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Del lado demócrata, el
resultado es cantado: Bill Bradley no tiene prácticamente chance contra
Gore. Es en el lado republicano donde aparece la batalla más interesante.
El "Supermartes" es llamado así porque entre los dieciséis
Estados en los que se vota están los más poblados, California y Nueva
York, que aportan la mayor cantidad de delegados a las respectivas
convenciones partidarias y tienden a ser, por lo tanto, los que hacen o
deshacen las candidaturas. En el bando republicano, el candidato del
establishment partidario es George W. Bush Jr., un político muy endeble
que sólo logró destacarse por ser el hijo de su padre (el ex presidente
George Bush) y porque su candidatura surgió en medio del impeachment
contra Bill Clinton, cuando el Partido Republicano estaba dominado por
ultramoralistas impresentables como Henry Hyde o el fiscal especial
Kenneth Starr. Contra estos títeres de la derecha cristiana (y con Bill
Clinton bajo asedio), el gobernador de Texas lucía casi como un
estadista.
Hasta que apareció John
McCain, el directo y agresivo senador por Arizona, ex héroe de la guerra
de Vietnam y político extremadamente dotado, que lanzó dos insurgencias:
contra el clintonianismo en sus peores aspectos --el oportunismo
permanente y la indiferencia a la política exterior, de los cuales George
W. constituye una clonación republicana de tercera categoría-- y contra
el cerrado y oligopólico sistema republicano de financiamiento de campañas,
que garantiza que el candidato sea elegido siempre por el dedazo de un
establishment compuesto --según pasan los años-- por individuos cada vez
más ancianos, más cerrados y menos en contacto con la dinámica política
a nivel nacional.
Desde la revolución
conservadora de Ronald Reagan en los años '80 hasta ahora, el efecto ha
sido que el partido es crecientemente rehén de su tendencia más
militante y mejor organizada, la derecha cristiana, que sin embargo es
minoritaria en el plano nacional. El clímax de su apogeo fue la nueva
revolución conservadora de 1994, cuando las elecciones parlamentarias se
volvieron un referéndum contra Bill Clinton. Pero desde entonces, y con
un Clinton camaleonesco cooptando sutilmente los aspectos menos
irracionales del programa conservador, han ido de derrota en derrota: su
vergonzosa persecución a Clinton les mereció el voto castigo del
electorado en las elecciones parlamentarias de noviembre de 1998, y la
prosecución obcecada del impeachment aun después de esa paliza los dejó
convertidos en algo así como una cloaca política.
Desmarcándose de esos
sectores, George W. brilló fugazmente, hasta que la insurgencia de McCain
y sus propias insuficiencias le cerraron la vía rápida a la nominación,
que parecía tener garantizada. New Hampshire, Arizona y Michigan votaron
por McCain. En estado de pánico, Bush Jr. corrió a buscar refugio en
aquellos mismos sectores de los que antes se había desmarcado:
concretamente, la derecha cristiana. Un resultado hoy es que más o menos
cada cabeza pensante en el Partido Republicano esté con McCain --de Henry
Kissinger a Jeane Kirkpatrick o Bill Krystol--, mientras que cada
ultracristiano y racista esté con George W. --como el reverendo Pat
Robertson o la Universidad Bob Jones de Carolina del Sur, que segrega a
los católicos y prohíbe las salidas románticas entre estudiantes de
razas diferentes--. Por eso este "Supermartes" cuenta. Si se impone nuevamente el aparato, George W. se encamina hacia una derrota catastrófica contra Al Gore en noviembre, y el Partido Republicano entra decididamente en su Edad Oscura. Pero si triunfa --o al menos sobrevive-- McCain, el resultado de noviembre puede ser dirimido a un nivel más alto, lo que jerarquizaría el training del futuro presidente --sea quien sea-- y a la vez aportaría la novedad ampliamente positiva de que el partido natural de la derecha se corra al centro y deje de ser el feudo de sus elementos más reaccionarios y minoritarios. Eso es lo que está en juego hoy.
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