(Viene
de tapa)
¿Y las víctimas? No cabe duda de que para los miles de miles que
sufrieron los atropellos y delitos de Pinochet, su huida, por ignominiosa
y grotesca que haya sido, deja un gusto amargo, este desenlace donde hay
que despertar por fin de un sueño que siempre pareció demasiado perfecto
como para que fuera cierto, un sueño donde un hombre poderoso y arrogante
terminaba preso, acosado por sus muertos, sometido a la ley que él nunca
respetó. Demandando para sí histéricamente los derechos que negó a sus
compatriotas.
Si ese sueño nuestro se acaba de clausurar, existen, sin embargo,
otros sueños colectivos derivados de la detención del general durante más
de diecisiete meses que, lejos de haber concluido, recién comienzan.
Precisamente por la forma en que Pinochet se libró y precisamente
debido a la nueva jurisprudencia internacional que, a raíz de su caso,
afirma que no existen fronteras nacionales para juzgar las violaciones más
extremas de los derechos humanos, queda una serie de tareas pendientes
para los tribunales y juristas de todo el mundo. Andan sueltos por ahí déspotas
a granel y es difícil (y sería demasiado vergonzoso y casi risible) que
los próximos tiranos acusados de crímenes contra la humanidad pudieran
volver a utilizar las espurias razones de salud mental que empleó
Pinochet para escabullirse de la Justicia. Lo que se vislumbra, más bien,
es un futuro no lejano donde se tratará a los torturadores como a los
piratas de antaño, tránsfugas sin derecho al amparo ni menos en el
exilio dorado.
Y al lado de ese sueño global, otro sueño más modesto y local:
la posibilidad todavía vigente de un juicio a Pinochet en Chile.
Veremos en las semanas venideras si hay voluntad para desaforar al
general, acción imprescindible no sólo para quitarle la inmunidad como
senador y forzarlo a comparecer ante los tribunales donde se han abierto
sesenta procesos contra él, sino indispensable además para medir si
somos efectivamente soberanos.
El gobierno democrático de Chile invocó aquella soberanía
�-falsamente a mi entender-� para exigir el regreso de Pinochet,
aduciendo que somos capaces de resolver nuestros propios dilemas,
proclamando que un juicio a Pinochet en su patria era absolutamente
factible. El mundo entero espera ahora que sepamos, con el nuevo gobierno
de Ricardo Lagos, desplegar plenamente esa soberanía. Soberanía frente a
unas Fuerzas Armadas que resistirán que su ex comandante en jefe sea
colocado en el banquillo de los acusados, tratado como un ciudadano
cualquiera. Pero soberanía también frente a tantos cómplices de la
dictadura que ocupan puestos de poder y casi de veto en la Legislatura,
para no mencionar a los pinochetistas que dominan el empresariado y la
prensa. Y la soberanía más ardua de todas: la que hay que ejercer sobre
nuestro pasado para que finalmente nos pertenezca tanto como un pedazo del
territorio nacional.
Porque el jefe máximo no actuó solo.
Son muchos, innumerables, los que participaron y permitieron sus
abusos. Están,
por cierto, los centenares de militares y funcionarios de primera y cuarta
categoría que llevaron a cabo las órdenes del general, los hombres que
apretaron el gatillo o hundieron el bisturí en el ojo ajeno o agarrotaron
el tornillo en los genitales de un hombre o una mujer inermes. Ni qué
hablar de quienes compraban los materiales con que tales horrores se
perpetuaron, aquellos que arrendaban esos sótanos y los limpiaban, los
que pagaban los sueldos de esos agentes y mecanografiaban los informes y
servían el café y las galletas a la hora del reposo de los guerreros. Y
a ellos se agregan, en forma menos visible, tantos millares que negaban
esos desmanes sabiendo que eran ciertos o que los justificaban como un mal
inevitable para salvar al país de las bárbaras hordas marxistas.
Pero no me refiero tan sólo a ellos. Pienso en otros: los que
cerraron los ojos para no ver, los que decidieron hacer caso omiso de los
aullidos, los que se dijeron en voz baja y a menudo en forma pública que
las madres de los desaparecidos eran unas locas y que hasta cuándo seguirían
jodiendo. Los que aprovecharon la dictadura para hacerse ricos, para
comprar el patrimonio del Estado, para echar al trabajador indefenso. Y aún
otros más: aquellos que más tarde, cuando vino la democracia,
prefirieron olvidar, prefirieron la amnesia del consumo desenfrenado,
mientras el dolor se paseaba en la callejuela de al lado, mientras el
dolor surgía desde todos los rincones y conciencias de la patria. Me
refiero a los que permitieron, con su silencio, que Pinochet prosperara,
que Pinochet existiera.
Me refiero a todos aquellos que, si Pinochet es juzgado, tendrían
que preguntarse, quizá, quién sabe, tal vez, aquello que verdaderamente
importa: ¿hasta qué punto soy responsable yo de que no haya justicia en
mi país y, una pregunta más urgente y crucial, qué estoy dispuesto a
hacer hoy para remediar esa situación?
Pinochet es un espejo.
Y su retorno a Chile, una oportunidad histórica para mirarlo a él
y mirarnos simultáneamente nuestra verdadera e impostergable cara.
¿Estamos de veras dispuestos a enjuiciarlo?
Es una pregunta que tenemos que hacernos, pase lo que pase con el
perecedero cuerpo o la artera o deteriorada mente del hombre que reinó
sobre nuestros destinos durante diecisiete años. Haya o no desafuero y
juicio.
¿Estamos dispuestos a juzgar al país que dio origen a Pinochet?
Es la pregunta y el espejo último que el general nos trae, como un
regalo perverso y maravilloso, desde el mundo exterior.
Este sueño sí que recién comienza.
|