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Cómo era el hombre que  quiso hacer banal al mal

Los Archivos del Estado de Israel hicieron públicas las memorias del jerarca nazi Adolf Eichmann. El objetivo es que sirvan como prueba en un proceso judicial en Londres sobre la negación del Holocausto, pero ofrecen una posibilidad única de conocer en sus propias palabras a uno de los mayores arquitectos y obreros del genocidio. Eichmann fue ejecutado en 1962 en Jerusalén, luego de que la Mossad lo capturara en Argentina.


Por Gabriel Alejandro Uriarte
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La ocasión para la publicación de las memorias de Adolf Eichmann puede resultar paradójica. Precisamente en el momento en que el debate sobre el Holocausto se centra en la culpa colectiva de los "alemanes corrientes", la publicidad de las memorias de Eichmann dirige nuevamente la atención hacia el horror de uno de los principales responsables del genocidio. Quizá el cambio no sea bienvenido por todos los estudiosos. Las acciones de Eichmann fueron demasiado individuales, demasiado características de la elite de las SS como para poder extraer de ellas pruebas que arrojen un veredicto colectivo sobre Alemania. Pero en un sentido muy diferente, las memorias ofrecen una contrapartida importante a la despersonalización de algunos de los principales genocidas detrás de una máscara de burocracia insípida e incolora. La personalidad de Eichmann podía parecer poco colorida, pero su motivación para cometer sus crímenes ciertamente no lo fue.

  Esto a veces no se percibe, dado que nadie cultivó más asiduamente la imagen de la "banalidad del mal" --en la célebre frase de Hannah Arendt, que cubrió el juicio desde Jerusalén enviada por la revista New Yorker--. Gran parte de las 1300 páginas de las memorias de Eichmann consisten en frías descripciones burocráticas sobre el exterminio. Una de las pocas emociones aparece cuando Eichmann describe su primera y única confrontación a los campos de exterminio en acción: "No pude ni siquiera mirar; intentaba desviar la vista de lo que estaba sucediendo... los gritos y alaridos". Ese patetismo permea toda su autobiografía. Como un hombre inocente involucrado en una operación que llena su mente de horror, Eichmann enfatiza su desagrado por lo que hacía, como una manera de argumentar que sus acciones fueron de alguna forma involuntarias. "Tuve que presenciar la locura del exterminio, fui uncido como uno más entre muchos caballos y no podía escaparme ni a la izquierda ni a la derecha a causa de la voluntad del conductor y de sus órdenes".

  Esta es, por supuesto, una mentira. El estudio de la vida de Eichmann muestra a alguien que en efecto encontró muy buenas razones internas para hacer lo que hizo. Su carrera en las SS se inició en 1932, y fue asignado inicialmente como un simple mecanógrafo en el Servicio de Seguridad (SD) del partido nazi. Pero en poco tiempo se distinguió por efectuar investigaciones extraoficiales. Así, por su propia iniciativa, recaba más información para sus superiores. Estos lo recompensaron, y le encargaron el estudio de la comunidad judía alemana. Eichmann mostró una enorme disposición para la tarea. Asistió a encuentros religiosos, estudió la Torah con un rabino, y visitó numerosas barriadas judías en ciudades alemanas y austríacas. Todo el tiempo tomaba notas y organizaba archivos que no olvidaría unos años más tarde. Cuando Alemania anexionó a Austria en 1938, Eichmann organizó la deportación de los judíos de Viena. Después repetiría la operación en Praga. Participó de la conferencia de Wansee (donde se dieron las órdenes oficiales para la implementación de la Solución Final) y fue designado a cargo de la sección Ab-IV de la Gestapo, cuya tarea era coordinar y organizar el exterminio. En todos estos cargos, Eichmann se destacó como un burócrata muy eficaz, que al mismo tiempo revelaba una característica tan preciada como inusual en la Alemania nazi: la lealtad. Esas características explican en parte su vertiginoso ascenso en el interior de un Estado que ya era indistinguible de las SS.

  Pero una explicación completa de Eichmann necesita atender a otros aspectos. Eichmann nunca pudo tolerar de cerca la violencia ni la confrontación con el aspecto sangriento de la ideología nazi. Pero eso no significa que la única satisfacción que extraía de su trabajo era la de una alta eficiencia burocrática. En 1944 se jactó de que "saltaría con gusto dentro de fosas comunes, ya que sé que en ellas yacen 5 millones de enemigos del Estado". Varias veces luchó exitosamente para que el ejército alemán no le quitara ninguno de los trenes que necesitaba para transportar a las víctimas a los campos de exterminio. En 1944 desafió una orden directa del jefe (Reichsführer) de las SS Heinrich Himmler y ordenó el transporte de 1500 judíos húngaros a los campos de exterminio. Estos actos fueron más allá del cumplimiento normal de tareas, y evidencia un placer de poder participar, no obstante sus debilidades, en las tareas genocidas que le asignó "el conductor".

  Eichmann era un nazi convencido quien nunca dudó acerca de lo que eso conllevaba. El mismo título que sugirió para su autobiografía, "Falsos Dioses", admite que el tema central de su vida fue la adoración de esos dioses: "Serví a los dioses con todo mi ser y fe, no había nada que no hubiera hecho por ellos". Eichmann parece querer hacernos creer que lo hizo cuando fue confrontado con las órdenes de la Solución Final, tras las cuales sólo siguió encadenado a su oficina por la inercia y represión inherentes en cualquier burocracia. Sin embargo, la vida de Eichmann demuestra, como en la mayoría de sus camaradas, la inhabilidad final de sus dioses para dar un sentido al monstruoso crimen que habían cometido. Y con ello terminó con su fe. Fueron quizá espectáculos como el de Himmler recibiendo al líder del Consejo Judío Mundial en 1945 y exclamando "¡Bienvenido a Alemania! Es hora que el nacionalsocialismo y los judíos enterremos nuestra disputa", lo que parecen haber convencido a Eichmann de que sus dioses eran de hecho falsos. Los sacrificios que Eichmann realizó por sus dioses no lo alejaron de su religión. Fue solamente cuando los mismos dioses se revelaron apóstatas que se dio cuenta de que eran "falsos".    

  Es por este motivo que, más allá de su hipocresía intrínseca, el que Eichmann llame al Holocausto uno de los "mayores crímenes de la historia" en realidad no significa nada. Su "religión" consistió precisamente de revestir ese crimen con el sentido que le dictaron sus dioses. Su arrepentimiento no fue tanto por el crimen en sí. Fue más bien por haberlo cometido, como uno de sus más devotos seguidores, en nombre de personas y causas que probaron no estar a la terrible "altura" que él mismo alcanzó.

 

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