En la barra hay
dos clientes, una linda muñeca y un vistoso muñeco. Ambos podrían ser
tapa de una revista de modas. El Gallego y yo los miramos con interés. No
podríamos definir si acaban de conocerse o si la historia viene de más
lejos. Toman saludables tragos largos de frutas sin alcohol.
El muñeco está en plan de
ataque. La primera estocada va dirigida a los maravillosos,
lánguidos e inteligentes ojos de la bella. La segunda, a esos labios tan
sensuales. Los mira y le producen temblores, dice. La tercera estocada es
para el cuello. A duras penas puede contener el impulso de mordisqueárselo
un poquito ahí nomás. Le gustaría que estuvieran en un lugar más íntimo.
Se proyecta sobre ella, la cubre con su sombra, estira la mano y le
acaricia suavemente la cintura. Hay cuerpos que están destinados a
encontrarse, dice.
La bella se mueve inquieta
sobre el taburete, se aleja de la mano que la acosa. Entonces la mano va a
depositarse sobre una de sus rodillas y comienza a trepar. Ella
discretamente la toma y la aparta. No, murmura, no.
A esta altura el Gallego me
mira, llena una medida grande con licor de naranja de 43 grados, pasa
raudo junto al vaso de la bella y, con la rapidez y la habilidad del mago
Houdini, se la zampa adentro.
Unos segundos después la bella
toma un soberano sorbo. Se relame varias veces con la punta de su lengua
rosada e inmediatamente se manda un segundo sorbo más soberano que el
primero. Mira alrededor como si acabara de descubrir el bar y nos dedica
al Gallego y a mí una sonrisa beatífica. Después, con un gesto decidido
atrapa la mano del tipo y se la desliza bajo la pollera.
El Gallego me guiña un ojo y
yo apruebo con un movimiento de cabeza.
Ahora es la figura de la bella
la que crece, se proyecta sobre el fulano, lo cubre como una sombra y le
habla de sus ojos, su boca y los mordiscones que le encajaría a ese
cuello. También a ella le gustaría que estuvieran en un lugar más íntimo.
Se descalza un pie, lo introduce bajo la bocamanga del pantalón del tipo
y le acaricia la pierna. Mientras tanto, la mano, firmemente apresada, es
empujada cada vez más arriba.
El muñeco se ha puesto rígido,
empalidece y balbucea cosas que no entendemos. Tironea y logra retirar la
mano. Se echa atrás en el taburete y se libera del pie que lo estaba
acariciando.
El Gallego me mira, manotea la
botella y entra en acción por segunda vez. Es tan rápido que ni yo
alcanzo a verle los dedos cuando le zampa la medida de licor de naranja en
el vaso del muñeco.
Unos segundos después el tipo
toma un morrocotudo trago de jugo de fruta enriquecido. Se relame con
expresión feliz y se manda un segundo trago más morrocotudo que el
anterior. Los ojitos le dan vueltas. Inmediatamente es él quien pasa
nuevamente al ataque. Entonces la bella retrocede.
Estamos como al comienzo.
El Gallego no se da por
vencido. A partir de ahí corre con su medida de licor de naranja de 43
grados y los apuntala por turno. Pero no hay caso, la historia se repite.
Cuando el tipo avanza, ella se retira. Cuando ella se tira a fondo, el que
recula es él.
Acá hay algo que está
fallando, me digo, es matemáticamente imposible que no haya un punto de
coincidencia. El Gallego está haciendo un esfuerzo titánico y lo noto
realmente cansado, anda más lento y ha perdido los reflejos de
prestidigitador. La pareja o la casi pareja no se da cuenta porque a esta
altura están totalmente ebrios. Así y todo persisten en su quiero y no
quiero.
Le hago una seña al Gallego
para que se acerque y le digo:
--Mire que lleva gastados tres
cuartos de botella y este negocio no va a ninguna parte. ¿Por qué no
abandona?
--A mí no me gusta perder a
nada --me contesta--. Cuando se me mete algo en la cabeza no hay dios que
me lo saque.
Y sigue trotando, yendo y
viniendo de la botella a los vasos y de los vasos a la botella. Yo no insisto más, que haga lo que quiera, es mi amigo y lo último que quisiera en la vida es romperle la ilusión.
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