrían que preguntarse, quizá, quién sabe, tal vez, aquello que verdaderamente importa: ¿hasta qué punto soy responsable yo de que no haya justicia en mi país y, una pregunta más urgente y crucial, qué estoy dispuesto a hacer hoy para remediar esa situación?

  Pinochet es un espejo.

  Y su retorno a Chile, una oportunidad histórica para mirarlo a él y mirarnos simultáneamente nuestra verdadera e impostergable cara.

  ¿Estamos de veras dispuestos a enjuiciarlo?

  Es una pregunta que tenemos que hacernos, pase lo que pase con el perecedero cuerpo o la artera o deteriorada mente del hombre que reinó sobre nuestros destinos durante diecisiete años. Haya o no desafuero y juicio.

  ¿Estamos dispuestos a juzgar al país que dio origen a Pinochet?

  Es la pregunta y el espejo último que el general nos trae, como un regalo perverso y maravilloso, desde el mundo exterior.

  Este sueño sí que recién comienza.

  Ariel Dorfman acaba de publicar la novela La nana y el iceberg.  


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