Por
Hilda Cabrera
La
mujer preñada encara a su marido con un discurso melodramático:
"Este no es un buen sitio para vivir sino para morir", le dice
al hombre, que se impacienta y le devuelve la queja, porque finalmente él
la sacó del burdel y la llevó al barrio. Claro que ahí la alegría no
es una emoción corriente. Como en un patético vodevil de pobres, la
pareja se deshace en reproches, con el mismo apasionamiento con el que
otros personajes de aspecto fantasmagórico arman y desarman sobre el
escenario historias breves: la de una vieja prostituta, un acordeonista
que aún cree en el amor que salva y cura heridas, o la del enviciado dueño
de un cabaré bautizado "Paraíso". Otra es la peripecia del
diputado prostibulario, y también la de una funambulesca troupe de poetas
ahogados, o la insólita historia de una militante política extraviada
durante una manifestación. Nacido sin que se lo deseara de padres anímica
y físicamente devastados, el soñador y rebelde Pluma, el joven que opta
por vivir en el aire, a semejanza de algunos héroes del imaginario
popular, pertenece al bando de los que aún creen que "nada en la
vida se hace sin convencimiento" y que "la felicidad ha dejado
de ser relevante". De ahí su discurso sobre un oficio posible para
los de su estirpe: ayudar a los solitarios.
La
puesta de Arístides Vargas, argentino radicado desde 1976 en Ecuador,
también dramaturgo y actor, adecua los componentes mágicos a la vida en
la ciudad y centra su discurso en el
desasosiego y el descreimiento social. Si la intención ha sido, como
parece, mostrar al individuo sumido en la desazón, pero todavía a la
espera de un futuro promisorio, Vargas logra su cometido sólo a medias.
Si bien es cierto que la nada gana terreno y que el desarraigo es una vía
sin retorno, el montaje no llega a unificar conceptos. Se desgaja, como
los personajes, dispersándose entre reiteraciones, sean éstas las
propias del texto o las expresadas físicamente por los intérpretes, de
actuación despareja. Un ejemplo de estas últimas es el vaivén que
acompaña a las cínicas reflexiones del dueño del "Paraíso",
o los movimientos mecánicos, típicos de las marionetas, que ejercita el
personaje de la joven prostituta. Otro punto desventajoso es el subrayado
del "cansancio existencial", que quita agilidad a la acción y
borronea los rasgos poéticos y críticos en germen.
El humor negro aplicado a los
asuntos cotidianos es uno de los aciertos de este trabajo que conjuga
actuación, danza, trapecio y música (entre otras composiciones se
destaca Damisela encantadora, un vals de los años
30, que es una pintura en sí mismo). Otro ejemplo es la escena del
operativo relámpago al "Paraíso", jugada por un inspector (u
oficial) y una típica señora del barrio que pasea a su mascota. También
el patético diálogo del matrimonio, donde el varón, golpeador
empedernido, supone que es legítimo asesinar a su mujer. "¿No es
genuino este sentimiento de libertad incontrolable de que te arroje al vacío?",
pregunta. La contracara de ese universo es Pluma, símbolo del individuo
(hombre y mujer) que sabe de
penas, conoce todas las iniquidades y cree que "con basura no hay mañana".
Sin embargo, todavía existen buenas razones para vivir, siendo el amor
una de ellas. Esencial, según el texto, puesto que "sólo él te
sostendrá en el aire". Este es, sin duda, el alegato que subyace en
la puesta de Vargas, una nueva lectura sobre la naturaleza de un mundo
violento.
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