El
día del retorno, tras las primeras vacaciones aliancistas, la estación
del tren en Retiro lo recibe a uno con un cross a la mandíbula. Al
atravesar el hall del Mitre (hoy TBA), una empalizada azul bloquea lo
que durante casi un siglo fue la sala de espera de señoras. Mujeres
sorprendidas, desconcertadas, leen el anuncio de que ese refugio en la
inhóspita estación, donde no hay ni un banco para sentarse, será
convertido en un nuevo locutorio de Telefónica, "para darle la
atención que usted se merece". Un espacio público queda así
usurpado por una corporación privada para explotar su negocio. ¿Cuenta
la empresa española con algún código de ética que le proscriba
cometer atropellos contra bienes comunitarios? El recinto de la estación
sigue siendo propiedad del Estado y está bajo administración
(desastrosa, a simple vista) del Enabief, pero nada de eso sirve para
proteger el interés social. ¿Realmente se fue Carlos Menem de la
Casa Rosada? ¿O es que su espíritu quedó flotando entre los muros
del poder?
La representatividad de esta pequeña anécdota de la subastada
sala de espera de señoras es quizá mayor de lo que se supone. Por
diferentes e intrincadas razones, el gobierno de Fernando de la Rúa
está en deuda --creciente a medida que pasan las semanas-- con la
defensa de los intereses de la población frente a las razones del
gran mundo de los negocios. Allí está el precio de los combustibles
con su efecto cremallera: una vez que suben ya no bajan. Mucha discusión,
mucha amenaza, pero en concreto ninguna acción efectiva para romper
el cartel petrolero. Habrá que ver, a su vez, en qué termina la
controversia con las transportadoras de gas, que se resisten a soltar
la presa de los (no tan) grandes consumidores.
Tampoco se ha hecho nada hasta ahora para atacar los altísimos
precios de los medicamentos, cuya reducción debería ser una
prioridad por su impacto sobre la economía de la gente. Con los
abusos de la banca tampoco se ha querido meter nadie, y en cuanto a
las comisiones de las AFJP, en lugar de bajar es posible que suban más
todavía. En cuanto a los riesgos del trabajo, si las administradoras
(ART) no se ocupan, ni quieren ocuparse, de que sus clientes cumplan
con las normas de seguridad, ¿para qué sirven, socialmente hablando?
Aspiran simplemente a seguir instaladas con su cabina de peaje en el
paso obligado que creó una ley, haciendo su negocio financiero, de
matemática precisión, sin preocuparse por los accidentes que sufren
los trabajadores. Representan así una renovada forma de capitalismo
prebendario, donde la ganancia proviene de un mero texto legal, con la
correspondiente firma al pie.
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